viernes, 27 de julio de 2012


LA CIUDAD DE LA FELICIDAD

   Había oído hablar de ella pero nadie conocía su ubicación. Decidió coger el tren -¡qué importa la dirección!-, 100 kilómetros de desierto arenoso y polvoriento hasta la próxima parada. Sentado en el vagón 98, con la cabeza pegada a la ventana, chorreando hastío por el cristal, sólo ve polvo y más polvo arremolinándose en el aire, impulsado por la cinética del tren y, de repente, un surco límpido, nítido se abre ante sus ojos y, más allá, una ciudad que brilla como una sonrisa, como un abrazo de inmensa felicidad. Al llegar a la estación decide coger el tren de vuelta. Habrá de calcular el lugar exacto y lanzarse en marcha. Excitado y dubitativo, pero ansioso del hallazgo de su búsqueda, lanza su cuerpo sobre la arena del desierto, sin darse cuenta de que ha saltado hacia el lado contrario y único posible. Dolorido por el golpe se levanta para ver cómo pasa un tren tras otro, raudos en ambas direcciones, levantando nubes de polvo a su paso. Trata de fijarse bien entre las rendijas de visión que le dejan la unión entre vagones, para ver si coincide con una apertura de polvo que le permita ver si al otro lado se encuentra la ciudad de la felicidad. Pero no ve nada, sólo trenes que le impiden cruzar, y más gente que, como él, se lanzan de los trenes en marcha y se colocan a su lado e, imitándole, miran fijamente en la misma dirección, frotándose los ojos irritados por el polvo.

 

 

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