EL TERREMOTO
Tras el terremoto le fue imposible escuchar el silencio. Las huellas del
temblor ensordecieron sus oídos. Sin
embargo, el crujir de las paredes, el chirriante desplazamiento de los muebles,
el crepitar desaforado de los cristales, el bramido colérico de los edificios
al desplomarse, se repiten incesantes en su cerebro. Sin apenas esfuerzo logra
retirar los escombros que le aplastan contra el suelo y consigue levantarse. Ve
cómo el polvo arremolinado en el desastre se acomoda, poco a poco, sobre el suelo, pudiendo atisbar unas figuras uniformadas. Intenta reclamar su atención. Necesita
su ayuda. Su hijo le acompañaba en el momento fatídico y aún está bajo los
cascotes enormes del derribo. Uno de ellos suelta el perro que lo acompaña y ve
que éste se acerca al lugar bajo el que su hijo yace. El chucho señala el
sitio con la euforia de su cola y todos corren hacia el mismo punto. Les ve
izar los pesados trozos de muro derruido. Y él sigue gritándoles. Pero no le
oyen. Buscan con tesón las huellas de la vida bajo los escombros. Se une a
ellos en el momento en el que una mano pequeña asoma entre las piedras. Y, al
poco, quedan al descubierto dos figuras humanas. Una es la de su hijo y, la
otra, la de un hombre desconocido, con el rostro desfigurado por el aplastamiento.
Ve cómo su vástago les mira asustado. El hombre cubrió con su cuerpo los golpes
que no recibió el niño. Desplazan a un lado el cuerpo del fallecido y sacan de
allí a su hijo. Lo suben a la ambulancia y abandonan el otro cuerpo. El perro
también se va hacia otro edificio derribado. Ese hombre desconocido ha salvado
la vida de su hijo, le mira por última vez, agradecido y, al fin, comprende que
está muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario