martes, 18 de noviembre de 2014

Un poema de Irianna Chávez Esparza (26 años) MÉXICO

«El púrpura es el (c)olor de las tumbas »
Observa, allá afuera huele a horas podridas.
Un basural contenido en la ausencia de una patria;
botellas de plástico que nunca lograron saciar tu sed,
papeles arrugados simulando un desdén profundo,
parecido al que se dibuja en el contorno de tus ojos.
Mirada púrpura incapaz de abstenerse
del horizonte perdido,
en perspectiva siempre cayendo.
La caída es el espejo del abandono,
y el abandono es caos existencial:
Un horror violeta,
frente al grito naciendo
de cuarenta y tres cuellos
donde la gangrena se expande,
como se expande la locura
en la resistencia de tu cráneo.
Mi manera de estar loca es queriendo
extirparme el sentido del olfato
y así soportar el filo externo de la degradación,
porque respirar se traduce a la muerte
en un país donde las flores no existen
ni vida que sea capaz de surgir
desde la clandestinidad de las fosas.
La incertidumbre nos va perforando,
mientras el sofoco imprime tonos púrpura
sobre la aflicción de cuarenta y tres rostros.
Observa, allá huele a recuerdo en putrefacción.
La obscuridad en el sofoco de alcantarillas;
desechos que nunca lograste purgar del cuerpo,
porque la palabra partía con el filo de una pluma
con la cual nunca se escribió la redención posible.
Ahora, la piel de tu cara se desgaja
sobre una superficie color carmesí.
Cuarenta y tres cuerpos de tierra joven
estallan en la indiferencia de tu memoria.
Cuarenta y tres nubes de cielo joven
llueven sobre la aridez de tu suelo.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

ANA PÉREZ CAÑAMARES

Estás solo, sabes, a pesar de tu familia
de tu junta de accionistas, de tus secretarias
tus caballos, tu chófer, tus comparsas
estás solo si sólo quieres a tu perro
y no a todos los perros
si sólo te sonríen los niños rubios
si nunca te ha amparado la intemperie
estás solo si no imaginas el sabor del té
en un callejón de Bagdad
si no sueñas la lluvia en una selva
que no te pertenece
si no te duelen las putas niñas
solo si tu madre no ha cascado un piojo
detrás de tu oreja, si no has sudado
ayudando en una mudanza
si no te lavas dando gracias
por el agua
solo si la palabra humanidad
es sólo una palabra de cuatro sílabas.
Pero no me das pena.
A ti no puedo imaginarte.
Sólo existe tu onda expansiva.
Tú no. Tú estás solo
y no existes.

(De Las sumas y los restos. Escrito el día que se supo que Botín tenía cuentas en Suiza)


martes, 12 de agosto de 2014

CORAZONES SOLITARIOS de Rubem Fonseca


Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.
Crimen así ni en Roma, París, Nueva York, decía el editor del diario, estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar.
Antes de que estallara me corrieron.
Solamente hay pequeño comerciante matando socio, pequeño bandido matando a pequeño comerciante, policía matando a pequeño bandido. Cosas pequeñas, le dije a Oswaldo Peçanha, editor-jefe y propietario del diario Mujer.
Hay también meningitis, esquistosomosis, mal de Chagas, dijo Peçanha.
Pero fuera de mi área, dije.
¿Ya leíste Mujer?, Peçanha preguntó.
Admití que no. Me gusta más leer libros.
Peçanha sacó una caja de puros del cajón y me ofreció uno. Encendimos los puros. Al poco tiempo el ambiente era irrespirable. Los puros eran corrientes, estábamos en verano, las ventanas cerradas, y el aparato de aire acondicionado no funcionaba bien.
Mujer no es una de esas publicaciones en color para burguesas que hacen régimen. Está hecha para la mujer de la clase C, que come arroz con frijoles y si engorda es cosa suya. Echa una ojeada.
Peçanha tiró frente a mí un ejemplar del diario. Formato tabloide, encabezados en azul, algunas fotos desenfocadas. Fotonovela, horóscopo, entrevistas con artistas de televisión, corte y costura.
¿Crees que podrías hacer la sección De mujer a mujer, nuestro consultorio sentimental? El tipo que lo hacía se despidió.
De mujer a mujer estaba firmado por una tal Elisa Gabriela. Querida Elisa Gabriela, mi marido llega todas las noches borracho y…
Creo que puedo, dije.
Estupendo. Comienza hoy. ¿Qué nombre quieres usar?
Pensé un poco.
Nathanael Lessa.
¿Nathanael Lessa?, dijo Peçanha, sorprendido y molesto, como si hubiera dicho un nombre feo, u ofendido a su madre.
¿Qué tiene? Es un nombre como otro cualquiera. Y estoy rindiendo dos homenajes.
Peçanha dio unas chupadas al puro, irritado.
Primero, no es un nombre como cualquier otro. Segundo, no es un nombre de la clase C. Aquí sólo usamos nombres que agraden a la clase C, nombres bonitos. Tercero, el diario rinde homenajes sólo a quien yo quiero y no conozco a ningún Nathanael Lessa y, finalmente —la irritación de Peçanha aumentaba gradualmente, como si estuviera sacando algún provecho de ella— aquí, nadie, ni siquiera yo mismo, usa seudónimos masculinos. ¡Mi nombre es María de Lourdes!
Di otra ojeada al diario, inclusive en el directorio. Sólo había nombres de mujer.
¿No te parece que un nombre masculino da más crédito a las respuestas? Padre, marido, médico, sacerdote, patrón, sólo hay hombres diciendo lo que ellas tienen que hacer. Nathanael Lessa pega mejor que Elisa Gabriela.
Es eso justamente lo que no quiero. Aquí se sienten dueñas de su nariz, confían en nosotros, como si fuéramos comadres. Llevo veinticinco años en este negocio. No me vengas con teorías no comprobadas. Mujer está revolucionando la prensa brasileña, es un diario diferente que no da noticias viejas de la televisión de ayer.
Estaba tan irritado que no pregunté lo que Mujer se proponía. Tarde o temprano me lo diría. Yo sólo quería el empleo.
Mi primo, Machado Figueiredo, que también tiene veinticinco años de experiencia, en el Banco del Brasil, suele decir que está siempre abierto a teorías no comprobadas. Yo sabía que Mujer debía dinero al banco. Y sobre de la mesa de Peçanha había una carta de recomendación de mi primo.
Al oír el nombre de mi primo, Peçanha palideció. Dio un mordisco al puro para controlarse, después cerró la boca, pareciendo que iba a silbar, y sus gruesos labios temblaron como si tuviera un grano de pimienta en la lengua. En seguida abrió la boca y golpeó con la uña del pulgar sus dientes sucios de nicotina, mientras me miraba de manera que él debía considerar llena de significados.
Podía añadir Dr. a mi nombre: Dr. Nathanael Lessa.
¡Rayos! Está bien, está bien, rezongó Peçanha entre dientes, empiezas hoy.
Fue así como pasé a formar parte del equipo de Mujer.
Mi mesa quedaba cerca de la mesa de Sandra Marina, que firmaba el horóscopo. Sandra era conocida también como Marlene Katia, al hacer entrevistas. Era un muchacho pálido, de largos y ralos bigotes, también conocido como João Albergaria Duval. Había salido hacía poco tiempo de la escuela de comunicaciones y vivía lamentándose, ¿por qué no estudié odontología?, ¿por qué?
Le pregunté si alguien traía las cartas de los lectores a mi mesa. Me dijo que hablara con Jacqueline, en expedición. Jacqueline era un negro grande de dientes muy blancos.
Queda mal que sea yo el único aquí dentro que no tiene nombre de mujer, van a pensar que soy maricón. ¿Las cartas? No hay ninguna carta. ¿Crees que la mujer de la clase C escribe cartas? Elisa inventaba todas.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Conseguí una beca de estudios para mi hija de diez años, en una escuela elegante de la zona sur. Todas sus compañeritas van al peluquero, por lo menos una vez a la semana. Nosotros no tenemos dinero para eso, mi marido es conductor de autobús de la línea Jacaré-Cajú, pero dice que va a trabajar horas extras para mandar a Tania Sandra, nuestra hijita, al peluquero. ¿No cree usted que los hijos se merecen todos los sacrificios? Madre Dedicada. Villa Kennedy.
Respuesta: Lave la cabeza de su hija con jabón de coco y colóquele papillotes. Queda igual que en el peluquero. De cualquier manera, su hija no nació para ser muñequita. Ni tampoco la hija de nadie. Coge el dinero de las horas extras y compra otra cosa más útil. Comida, por ejemplo.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Soy bajita, gordita y tímida. Siempre que voy al mercado, al almacén, a la abacería me dejan en la cola. Me engañan en el peso, en el cambio, los frijoles tienen bichos, la harina de maíz está mohosa, cosas así. Acostumbraba sufrir mucho, pero ahora estoy resignada. Dios los está mirando y en el Juicio Final van a pagarlo. Doméstica Resignada. Penha.
Respuesta: Dios no está mirando a nadie. Quien tiene que defenderte eres tú misma. Sugiero que grites, vocees a todo el mundo, que hagas escándalo. ¿No tienes ningún pariente en la policía? Bandido también sirve. Arréglate, gordita.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa: Tengo veinticinco años, soy mecanógrafa y virgen. Encontré a ese muchacho que dice que me ama mucho. Trabaja en el Ministerio de Transportes y dice que quiere casarse conmigo, pero que primero quiere probar. ¿Qué te parece? Virgen Loca. Parada de Lucas.
Respuesta: Escucha esto, Virgen Loca, pregúntale al tipo lo que va a hacer si no le gusta la experiencia. Si dice que te planta, dáselo, porque es un hombre sincero. No eres grosella ni caldo de jilo para ser probada, pero hombres sinceros hay pocos, vale la pena intentar. Fe y adelante, firme.
Fui a almorzar.
A la vuelta Peçanha mandó llamarme. Tenía mi trabajo en la mano.
Hay algo aquí que no me gusta, dijo.
¿Qué?, pregunté.
¡Ah! ¡Dios mío!, qué idea la gente se hace de la clase C, exclamó Peçanha, balanceando la cabeza pensativamente, mientras miraba para el techo y ponía boca de silbido. Quienes gustan ser tratadas con palabrotas y puntapiés son las mujeres de la clase A. Acuérdate de aquel lord inglés que dijo que su éxito con las mujeres era porque trataba a las damas como putas y a las putas como damas.
Está bien. ¿Entonces cómo debo tratar a nuestras lectoras?
No me vengas con dialécticas. No quiero que las trates como putas. Olvida al lord inglés. Pon alegría, esperanza, tranquilidad y confianza en las cartas, eso es lo que quiero.
Dr. Nathanael Lessa. Mi marido murió y me dejó una pensión muy pequeña, pero lo que me preocupa es estar sola, a los cincuenta y cinco años de edad. Pobre, fea, vieja y viviendo lejos, tengo miedo de lo que me espera. Solitaria de Santa Cruz.
Respuesta: Graba esto en tu corazón, Solitaria de Santa Cruz: ni dinero, ni belleza, ni juventud, ni una buena dirección dan felicidad. ¿Cuántos jóvenes ricos y hermosos se matan o se pierden en los horrores del vicio? La felicidad está dentro de nosotros, en nuestros corazones. Si somos justos y buenos, encontraremos la felicidad. Sé buena, sé justa, ama al prójimo como a ti misma, sonríe al tesorero del INPS * cuando vayas a recibir tu pensión.
Al día siguiente Peçanha me llamó y me preguntó si podía también escribir la fotonovela. Producíamos nuestras propias fotonovelas, no es fumeti italiano traducido. Elige un nombre.
Elegí Clarice Simone, eran otros dos homenajes, pero no le dije eso a Peçanha.
El fotógrafo de las novelas vino a hablar conmigo.
Mi nombre es Mónica Tutsi, dijo, pero puedes llamarme Agnaldo. ¿Tienes la papa lista?
Papa era la novela. Le expliqué que acababa de recibir el encargo de Peçanha y que necesitaba por lo menos dos días para escribir.
¿Días? Ja, ja, carcajeó, haciendo el ruido de un perro grande, ronco y domesticado, ladrándole al dueño.
¿Dónde está la gracia?, pregunté.
Norma Virginia escribía la novela en quince minutos. Tenía una fórmula
Yo también tengo una fórmula. Ve a dar una vuelta y te apareces por aquí en quince minutos, que tendrás tu novela lista.
¿Qué pensaba de mí ese fotógrafo idiota? Sólo porque yo había sido repórter policial no significaba que fuera una bestia. Si Norma Virginia, o como fuera su nombre, escribía una novela en quince minutos, yo también la escribiría. A fin de cuentas leí todos los trágicos griegos, los ibsens, los o’neals, los beckets, los chejovs, los shakespeares, las four hundred best television plays. Era sólo chupar una idea de aquí, otra de allá, y listo.
Un niño rico es robado por los gitanos y dado por muerto. El niño crece pensando que es un gitano auténtico. Un día encuentra una moza riquísima y los dos se enamoran. Ella vive en una rica mansión y tiene muchos automóviles. El gitanillo vive en un carromato. Las dos familias no quieren que ellos se casen. Surgen conflictos. Los millonarios mandan a la policía prender a los gitanos. Uno de los gitanos es muerto por la policía. Un primo rico de la muchacha es asesinado por los gitanos. Pero el amor de los dos jóvenes enamorados es superior a todas esas vicisitudes. Resuelven huir, romper con las familias. En la fuga encuentran un monje piadoso y sabio que sacramenta la unión de los dos en un antiguo, pintoresco y romántico convento en medio de un bosque florido. Los dos jóvenes se retiran a la cámara nupcial. Son hermosos, esbeltos, rubios de ojos azules. Se quitan la ropa. Oh, dice la muchacha, ¿qué es ese cordón de oro con medalla claveteada de brillantes que tienes en el pecho? ¡Ella tiene una medalla igual! ¡Son hermanos! ¡Tú eres mi hermano desaparecido!, grita la muchacha. Los dos se abrazan. (Atención, Mónica Tutsi: ¿qué tal un final ambiguo?, haciendo aparecer en la cara de los dos un éxtasis no fraternal, ¿eh? Puedo también cambiar el final y hacerlo más sofocliano: los dos descubren que son hermanos sólo después del hecho consumado; desesperada, la moza salta de la ventana del convento reventándose allá abajo.)
Me gustó tu historia, dijo Mónica Tutsi.
Un pellizco de Romeo y Julieta, una cucharadita de Edipo Rey, dije modestamente.
Pero no sirve para que yo la fotografíe. Tengo que hacer todo en dos horas. ¿Dónde voy a encontrar la rica mansión? ¿Los automóviles? ¿El convento pintoresco? ¿El bosque florido?
Ése es tú problema.
¿Dónde voy a encontrar, continuó Mónica Tutsi, como si no me hubiera oído, los dos jóvenes rubios, esbeltos, de ojos azules? Nuestros artistas son todos medio tirando a mulatos. ¿Dónde voy a encontrar el carromato? Haz otra, muchacho. Vuelvo dentro de quince minutos. ¿Y qué es sofocliano?
Roberto y Betty son novios y van a casarse. Roberto, que es muy trabajador, economiza dinero para comprar un departamento y amueblarlo, con televisión a color, equipo musical, refrigerador, lavadora, enceradora, licuadora, batidora, lavaplatos, tostador, plancha eléctrica y secador de pelo. Betty también trabaja. Ambos son castos. El casamiento está fijado. Un amigo de Roberto, Tiago, le pregunta, ¿te vas a casar virgen?, necesitas ser iniciado en los misterios del sexo. Tiago, entonces, lleva a Roberto a casa de la Superputa Betatrón. (Atención, Mónica Tutsi, el nombre es un toque de ficción científica.) Cuando Roberto llega allí descubre que la Superputa es Betty, su noviecita. ¡Oh! ¡Cielos! ¡Sorpresa terrible! Alguien dirá, tal vez un portero, ¡Crecer es sufrir! Fin de la novela.
Una palabra vale mil fotografías, dijo Mónica Tutsi, estoy siempre en la parte podrida. De aquí a poco vuelvo.
Dr. Nathanael. Me gusta cocinar. Me gusta mucho también bordar y hacer crochet. Y más que nada me gusta ponerme un vestido largo de baile, pintar mis labios de carmesí, darme bastante colorete, ponerme rímel en los ojos. ¡Ah, qué sensación! Es una pena que tenga que quedarme encerrado en mi cuarto. Nadie sabe que me gusta hacer esas cosas. ¿Estoy equivocado? Pedro Redgrave. Tijuca.
Respuesta: ¿Equivocado, por qué? ¿Estás haciendo daño a alguien con eso? Ya tuve otro consultante que, como a ti, también le gustaba vestirse de mujer. Llevaba una vida normal, productiva y útil a la sociedad, tanto que llegó a ser obrero-supervisor. Viste tus vestidos largos, pinta tu boca de escarlata, pon color en tu vida.
Todas las cartas deben ser de mujeres, advirtió Peçanha.
Pero esa es verdadera, dije.
No creo.
Entregué la carta a Peçanha. La miró poniendo cara de policía examinando un billete groseramente falsificado.
¿Crees que es una broma?, preguntó Peçanha.
Puede ser, dije. Y puede no ser.
Peçanha puso su cara reflexiva. Después:
Añade a tu carta una frase animadora, como por ejemplo, escribe siempre.
Me senté a la máquina.
Escribe siempre. Pedro, sé que éste no es tu nombre, pero no importa, escribe siempre, cuenta conmigo. Nathanael Lessa.
Coño, dijo Mónica Tutsi, fui a hacer tu dramón y me dijeron que está calcado de una película italiana.
Canallas, atajo de babosos, sólo porque fui repórter policial me están llamando plagiario.
Calma, Virginia.
¿Virginia? Mi nombre es Clarice Simone, dije. ¿Qué cosa más idiota es esa de pensar que sólo las novias de los italianos son putas? Pues mira, ya conocí una novia de aquéllas realmente serias, era hasta hermana de la caridad, y fueron a ver, también era puta.
Está bien, muchacho, voy a fotografiar esa historia. ¿La Betatrón puede ser mulata? ¿Qué es Betatrón?
Tiene que ser rubia, pecosa. Betatrón es un aparato para la producción de electrones, dotado de gran potencial energético y alta velocidad, impulsado por la acción de un campo magnético que varía rápidamente, dije.
¡Coño! Eso sí que es nombre de Puta, dijo Mónica Tutsi, con admiración, retirándose.
Comprensivo Nathanael Lessa. He usado gloriosamente mis vestidos largos. Y mi boca ha sido tan roja como la sangre de un tigre y el romper de la aurora. Estoy pensando en ponerme un vestido de satén e ir al Teatro Municipal. ¿Qué te parece? Y ahora voy a contarte una gran y maravillosa confidencia, pero quiero que guardes el mayor secreto de mi confesión. ¿Lo juras? Ah, no sé si decirlo o no decirlo. Toda mi vida he sufrido las mayores desilusiones por creer en los demás, Soy básicamente una persona que no perdió su inocencia. La perfidia, la estupidez, la falta de pudor, la bribonería, me dejaron muy impresionada. Oh, cómo me gustaría vivir aislada en un mundo utópico hecho de amor y bondad. Mi sensible Nathanael, déjame pensar. Dame tiempo. En la próxima carta contaré más, tal vez todo. Pedro Redgrave.
Respuesta: Pedro. Espero tu carta, con tus secretos, que prometo guardar en los arcanos inviolables de mi recóndita conciencia. Continúa así, enfrentando altanero la envidia y la insidiosa alevosía de los pobres de espíritu. Adorna tu cuerpo sediento de sensualidad, ejerciendo los desafíos de tu mente valerosa.
Peçanha preguntó:
¿Esas cartas también son verdaderas?
Las de Pedro Redgrave sí.
Extraño, muy extraño, dijo Peçanha golpeando con las uñas en los dientes, ¿qué te parece?
No me parece nada, dije.
Parecía preocupado por algo. Hizo preguntas sobre la fotonovela, sin interesarse, sin embargo, por las respuestas.
¿Qué tal la carta de la cieguita?, pregunté.
Peçanha cogió la carta de la cieguita y mi respuesta y leyó en voz alta: Querido Nathanael. No puedo leer lo que escribes. Mi abuelita adorada me lo lee. Pero no pienses que soy analfabeta. Lo que soy es cieguita. Mi querida abuelita me está escribiendo la carta, pero las palabras son mías. Quiero enviar unas palabras de consuelo a tus lectores, para que ellos, que sufren tanto con pequeñas desgracias, se miren en mi espejo. Soy ciega pero soy feliz, estoy en paz, con Dios y con mis semejantes. Felicidades para todos. Viva el Brasil y su pueblo. Cieguita Feliz. Carretera del Unicornio, Nova Iguacu. P. S. Olvidé decir que también soy paralítica.
Peçanha encendió un puro. Conmovedor, pero Carretera del Unicornio suena falso. Me parece mejor que pongas Carretera de Catavento, o algo así. Veamos ahora tu respuesta. Cieguita Feliz, enhorabuena por tu fuerza moral, por tu fe inquebrantable en la felicidad, en el bien, en el pueblo y en el Brasil. Las almas de aquéllos que desesperan en la adversidad deberían nutrirse con tu edificante ejemplo, un haz de luz en las noches de tormenta.
Peçanha me devolvió los papeles. Tienes futuro en la literatura. Esta es una gran escuela. Aprende, aprende, sé aplicado, no te desanimes, suda la camisa.
Me senté a la máquina.
Tesio, banquero, vecino de la Boca do Mato, en Lins de Vasconcelos, casado en segundas nupcias con Frederica, tiene un hijo, Hipólito, del primer matrimonio. Frederica se enamora de Hipólito. Tesio descubre el amor pecaminoso entre los dos. Frederica se ahorca en el mango del patio de la casa. Hipólito pide perdón al padre, huye de casa y vagabundea desesperado por las calles de la ciudad cruel hasta ser atropellado y muerto en la Avenida Brasil.
¿Cuál es la salsa aquí?, preguntó Mónica Tutsi.
Eurípides, pecado y muerte. Voy a contarte una cosa: Yo conozco el alma humana y no necesito de ningún griego viejo para inspirarme. Para un hombre de mi inteligencia y sensibilidad basta sólo mirar en torno. Mírame bien a los ojos. ¿Has visto una persona más alerta, más despierta?
Mónica Tutsi me miró fijo a los ojos y dijo:
Creo que estás loco.
Continué:
Cito los clásicos sólo para mostrar mis conocimientos. Como fui repórter policial, si no lo hiciera no me respetarían los cretinos. Leí miles de libros. ¿Cuántos libros crees que ha leído Peçanha?
Ninguno. ¿La Frederica puede ser negra?
Buena idea. Pero Tesio e Hipólito tienen que ser blancos.
Nathanael. Yo amo, un amor prohibido, un amor vedad. Amo a otro hombre. Y él también me ama. Pero no podemos andar por la calle de la mano, como los demás, besarnos en los jardines y en los cines, como los demás, tumbarnos abrazados en la arena de las playas, como los demás, bailar en las boites, como los demás. No podemos casarnos, como los demás, y juntos enfrentar la vejez, la enfermedad y la muerte, como los demás. No tengo fuerzas para resistir y luchar. Es mejor morir. Adiós. Ésta es mi última carta. Manda decir una misa por mí. Pedro Redgrave.
Respuesta: ¿Qué es eso, Pedro? ¿Vas a desistir ahora que encontraste tu amor? Osear Wilde sufrió el demonio, fue desmoralizado, ridiculizado, humillado, procesado, condenado, pero aguantó la embestida. Si no puedes casarte, arrímate. Hagan testamento, uno a favor del otro. Defiéndanse. Usen la ley y el sistema en su beneficio. Sean, como los demás, egoístas, encubridores, implacables, intolerantes e hipócritas. Exploten. Expolien. Es legítima defensa. Pero, por favor, no hagan ninguna locura.
Mandé la carta y la respuesta a Peçanha. Las cartas sólo eran publicadas con su visto bueno.
Mónica Tutsi apareció con una muchacha.
Ésta es Mónica, dijo Mónica Tutsi.
Qué coincidencia, dije.
¿Qué coincidencia, qué?, preguntó la muchacha Mónica.
Que tengan el mismo nombre, dije.
¿Se llama Mónica?, preguntó Mónica apuntando al fotógrafo.
Mónica Tutsi. ¿Tú también eres Tutsi?
No. Mónica Amelia.
Mónica Amelia se quedó royendo una uña y mirando a Mónica Tutsi.
Tú me dijiste que tu nombre era Agnaldo, dijo ella.
Allá afuera soy Agnaldo. Aquí dentro soy Mónica Tutsi.
Mi nombre es Clarice Simone, dije.
Mónica Amelia nos observó atentamente, sin entender nada. Veía dos personas circunspectas, demasiado cansadas para bromas, desinteresadas del propio nombre.
Cuando me case mi hijo, o mi hija, va a llamarse Hei Psiu, dije.
¿Es un nombre chino?, preguntó Mónica.
O bien Fiu Fiu, silbé.
Te estás volviendo nihilista, dijo Mónica Tutsi, retirándose con la otra Mónica.
Nathanael. ¿Sabes lo que es dos personas que se gustan? Éramos nosotros dos, María y yo. ¿Sabes lo que es dos personas perfectamente sincronizadas? Éramos nosotros dos, María y yo. Mi plato predilecto es arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. ¿Imaginas cuál era el de María? Arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. Mi piedra preciosa preferida es el Rubí. La de María, verás, era también el Rubí. Número de la suerte, el 7; color, el Azul; día, el Lunes; película, del Oeste; libro, El Principito; bebida, Cerveza; colchón, el Anatón; equipo, el Vasco da Gama; música, la Samba; pasatiempo, el Amor; todo igualito entre ella y yo, una maravilla. Lo que hacíamos en la cama, muchacho, no es para presumir, pero si fuera en el circo y cobráramos la entrada nos hacíamos ricos. En la cama ninguna pareja jamás fue alcanzada por tanta locura resplandeciente, fue capaz de performance tan hábil, imaginativa, original, pertinaz, esplendorosa y gratificante como la nuestra. Y repetíamos varias veces por día. Pero no era sólo eso lo que nos unía. Si te faltara una pierna continuaría amándote, me decía. Si tú fueras jorobada no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueras sordomudo continuaría amándote, decía ella. Si tú fueras bizca no dejaría de amarte, yo respondía. Si estuvieras barrigón y feo continuaría amándote, decía ella. Si estuvieras toda marcada de viruela no dejaría de amarte, yo respondía. Si fueras viejo e impotente continuaría amándote, decía ella. Y estábamos intercambiando estos juramentos cuando un deseo de ser verdadero me golpeó, hondo como una puñalada, y le pregunté, ¿y si no tuviera dientes, me amarías?, y ella respondió, si no tuvieras dientes continuaría amándote. Entonces me saqué la dentadura y la puse encima de la cama, con un gesto grave, religioso y metafísico. Quedamos los dos mirando la dentadura sobre la sábana, hasta que María se levantó, se puso un vestido y dijo, voy a comprar cigarros. Hasta hoy no ha vuelto. Nathanael, explícame qué fue lo que sucedió. ¿El amor acaba de repente? ¿Algunos dientes, miserables pedacitos de marfil, valen tanto? Odontos Silva.
Cuando iba a responder apareció Jacqueline y dijo que Peçanha me estaba llamando.
En la oficina de Peçanha había un hombre con gafas y patillas.
Éste es el Dr. Pontecorvo, que es…, ¿qué es usted realmente?, preguntó Peçanha.
Investigador motivacional, dijo Pontecorvo. Como iba diciendo, hacemos primero un acopio de las características del universo que estamos investigando. Por ejemplo: ¿quiénes son los lectores de Mujer? Vamos a suponer que es mujer y de la clase C. En nuestras investigaciones anteriores ya estudiamos todo sobre la mujer de la clase C, dónde compra sus alimentos, cuántas bragas tiene, a qué hora hace el amor, a qué horas ve la televisión, los programas de televisión que ve, en suma, un perfil completo.
¿Cuántas bragas tiene?, preguntó Peçanha.
Tres, respondió Pontecorvo, sin vacilar.
¿A qué hora hace el amor?
A las veintiuna treinta, respondió Pontecorvo con prontitud.
¿Y cómo descubren ustedes todo eso? ¿Llaman a la puerta de doña Aurora, en el conjunto residencial del INPS, abre la puerta y ustedes le dicen a qué hora se echa su acostón? Escucha, amigo mío, estoy en este negocio hace veinticinco años y no necesito a nadie para que me diga cuál es el perfil de la mujer de la clase C. Lo sé por experiencia propia. Ellas compran mi diario, ¿entendiste? Tres bragas… Ja!
Usamos métodos científicos de investigación. Tenemos sociólogos, psicólogos, antropólogos, especialistas en estadísticas y matemáticos en nuestro staff, dijo Pontecorvo, imperturbable.
Todo para sacar dinero a los ingenuos, dijo Peçanha con no disimulado desprecio.
Además, antes de venir para acá, recogí algunas informaciones sobre su diario, que creo pueden ser de su interés, dijo Pontecorvo.
¿Y cuánto cuesta?, preguntó Peçanha con sarcasmo.
Se la doy gratis, dijo Pontecorvo. El hombre parecía de hielo. Hicimos una miniinvestigación sobre sus lectores y, a pesar del tamaño reducido de la muestra, puedo asegurarle, sin sombra de duda, que la gran mayoría, la casi totalidad de sus lectores, está compuesta por hombres, de la clase B.
¿Qué?, gritó Peçanha.
Eso mismo, hombres, de la clase B.
Primero, Peçanha se puso pálido. Después se fue poniendo rojo, y después violáceo, como si lo estuvieran estrangulando, la boca abierta, los ojos desorbitados, y se levantó de su silla y caminó tambaleante, los brazos abiertos, como un gorila loco en dirección a Pontecorvo. Una imagen impactante, incluso para un hombre de acero como Pontecorvo, incluso para un ex-repórter policial. Pontecorvo retrocedió ante el avance de Peçanha hasta que, con la espalda en la pared, dijo, intentando mantener la calma y compostura: Tal vez nuestros técnicos se hayan equivocado.
Peçanha, que estaba a un centímetro de Pontecorvo, tuvo un violento temblor y, al contrario de lo que yo esperaba, no se tiró sobre el otro como un perro rabioso. Agarró sus propios cabellos y comenzó a arrancárselos, mientras gritaba: farsantes, estafadores, ladrones, aprovechados, mentirosos, canallas. Pontecorvo, ágilmente, se escabulló en dirección a la puerta, mientras Peçanha corría tras él arrojándole los mechones de pelo que había arrancado de su propia cabeza. ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Clase B!, graznaba Peçanha, con aire alocado.
Después, ya totalmente sereno —creo que Pontecorvo huyó por las escaleras—, Peçanha, nuevamente sentado detrás de su escritorio, me dijo: Es a ese tipo de gente a la que el Brasil está entregado, manipuladores de estadísticas, falsificadores de informaciones, patrañeros con sus computadoras creando todos la Gran Mentira. Pero conmigo no podrán. Puse al hipócrita en su sitio, ¿o no?
Dije cualquier cosa, concordando. Peçanha sacó la caja de mata-ratas del cajón y me ofreció uno. Permanecimos fumando y conversando sobre la Gran Mentira. Después me dio la carta de Pedro Redgrave y mi respuesta, con su visto bueno, para que la llevara a composición.
En mitad del camino verifiqué que la carta de Pedro Redgrave no era la que yo le había enviado. El texto era otro:
Apreciado Nathanael, tu carta fue un bálsamo para mi corazón afligido. Me dio fuerzas para resistir. No haré ninguna locura, prometo que…
La carta terminaba ahí. Había sido interrumpida en la mitad. Extraño. No entendí. Había algo equivocado.
Fui a mi mesa, me senté y comencé a escribir la respuesta al Odontos Silva:
Quien no tiene dientes tampoco tiene dolor de dientes. Y como dijo el héroe de la conocida pieza Mucho ruido y pocas nueces, nunca hubo un filósofo que pudiera aguantar con paciencia un dolor de dientes. Además de eso, los dientes son también instrumentos de venganza, como dice el Deuteronomio: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Los dientes son despreciados por los dictadores. ¿Recuerdas lo que dijo Hitler a Mussolini sobre un nuevo encuentro con Franco?: Prefiero arrancarme cuatro dientes. Temes estar en la situación del héroe de aquella obra Todo está bien si al final nadie se equivoca, sin dientes, sin gusto, sin todo. Consejo: ponte los dientes nuevamente y muerde. Si la dentellada no fuera buena, da puñetazos y puntapiés.
Estaba en la mitad de la carta del Odontos Silva cuando comprendí todo. Peçanha era Pedro Redgrave. En vez de devolverme la carta en que Pedro me pedía que mandara rezar una misa y que yo le había entregado junto con mi respuesta hablando sobre Oscar Wilde, Peçanha me entregó una nueva carta, inacabada, ciertamente por equivocación, y que debía de llegar a mis manos por correo.
Cogí la carta de Pedro Redgrave y fui a la oficina de Peçanha.
¿Puedo entrar?, pregunté.
¿Qué hay? Entra, dijo Peçanha.
Le entregué la carta de Pedro Redgrave. Peçanha leyó la carta y advirtiendo el equívoco que había cometido, palideció, como era su natural. Nervioso, revolvió los papeles de su mesa.
Todo era una broma, dijo después, intentando encender un puro. ¿Estás disgustado?
En serio o en broma, me da lo mismo, dije.
Mi vida da para una novela…, dijo Peçanha. Esto queda entre nosotros, ¿de acuerdo?
Yo no sabía bien lo que él quería que quedara entre nosotros, que su vida daba para una novela o que él era Pedro Redgrave. Pero respondí:
Claro, sólo entre nosotros.
Gracias, dijo Peçanha. Y dio un suspiro que cortaría el corazón de cualquiera que no fuera un ex-repórter policial.


Sobre el autor.
Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 11 de mayo de 1925) es un escritor y guionista de cine brasileño.

lunes, 4 de agosto de 2014

CONTINUIDAD EN LOS PARQUES de Julio Cortázar

         Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
         Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subio los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oidos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

viernes, 1 de agosto de 2014

ACEITE DE PERRO de Ambrose Bierce

   Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

   A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
   
   Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.

   Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.

   Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!

   Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.

   Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.

   A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.

   Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.

   Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

sábado, 28 de junio de 2014

UNA HISTORIA DE BARRIO



   “Yo fui quien le asesiné”, me confesó. Su mirada se perdía en la frondosidad del parque adyacente al campus universitario, mientras la plomiza desolación que exhalaba su cuerpo se hundía irremisiblemente sobre el césped seco en el que estábamos sentados. Le llamaban Mikel, aunque en la intimidad prefería que le nombrasen Susi. Era joven, no había cumplido aún los 19 años, la misma edad de su amigo Damián, el asesinado. Ambos nacieron en el mismo barrio, en el extrarradio de la ciudad y ambos estudiaron siempre en los mismos colegios. Desde muy pequeños recorrían juntos el camino hacia la escuela y la vuelta infernal a casa, en la que Damián, más fuerte, grande y musculoso le defendía de los chicos que le humillaban por ser un “mariquita”. “¡Por ahí llega el bujarrón!”, gritaban todos cuando le veían llegar, preparados ya con las primeras piedras y palos en las manos. Y si alguna piedra le hería era también su amigo quien le curaba y calmaba su dolor. “Él no era homosexual, señor periodista, tiene que prometerme que lo dirá en el artículo. Nunca antes de mi proposición tuvo relaciones con otros hombres, al contrario, le encantaban las chicas, siempre me decía que no tenía novia porque escoger a una significaba renunciar a las demás. Así era él, un toro noble y leal, incapaz de engañar a nadie”. Dos diamantes líquidos, plenos de sol, comenzaron a descender por su rostro. “¿A qué proposición te refieres?”, le pregunté. “Fue hace unos meses, al principio del curso –me contestó. Las nuevas tasas universitarias nos impedían la realización de nuestros sueños. Él quería ser veterinario y yo siempre quise ser enfermero, pero con nuestras familias en paro y sumidos en la pobreza quién nos iba a pagar la carrera. Nuestras notas siempre fueron buenas, pero las becas concedidas no nos alcazaba, aún menos con la nueva merma del ministerio de educación. O lográbamos dinero por nuestra cuenta o tendríamos que renunciar a la universidad. E hicimos todo lo posible por encontrar trabajo, créame, pero con el desempleo actual y sin preparación quién iba a contratarnos, de modo que localicé una página de contactos por internet y nos anunciamos como prostitutos, un dúo de activo y pasivo dispuesto a realizar un trío con cualquiera que acordara pagarnos 100 euros por hora. Yo dejaba seco al cliente, mientras él se dejaba hacer mamadas o enculaba a quien se lo exigía. Al principio nos fue bien, la mayoría de los clientes eran viejos pudientes y discretos, muchos casados, a los que les sobraba el dinero y nos lo entregaban con facilidad, inconscientes de nuestra necesidad imperiosa. Después, desprendidos de los nervios y temores iniciales, el sexo secreto se convirtió en normalidad rutinaria donde todo era sencillo y placentero. Hasta el día que nos llamó aquel hijo de puta”.

   El hijo de puta no resulto ser un viejo de doble vida, pleno de prejuicios en su cara iluminada al público e inconfesables perversiones en el lado oscuro de su luna, sino un chico de su edad y de su mismo barrio. “Le reconocí enseguida y entonces supe que la cita, en realidad, era una emboscada. Nos pareció extraño el encuentro, en una nave industrial de las afueras, pero al teléfono dijeron ser dos cincuentones con ganas de follarse carne fresca y nos lo creímos. Damián se empeño en acompañarme, a pesar de que decían ser activos y de asegurarle que yo podría saciar a los dos. Nos abrió la puerta un señor mayor, entramos en el local y echó el cerrojo e, inmediatamente, bajaron cinco chicos por una escalera metálica. ¡Por fin llegó la hora de la caza, maricones de mierda!, gritaban a coro. Se situaron alrededor, rodeándonos en círculo. Todos eran musculosos, con pintas de enganchados a las inyecciones de esteroides. Tres de ellos rapados y todos con vestimenta pseudomilitar y botas de cuero con punta de acero. Él era uno de ellos, Inocencio, el vecino de Damián, hijo de una familia tan pobre como la nuestra, pero con un padre que, como él, odiaba a todo el mundo y una madre sumisa que, aún así, nunca pudo evitar los golpes. Damián se encaró enseguida a Inocencio, no era la primera vez. Inocencio siempre fue el líder de la manada de lanzadores de piedra y en un par de ocasiones mi amigo le partió la nariz cuando no éramos más que unos niños. Luego, durante un par de años  desapareció del barrio, hasta aquel fatídico momento. Estaba hinchado, más grande, pero sus ojos aún mantenían esa mirada de hiena cobarde y traidora. Los otros cuatro sujetaron a Damián e Inocencio comenzó a golpearle con una barra de hierro en la cabeza y yo, maldito cobarde, no supe hacer otra cosa que llorar y suplicarles por su vida. Después me tocó el turno a mí que, enseguida, perdí el conocimiento, hasta que desperté en un descampado, malherido y junto al cadáver de mi amigo. ¿Entiende usted ahora porque digo que lo maté? Damián nunca se hubiera prostituido si no lo hubiese convencido yo y nunca dejaré de sentirme culpable por ello”. “No debes castigarte, tu no eres responsable de su muerte”, le consolé, sin saber muy bien cómo abrazarle sin producir aún más dolor en su frágil cuerpo, todavía dibujado por múltiples cardenales.

   No quise incidir más en la entrevista y dejé a Mikel sumido en su desolación. Ya tenía su narración de los hechos, con la que estructuraría la parte inicial de mi artículo y no era necesario provocarle más dolor. Ahora debía dar forma a la parte final de esta historia y para ello debía entrevistarme con Inocencio en la cárcel en la que estaba recluido. Y dos días después las autoridades me concedieron el encuentro. Fue en una amplia sala común, en la tarde más tórrida de agosto, junto a otros presos que eran visitados por familiares, amigos o abogados. Inocencio se presentó en camisa de tirantas y pantalón corto, dejando al descubierto sus antebrazos tatuados. En uno de ellos resaltaba una cruz gamada de grandes dimensiones y, en el otro, el número 88, saludo entre los nazis y símil de la doble H (Heil Hitler). “Usted era vecino de la víctima, ¿no es así?”, le pregunté de sopetón. “Sí, ¿y sabe usted cómo se siente uno oliendo cada día a maricón? Yo se lo diré: me sentía sucio, como si oliese a mierda o a algo podrido, un terrible y nauseabundo hedor que se expandía por todo el puto barrio. Todo el mundo olía en mi la asquerosa mierda de aquel maricón”, me contestó con tono amenazante. Golpeó con puño cerrado sobre la mesa, mientras la otra mano se aferraba a su rodilla, preparado para impulsar su cuerpo sobre mí. “Tranquilícese -le sugerí. Sólo he venido a hacerle unas preguntas. Soy periodista y he de escribir sobre los hechos ocurridos. Ya conozco la versión de Mikel, el chico homosexual, pero me falta la suya. Para mí es importante lo que me tenga que decir”. Retrocedió y  apoyó sus hombros sobre el respaldo de la silla.  Su rictus retador desapareció, dibujándose una mueca de sonrisa en sus labios. “Sí que tiene aguante el bujarrón, todos pesábamos que estaba muerto. Pero, dígame, ¿voy a salir de nuevo en los periódicos?”. “Sí, con nombre y apellidos”. “Pues dispare. ¿Qué quiere saber?”. “Mikel me ha confesado que durante la niñez siempre fueron enemigos y que no sufrió más palizas suyas porque su vecino Damián le defendía”. “Sí, mi vecino prefería la compañía de esa maricona antes que la de los colegas del barrio. No sé que le vería la Vane a un mierda como ese”. “¿La Vane?”. “La rubia más guapa del barrio y la más estúpida. Ahora tendrá que buscarse a un hombre de verdad porque del marica ese tan sólo podrá tocar su lápida”. “¿Ella fue la razón por lo que abandonó el barrio?”. “Por ella y por salir de toda la porquería que contenía. Me asfixiaba, ¿comprende?, rodeado de tipos a los que no les importaba humillarse ante la denigrante autoridad, desgraciados que retozaban en la miseria y refocilaban sus pasiones con moros y negras y sudacas, esclavos de la ley que les condenaba a la pobreza. Gente miserable: vagabundos, desempleados, musulmanes del puto Alá, negros apestosos, maricones y tortilleras, todos parásitos sacacuartos a los que los españoles tenemos que alimentar cuando no nos roban el trabajo”. “¿Fue entonces cuando entró a formar parte de la Hermandad?”, le pregunté sin mostrar acritud. Su semblante se iluminó, como el de un forofo del fútbol dispuesto a hablar del equipo de su alma. “La Hermandad fue lo mejor que me ha ocurrido en la vida. Pude alimentar a la familia gracias a su generosidad. Consiguieron que mi padre dejara de golpearnos a mi madre y a mí y ahora me respeta y ejecuta cuanto ordeno. Me educaron en los valores fundamentales de todo español que se precie y me mostraron el camino ejemplar de todo hombre con orgullo de pertenencia a su especie. Ellos me dieron la fuerza y la voluntad necesaria para combatir hasta la muerte a los enemigos de nuestra Patria. Me transformaron en el hombre heroico que ahora soy. Todo se lo debo a ellos. Y todos estamos unidos en una única familia que crece sin parar”. No pude contenerme más, aquel criminal se vanagloriaba de su clan, sin ser consciente aún de que éste le había destrozado la vida. “Pero ellos son los que te obligaron a asesinar a un inocente, los que te han traído hasta aquí, donde permanecerás encerrado 20 años según la condena impuesta por el juez. Ellos son los que te han desgraciado el futuro y la vida. ¿Tan ciego estás que no lo puedes ver?”, le espeté, armado de valor. Entonces, despegó su espalda de la silla y se levantó, mirándome a los ojos fijamente, en clara actitud amenazante, golpeó nuevamente la mesa y me gritó, mientras acercaba sus puños cerrados a mi cara: “¿Quién es usted, en realidad, otro maldito maricón, un rojo hijo de puta, un cabrón defensor de negratas y moros de mierda o un pijo de esos que se llaman a sí mismo progresista?”. Estuve a punto de caerme de la silla, pero logré recomponerme. Todos en la sala se callaron de repente y miraron hacia nosotros, esperando el inicio de una pelea que rompería el agradable ambiente de visitas. Pero permanecí sentado y controlé los nervios cuanto pude y en un tono conciliador le dije: “Relájese y mire a su alrededor, por favor. ¿Acaso ve a algún enemigo real del que sea necesario defenderse? Aquí nadie le quiere atacar, aquí reside la paz y la concordia porque es un día de reencuentro. Aquí todos queremos lo mismo: tan sólo hablar”. “Tú y yo, hipócrita del carajo, no hablamos el mismo idioma porque no nacimos en el mismo barrio -me insultó. Por eso concebimos el mundo de forma distinta. Y en mi mudo, entérese de una puta vez, todo es una selva en la que el lobo siempre acaba devorando a Bambi”.   

  



UNA HISTORIA LITERARIA

“Al final ¿qué nos queda?,
 un puñado de huesos,
una huella en el agua,
un lugar que no es nuestro.”

    Con estos versos finalizó el autor su intervención. La sala estaba triste, desangelada y fría. Todos esperaban mayor asistencia, sin embargo no pasábamos de la quincena. La única excepción fue el día que invitaron a un autor que colaboraba de forma asidua en un programa rosa de la televisión. Aquel día el local se quedó pequeño; no cómo hoy, tan menguante de expectación. ¿Falta de información? No es el caso, pues recibí, a través de un correo viral, la anunciación del recital poético en la sala principal de nuestra Excelentísima Diputación. El mismo nos presentaba a un insigne catedrático de literatura (así versaba el texto), ganador continuo de certámenes poéticos, presidente de los críticos y ensayista, traductor y traducido, académico y métrico excepcional, junto a algunos poemas de su última obra: “Lánguida bohemia” y de la que aún resuenan sus versos finales en la sala. Podíamos oler la fragancia melosa del alhelí en el ambiente y oír todavía en forma de susurro el canto imperceptible de un celeste ruiseñor. Poesía pura, manantial ígneo del alma como catarsis del dolor inherente a la existencia. Aplaudimos. Éramos unos quince, algunos con la manicura perfecta y un aire impoluto de lánguidos bohemios; por aquí Valle-Inclán, por allá Max Estrella y en las primeras filas el Marqués de Bradomín, sin faltar la niña Chole con su tiburón oculto entre las piernas. Amantes de las letras, lo snob y la apariencia modernista del intelecto. Los demás éramos el presentador, personal del área de cultura de la Diputación, otro periodista y yo. “Al final ¿qué nos queda?”, susurré, sin apercibirme, mientras escribía sus últimos versos en mi libreta. “Un puñado de huesos, una huella en el agua, un lugar que no es nuestro”, repitió el autor y nos miró sonriente y pletórico como si nos hubiese anunciado una incógnita e irrebatible máxima filosófica. “Pues yo el agua ni para beberla… Donde se ponga un buen rioja…”, expuso irónico Max. Todos reían a carcajadas. El Marqués de Bradomín, ansioso por contentar al autor, le miró cómplice y, guiñándole un ojo, le dijo: “Hombre, yo intentaré que la tierra en la que me entierren pertenezca a mis descendientes”. “Amigo, por mucho que hayamos creído conseguir en la vida, materiales, prestigio e, incluso, nuestra propia obra, nada será nuestro cuando ya no estemos”, contestó el autor. Y todos dejaron de reír, atentos a su sentencia. “¿Y el asombro?”, le pregunté. “Perdone, no le entiendo”, me dijo. 

    Afuera, en la calle, un estruendo de voces crecía y se colaba como un rumor molesto por las ventanas. Era un grupo de personas gritando consignas contra la Diputación, y el sonido de las sirenas policiales que los rodeaban en la plaza. Se quejaban ante la institución provincial de no poder pagar los libros y el comedor de sus hijos. Estaba a punto de comenzar el nuevo curso y los recortes económicos en educación como consecuencia de la crisis económica habían cercenado el sistema de becas, dejando desamparados a los hijos de miles de familias que ya carecían de los recursos esenciales.

 “El asombro, esa sensación maravillosa que sentimos al ver por primera vez el mar, al oír estremecerse el paisaje que contemplamos o al percibir el roce de aquellos juveniles labios que, primeros, nos besaron. Eso nos quedará, porque a nadie podrá ser legado, únicamente te pertenecerá a ti, eternamente”, le aclaré. “No parece usted un periodista, ¿acaso es también poeta?”, me preguntó. “No, ¡líbreme Dios!, -le contesté. Lo fui durante un escaso tiempo pero, afortunadamente, recuperé la conciencia. Soy de los que prefieren vivir en paz consigo mismo, sin presiones, compromisos perversos o teniendo que aguantar a burgueses pedantes y endiosados que tratan de alcanzar la gloria poetizando sus vidas anodinas. Ya ve, no todos estamos tan interesados en la acumulación de propiedad mientras estamos vivos, ni en la grandiosidad de su hueco curriculum”. El poeta me miró con esa extrañeza sutil con la que se suele observar a un friki, mezcla paradójica de indiferencia y curiosidad y, volviendo la cabeza hacia el centro de la sala, comentó: “Es duro y doloroso oír hablar así de uno de los oficios más dignos y excelsos desde Virgilio e Ibn Hazm, el canto a la belleza suprema y a la levedad y vulnerabilidad del alma humana ante la inmensidad del universo y la brevedad de la vida. Sin embargo, ya sabemos que todos los poetas tuvieron enemigos y algunos, como Machado, se vieron obligados a morir en el exilio”. “Ya – comenté, mirando fijamente al poeta. Pero los tiempos han cambiado, ¿verdad? Ya los hombres prestigiosos y titulados de este país no se la juegan escribiendo poemas que contengan la verdad, ahora duermen bajo el ala del partido político que los agasaja. Ya no quieren formar parte de esa nómina de huesos de la que, con tanto dolor, nos hablaba Vallejo. Ahora se dejan querer y devuelven el cariño sin demasiadas exigencias. El libro que nos acaba de leer es su segundo poemario, también premiado, como el primero, ambos por jurados formados por compañeros suyos en la asociación de críticos, otros poetas a los que usted también premió anteriormente cuando fue miembro del tribunal de turno. Y tras los premios llegó la publicación del libro a cargo de la institución pertinente y la gira por los distintos edificios oficiales a la estimulante cantidad de 400 euros por una hora de lectura; claro que eso depende del caché, pues en algunas ocasiones el emolumento puede superar con creces las cuatro cifras. ¡Cómo no cantar a la belleza o a esas hadas que tan bien le cuidan! Sería de desagradecidos hablar en sus poemas del fracaso del ser humano, esa masa impotente que ahora grita en las calles o de esos millones de anónimos que se desangran sobre las cuchillas de alguna verja fronteriza, ¿no es así?” El poeta empequeñeció de golpe. Se hizo el silencio durante unos segundos en la sala y, de repente, el Marqués de Bradomín se puso en pie, palmeó sus manos y dijo: “, señores, creo que ya es la hora del aperitivo”. La Delegada de Cultura de la Diputación me miró de forma amenazante, pero contuvo al tiburón que guardaba entre sus piernas y dio por concluido el acto, no sin antes agradecer profundamente la visita de tan ínclito catedrático y poeta. 

   Después salieron todos juntos de la sala, como borreguitos frágiles y sumisos, ignorando mi presencia a su paso. Todos menos Valle Inclán que había salido unos minutos antes con la excusa de fumar un cigarrillo y ya no lo volví a ver. Al salir, pude observar al poeta repartiendo ejemplares de sus libros entre los manifestantes de la calle y escuchar cómo comentaba al oído de la niña Chole: “¡Qué sería del pueblo sin la cultura!”. 

    Finalmente, el grupo se redujo a seis miembros que entraron en el restaurante de moda en la ciudad. Allí, entre taquitos de rape, gambas y jamón de Huelva y excelentes caldos, el autor firmaría el recibo del pago recibido, hablaría, con íntima complicidad, de proyectos y otros libros fútiles en construcción y bostezaría un par de veces antes de marcharse hacia otro lugar que tampoco era suyo, la suite del céntrico hotel reservada por la Excelentísima Diputación. Y, cuando el sueño abrazó por fin al poeta, limpiadores municipales regaban la calle, borrando el agua toda huella de basura.

martes, 6 de mayo de 2014


  •    Este jueves, 8 de Mayo, leeré 6 "Historias (breves) de la puta crisis" 6 en la sala-bar 1900 (junto a la plaza Niña) en Huelva. El acto dará comienzo a las 21,30 horas. Aviso: habrá cornadas que despertarán conciencias. Y buen ambiente, si lo hacéis posible con vuestra asistencia.



lunes, 28 de abril de 2014

EN TORNO A LA EDUCACIÓN

   Ayer la conversación derivó en torno al mundo educativo, sobre un informe recién salido de no sé donde que viene a decir que el nivel académico de los españoles no se ahoga de milagro. Lo cierto es que la redicha estirada que sacó la conversación quería hablar, en realidad, de una compañera y folladora promiscua (según ella misma criticó), a la que envidiaba a rabiar por su excepcional facilidad para encontrar trabajo, ya fuese de modelo, camarera nocturna, periodista y, ahora, profesora de primaria en un colegio de monjas. Precisamente la especialidad de esa estirada comida ya por las telarañas del paro. ¡Qué jodida es la envidia! “La chica es mona y no se le conoce compromiso –le dije. ¿Qué hay de malo en que se dedique a repartir alegrías?” “¿Alegrías? ….Con esa nariz de águila carroñera”, me contestó, imitando con la mano el golpeteo de una tarjeta sobre la mesa, y luego pasó a relatarnos la verdaderas razones de su desagrado. Al parecer, promiscua y estirada compartían la misma carrera académica: Magisterio. Ambas eran maestras de profesión y mientras una se lo había pasado pipa a lo largo de estos años, con trabajos y juergas a raudales, la otra tenía callos en los codos de los años que le costó doblegar al fin los cursos, para acabar en breves sustituciones o en eternas esperas en el paro. Y, ahora, ese coño disoluto y procaz se encargaba de la educación de los niños pijas en un colegio católico y, encima, se jactaba en su página de facebook de la facilidad de la carrera de magisterio, en la que, según sus mismas palabras: ni tan siquiera era necesario estudiar. “¿Qué nivel educativo vamos a tener en este país si cualquiera que se abra de piernas puede lograr un título académico sin estudiar ni esforzarse e, inmediatamente, impartir clases?” – me preguntó. “Pues sí que tiene que ser cachonda la tipa esa. O sea, que no hace ascos ni a carne ni a pescado y hasta consigue follarse a monjas. ¡Eso sí que es tener arte!” -le contesté. Me incorporé en el asiento, la miré a los ojos y le dije: “Mira, mi querida estirada, el problema del nivel educativo existente en España comienza en los claustros iniciales del curso, cuando la primera y más urgente preocupación de los profesores es la de conseguir los mejores horarios”. Ella también se incorporó, alargando aún más su cuerpo de garza, y me dijo: “Como se nota que nunca has estado en un claustro y no sabes de lo que hablas, además no todos los profesores viven a la misma distancia de la escuela”. “Ni todos los coños se liberan de las excusas, ¿verdad?”, le contesté.

martes, 22 de abril de 2014

MAGIA Y FE


   Se marcha ya, entre sombras, esta larga Semana Santa y son tantas las cosas que quisiera quemar: los costaleros subnormales inyectados de esteroides, los tambores que llaman a la muerte, la del mago García Márquez, ese olor a incienso, perenne, que te aleja de tu olor humano, inmundo y humano, y mortal, como las llamas de los cirios alumbrando tan solo oscuridad o esa lluvia de cristales que no cesa, sotanas sin alas revoloteando en la noche como avispas y la masa obnubilada por tan sutiles espejismos, la ropa de domingo cada tarde, los muñequitos enjoyados, la calle abarrotada, y tú en medio, como una cárcel de ciegas esperanzas, los niños del botafumeiro, alzando el humo al cielo, los de la bola de cera y capirote , bien encerados por la pátina eclesial, la sangre en las manos de los tamborileros, la fiesta, el jolgorio, de todos menos del muerto, y el silencio inmenso, esa terrible estridencia. Son tantas las cosas que quisiera quemar que se me chamusca el corazón tan sólo de pensarlo.

   Se marcha ya, entre sombras, esta larga Semana Santa y de nuevo amanecerá la luz de la ilustración. ¡Mejor estar atento al alumbramiento del asombro que perder el tiempo prendiendo hogueras! Estar atento, esperar. Esperar el parto milagroso y eterno de las mariposas amarillas, el deshielo de la sangre, el manantial incesante que mana en los ojos de los niños, el despertar de los sentidos, el hambre placentera, ese pálpito antes inconfesable de la hembra, la carne erizada a flor de piel, la llamarada de sonrisas que nos marcan las estrellas, la incógnita y su desvelo, el mágico desciframiento del misterio, la luz regalándonos los ojos (regalo que perdemos si dejamos de creer). ¿De qué sirve odiar, quemarte las manos y la mente y hasta el corazón prendiendo hogueras? Lo mágico, lo extraordinario, ocurre a cada instante y la ceguera del odio nos impide verlo. La ira nos ciega, nos vuelve huraños, nos convierte en erizos espalda contra espalda, luchando por tan exigua madriguera, palacios de mísera tristeza. ¿Qué sentido tiene? Cuando el mundo abre sus alas amarillas como una liviana mariposa cada día, frente a nosotros.


   Pronto los tamborileros de la alegría se impondrán. Ayer sonaba la flauta del tamboril en mi calle. El sol ya restalla en los cristales y las terrazas erupcionan su volcán de insectos. Pero la luz también puede cegarnos si mantenemos fija la mirada demasiado tiempo. Somos insectos vapuleados por el viento, por la corriente que más tira, con más fuerza o mejor maña. En tan sólo semanas tomarán las calles los caballos y las mariposas revolotearán alrededor de sus boñigas. Un arcoíris de color eclosionará en nuestra retina, renacerá la vida, volverá el maravilloso espectáculo de la existencia. Mujeres convertidas en claveles nos regalarán su aroma y los hombres querrán ser todos señoritos elegidos bajo el calor de los sueños más primaverales. Se impondrán las ganas de aventuras, la de recorrer caminos en romería, de abrazar el árbol antes de que ellos vengan a decirnos que sobre ese tronco tuvo lugar la aparición y nos traigan a otra Virgen y luego el Cristo y finalmente la crucifixión, el instrumento de tortura, el temor.

lunes, 21 de abril de 2014

EL CÍRCULO DEL AGUA



1.)    Abre el grifo de tu casa, llena el vaso, bebe y conocerás tu historia.
   Descienden a Jesús de la cruz. María humedece su frente con una esponja empapada. Las gotas resbalan por su rostro y caen al suelo. Hace un calor asfixiante y las gotas, sorbidas por las nubes antes de ser tragadas por la tierra, son mecidas por el viento en busca de nuevas geografías.
   Llueve mil años después.
   Un guerrero mandinga bebe de un arroyo. Luego, en la batalla, vence a su enemigo y escupe sobre su faz. El sol deshidrata el rostro del cadáver y las nubes son mecidas nuevamente por el viento.
   Llueve quinientos años más tarde.
   Una mujer sioux pare a una criatura entre la maleza. La asea en la orilla del río y el cuerpo mojado del niño se seca al calor del abrazo de su madre. Las nubes inician de nuevo su juego rutinario con el viento.
   Llueve.
   Abre el grifo de tu casa, llena el vaso, bebe y conocerás tu hitoria. La verdadera historia de animal humano.

2.)    La gota de sudor que resbala por mi frente europea humedecerá de pan las manos de mi padre africano. La piel de obsidiana de su espalda es un manantial que riega el sueño de mi abuela esquimal. Para ella el sudor es un cristal perfecto, refugiado al calor de sus axilas. El mismo cristal que tantas veces derramaron los ojos de mi nieto no nacido, por todo lo que hemos de hacer y aún no hemos hecho.



domingo, 13 de abril de 2014

LAS LECCIONES DE LA CORRALA UTOPÍA


El conflicto surgido en el seno de la Junta de Andalucía por la decisión de la Consejera Elena Cortés de IU de realojar a las familias desalojadas de la Corrala Utopía y la reacción contraria de la Presidencia de la Junta, tiene lecturas que van más allá de la crisis de Gobierno y suscitan algunas reflexiones de calado político e ideológico.
El debate sobre si esta decisión de realojar a las familias desalojadas de la Corrala Utopía supone un agravio para otras familias sin viviendas y si comporta un incentivo para las persones que se movilizan para ejercer sus derechos, que ha llevado a los dirigentes socialistas a utilizar unos argumentos que la izquierda nunca debería coger prestados de la derecha.
Es obvio que el respeto a la ley y la no discriminación son valores que la izquierda debe defender. La ley es o debiera ser la protección que los débiles tienen frente a los abusos y la posición dominante de los poderosos. Y en este sentido, Susana Díaz jugaba a favor de viento. Pero detrás de esta afirmación obvia, la del respeto a la ley y la no discriminación se han escondido corrosivas argumentaciones.
Parece obvio que la decisión de la Consejería de Vivienda de realojar transitoriamente a las familias desalojadas cumple con el Auto del Juzgado de Instrucción de Sevilla, que obliga a la Junta de Andalucía y al Ayuntamiento de Sevilla a proveer lo necesario para garantizar vivienda a las familias desalojadas con hijos menores o que estén en riesgos de exclusión. Y además cumple con la doctrina del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que pretende encontrar un reequilibrio entre el desprotegido derecho a una vivienda digna y el superprotegido derecho a la propiedad privada. Así parece reconocerlo implícitamente el acuerdo entre PSOE e IU que cierra la crisis de Gobierno.
Pero el debate no es solo ni prioritariamente de legalidad. El intento de confrontar a las familias realojadas con el resto de familias en lista de espera no debiera haberse utilizado nunca desde las filas socialistas. No hace más que tomar prestada la ideología de la derecha y una de sus principales estrategias de dominación social.
La derecha lo utiliza en el ámbito laboral, cuando alega que los trabajadores con derechos son los culpables de la falta de empleo y derechos de los precarios. Y que le lleva a acuñar una máxima que viene a decir “Repartiros el salario entre vosotros, que los beneficios del capital no se tocan y de impuestos ni hablar”. Se utiliza también para confrontar ciudadanos españoles con los inmigrantes. En el fondo la derecha intenta y consigue que los trabajadores sustituyan el conflicto social entre clases por el agravio comparativo entre ellos. Y la izquierda no debería caer nunca en esta trampa.
El segundo argumento utilizado desde las filas socialistas tiene aún más peligrosidad. Se han dicho cosas que creo deberían ser repensadas por sus autores. Del estilo de “atendemos a quien más lo necesita, no a quien más grita” o “no se puede premiar a los que dan una patada en la puerta. En el trasfondo de estas afirmaciones subyace la idea de que no se puede atender prioritariamente a quien se moviliza por sus derechos. Algunos medios de comunicación han llegado a calificar la decisión de la Consejera Elena Cortés de IU como de Plan para Okupas.
A pesar de que ya se ha explicado que el realojamiento transitorio no supone una alteración de las listas de espera en el acceso a la vivienda, ni una discriminación hacia el resto de familias, sino el cumplimiento de un mandato judicial, en esa imputación subyace una peligrosa ideología.
Es cierto que los poderes públicos suelen hacer más caso a quienes se movilizan y presionan. Esto pasa en todos los aspectos de la vida. En el ámbito laboral, los gobiernos suelen hacer más caso a quienes exigen su derecho al empleo movilizándose. Esa es una de las razones por las que el PP en su Reforma Laboral ha acabado con la autorización administrativa previa en los despidos colectivos. Se trata de dar más poder al empresario y quitárselo a los trabajadores que han perdido su capacidad de presionar al poder político.
Seria bueno no olvidar que algunos sectores sociales utilizan para presionar medios más sofisticados, como los lobbies, las puertas giratorias, los editoriales. Y los que no tienen acceso a estos mecanismos de presión versallesca, utilizan la movilización social y la lucha. No parece que ello pueda criticarse desde una perspectiva de izquierdas.
¿Que es sino la PAH? Las personas agrupadas en la PAH consiguen, con menos dificultades que otras, acuerdos con entidades bancarias para quitas, mora o daciones en pago. Consiguen que no se les desaloje de sus viviendas. Consiguen en algún caso que se les ofrezca en alquiler. Los Bancos y poderes públicos respetan mas a quienes se movilizan por sus derechos que a quienes no lo hacen.
Es absolutamente legitimo en términos democráticos que los ciudadanos no confíen exclusivamente en los resortes institucionales para garantizar su derecho constitucional a una vivienda digna. Sobre todo cuando comprueban en su propia piel y en la de sus familias que estos resortes no funcionan. Y es legitimo y lógico que si está en sus manos se agrupen para presionar en aras a un mayor equilibrio entre su derecho a la vivienda infraprotegido y el derecho a la propiedad privada, superprotegido por los poderes públicos.
Negar la legitimidad de estos comportamientos, es negar la historia de los movimientos sociales y del propio socialismo. Y pone de manifiesto hasta que punto, la ideología conservadora ha colonizado las mentes de algunos "gestores" políticos


JOAN COSCUBIELA, Diputado de Iniciativa per Catalunya en el Congreso