ANOREXIA
Sara, 23 años y 170 centímetros de altura,
se pesó en la báscula del baño: 39 kilogramos. No podía creer que
realmente hubiera perdido peso porque, al mirarse en el espejo, seguía viendo esos
horribles michelines que abultaban su vientre y la grasienta papada que colgaba
de su barbilla. Desde pequeña admiró esos maniquíes de los escaparates de las
tiendas, el glamour que exhibían con
sus vestidos de última moda, la piel de cerámica blanquecina de sus rostros, la
lividez de sus mejillas, el mate sin vida de sus ojos. Sara siempre quiso ser
una de ellas. Y seis meses más tarde lo consiguió. Su cuerpo adquirió la justa
medida, la deseada. Compró entonces el maniquí más hermoso, lo cortó
transversalmente, por la mitad, introdujo su cuerpo en el interior y unió las
dos partes. Una vez ya colocada en el escaparate de la tienda elegida, observaba
tras el cristal el rostro de las niñas que la miraban desde la calle, con esa
estupefacción que tan sólo las diosas pueden generar. Era tan feliz que no
sentía hambre, ni dolor, ni frío, sólo el leve fundido de una vela que se va
apagando, al consumir lentamente el oxígeno que la alimenta. Hoy sigue siendo un
maniquí perfecto, pero ella no lo sabe. Murió hace dos horas y su cuerpo
comienza a pudrirse, dentro del hermoso sarcófago.
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