jueves, 20 de abril de 2017

                     Salida de emergencia


                                                                  Ésta y otras cosas demuestran que la sociedad
                                                                 tiene un eje podrido.
                                                                                                                      C. Bukowski

                                                                                       Fósforo y fósforo en la oscuridad,
                                                                                     lágrima y lágrima en la polvareda.
                                                                                                                      Cesar Vallejo



     Busca algo. Pero no sabe qué. Y aparece ella. También es posible que huya de algo, más que posible, huye de algo, aunque tampoco sabe de qué. Ya nada recuerda de lo que hizo desde que se levantó esta mañana, ahora tan lejana. El whisky y la droga y la furia y el deseo y  el pensamiento atropellado se lo impiden. O quizá no es nada de ello y es una férrea convicción o una razonada conciencia del olvido aquello que lo arrastra al abandono de sí mismo. Sabe descubrir también ese mismo abandono en los ojos de ella  y abraza de golpe la quimera calderoniana que la magia melosa de su mirada le induce. Acaba de comenzar el verano, el calor es asfixiante y pulposo pero el iris, color tierra mojada, de los ojos de ella siembra de otoño sus glándulas olfativas y el frescor de ese agua imaginaria inunda su interior y se cree pluma mecida por el viento ígneo (fuego que no quema) de la larga cabellera roja ondea frívolamente.
     Ella acerca la herida abierta de sus labios a la oreja de él. Él siente la caricia de un susurro que pregunta: <<¿Tienes algo?>>. Él responde:  <<Si, esperaba verte esta noche>> y, disimuladamente, con movimiento suave, acerca la cara para sentir el roce de sus labios en la mejilla y coge su mano y dice <<ven conmigo>> y la lleva al w.c. de caballeros y entran en un departamento y ambos apoyan la espalda sobre la pared del reducido espacio y él baja la tapa de la taza (la visión del interior no es nada agradable, el olor se soporta a duras penas, aguantan la respiración todo lo que pueden y la cisterna está estropeada) y saca las tarjetas y la papelina y limpia con la manga de la camisa la tapa y echa sobre ella una porción del polvo blanco y con las tarjetas dispersa el polvo (la débil luz hace brillar los pequeños granos, brillo contagioso que se instala también en las pupilas de ellos) y configura dos líneas sobre el lacado (blanco algún día y ahora sepia) de la tapa de la taza y él saca del bolsillo de su blusa un cilindro metálico y se lo entrega a ella que lo introduce en su nariz e inhala con fuerza. Luego él repite la misma operación. Salen del w.c. y aspiran profundamente el aire viciado de la discoteca, se acercan a la barra y piden unas copas (él la invita). Ella le dice: <<vamos a bailar>> pero a él no le apetece y ella se marcha hacia la pista. Él queda allí, con el codo apoyado sobre la barra, mirando las ranuras de la puerta, salida de emergencia, por donde entra la luz de una mañana ya bastante avanzada.
        La misma situación se repite varias veces a lo largo de una noche ya inexistente, pero que la oscuridad de la discoteca materializa en el ánimo de dos personas que reniegan la transitoriedad de un instante que desean imperecedero porque esperan encontrar, tras cualquier esquina, esa felicidad de la que otros hablan. O quizá no lo esperan sino, en todo caso, se resignan ante la falta de perspectivas de hallar un momento más grato. En realidad no lo saben o sí lo saben pero la certeza puede doler y es mejor rechazarla y elegir la huida, huida no de qué, huida hacia, hacia la búsqueda de no se sabe qué (cóctel de la quimera de Calderón y de la duda de Shakespeare, así la totalidad de la vida es sueño de una noche de verano).
      La puerta metálica trona a su espalda y se dirige solitario hacia el coche. Está a punto de arrancar cuando ve la mano de Cristina en el picaporte de la puerta del copiloto. La sonrisa de ella provoca un pequeño espasmo sísmico en su interior. <<Bueno, ¿dónde me vas a llevar?>>, dice y luego calla durante todo el trayecto. Él piensa (atropelladamente):

     Vaya, tanto tiempo esperando este momento y ahora no sé qué hacer ni qué decirle ni dónde dirigirnos. El sol, irascible, nos castiga desde arriba, mostrándonos a los ojos de los habitantes de este extraño mundo diurno. Son las dos de la tarde y no tengo hambre y tampoco creo que ella tenga, no, tengo la boca seca, necesito otra copa, habrá que buscar un bar de confianza, pero antes será mejor buscar dónde aparcar sin mosqueos e invitarla. Mira que es preciosa la condenada, ¡joder!, daría media vida por derretir su piel con el calor de la mía y beber a sorbos del lago misterioso que fluye de sus ojos. ¿Cuántos años hace que la deseo?, desde que Alicia me la presentó, hará ya siete u ocho años, diecisiete debía tener entonces.  Aquella noche se despidió besándome en los labios, luego estuve durante meses soñando con un nuevo encuentro que nunca se produjo. Quizá debiera cambiar la costumbre de no pedir jamás el número de teléfono, de no llamar a nadie, de nunca proyectar mis hechos, sin embargo, eso conllevaría la pérdida de la sorpresa y sólo la improvisación y lo inesperado aderezan la vida de pequeñas alegrías. En absoluto creo en la, tan hoy idolatrada, cotidianidad, porque la cotidianidad, para mí, no es más que rutina y la rutina es saciedad. Sí, yo preferiré siempre arriesgarme y aún ciego guardaré la esperanza de ver algún día esa lluvia de girasoles que imagino.  Pero, ¿y ahora?, bueno, ¿de qué quejarse? así es la vida, el mazo de la puta realidad aniquila la inocencia y el laberinto de los años nos va cerrando puertas hasta que la primigenia esperanza se diluye como azúcar en vinagre.
     Y el semáforo de mierda que nunca se pone verde y me deja aquí, anclado, sin atreverme a coger su mano y sin una copa de whisky de la que beber y sin un lugar donde ocultarnos y sin mi desierto particular, ese desierto del que Boris Vian me habló hace tiempo en su ‘Otoño en Pekín’. Allí es donde quisiera estar ahora con ella, construyendo las vías de un tren que carece de paradas y de salida y de llegada y de puertas de entrada y de puertas de salida, de salida como todas las salidas, siempre de emergencia. ¡Verde, ya está! –pisa el acelerador a fondo-, ¡primera...segunda.... tercera.....cuarta......y quinta, busquemos el desierto!.
    
     Le ha costado acceder a la petición de ella, lleva meses sin limpiar su casa y más parece un vertedero que su hogar, palabra que para él define algo irreal y absurdo y sin sentido (ella, al entrar, rememora el instante de encierro en el w.c. de caballeros de la discoteca); pero ella tiene razón, era incómoda la situación ante la mirada de tanto viejo verde en aquel bar cutre de barrio cutre. Se alegra de no toparse con ningún vecino y cierra la puerta con urgencia, pero suavemente, así evita dar señales de su llegada. No enciende la luz, prefiere la penumbra que las persianas bajadas otorgan al piso y agarrando sin presión el brazo de ella la conduce al dormitorio, la estancia más iluminada y menos sucia de la casa, mientras se excusa ininterrumpidamente por las condiciones en que se halla el resto. Sopla sobre la carátula del único CD que ha escuchado en los últimos meses: ‘Sodade’ de la Caboverdiana Cesarea Évora, presiona el ‘play’ y la nostálgica sensualidad de la morna o variedad de fado portugués de ‘Destino negro’ comienza a sonar desde los altavoces. Limpia más a fondo la carátula con el puño de su camisa y se la entrega a ella junto con la papelina y le dice: <<ve trabajando, creo que me queda alguna botella de cava o de sidra. Otra cosa no tengo>>.
     Sobre la mesilla de noche  los granos cristalinos de la cocaína brillan como luciérnagas. Él, echado sobre la cama, piensa en cómo la desea, pero decide no intentar nada ante el temor que le produce una posible negativa y la consiguiente destrucción de la tesitura en la que se encuentra: absorto en los aromas de Cristina y de su inefable presencia. Ella está sentada sobre el suelo, no quiere sentarse en la cama, adivina en la mirada de él un cierto instinto animal que no le gusta nada y aunque sabe que puede confiar en él (nunca la obligó a nada ni lo hará ahora), es mejor establecer una distancia y evitar la tentación. Ella es la hembra que ha penetrado en el territorio del macho, por ello es conveniente observar desde lejos sus movimientos. 
       <<¿Puedo usar el teléfono?>>, ruega ella y él afirma. Lleva dos días fuera de casa y ha de dar señales de vida: comunica a su madre que está en la romería de Lepe con unas amigas, le dice que no se preocupe por ella, que lo está pasando muy bien y describe un paisaje imaginario de chozas construidas con ramas de eucaliptus y señoritos que pasean a lomos de caballo. Luego cuelga el auricular y se siente culpable durante unos segundos, justo hasta que se lleva a la nariz el cilindro e insufla. Él la observa mientras esnifa la penúltima raya, sabe de su desesperación, intuye el dolor de la culpa que la aplasta, identifica la debilidad de ella con la suya propia (la atroz debilidad que les impide afrontar los desengaños y que les impele a toda huida de la razón). <<Es increíble, no puedo creerme que estemos los dos aquí, solos, y no intente llevarte a la cama –dice él-. Si supieras cómo soy lo entenderías. Yo he sido siempre un cabrón con las mujeres, las he tratado como ropa sucia y si alguna no quería follar la primera noche, consideraba que estaba perdiendo mi tiempo y entonces fuera y a buscar otra. Sin embargo, contigo tengo la sensación de recuperar todo el tiempo que he perdido tan sólo con mirarte y quisiera saber todo sobre ti, quisiera....>>, <<Oye, ya sólo queda una, ¿no tienes más?>> inquiere ella interrumpiéndole. El peso de la derrota golpea sobre su espalda, sabe que sin material la pierde y no quiere que eso ocurra. Descuelga el teléfono y presiona nueve teclas y, al otro lado, contesta la voz de Vicente, un camello amigo suyo. No baja el volumen del equipo de música, Cesárea canta ‘Fruto proibido’ y le gusta esa canción. Encarga un gramo.

     No, no quiero pensar en eso ahora, ya sé que mañana tengo que pagar el alquiler del piso, pero ya me buscaré la vida. ¡Un día es un día, coño! Y ese día es hoy, mañana ella no estará, posiblemente, pero su recuerdo endulzará la acritud de estas paredes silenciosas. Sí, mañana solucionaré el pago del piso y de las copas que le debo a Antonio y de todo lo que he dejado fiado en los últimos días. Tengo suficientes operaciones pendientes de liquidación para afrontarlo todo y el jefe entenderá que la úlcera te muerda durante dos semanas. A veces uno necesita las vacaciones de la úlcera.   
     ¡Uf!, se me va la olla. Esta coca es sublime y Vicente se ha portado. Ya es difícil que el cabrón invite, él, el infranqueable, pero se encuentra a gusto. Y quién no con ella al lado y cogida de su mano y mirándole melosa y coqueta o seductora y enigmática y facunda y despiadada y cruel, que el precio de su sonrisa no debiera ser tan bajo, ya que Vicente es un amigo que no es tonto y comprende las circunstancias que dañan a un amigo que solicitó de él la presencia que ahora  reniego con tanta urgencia que ya no sé si es mi voz, y sin abrir la boca, la que grita o es mi cabeza que enloquece o el corazón que estalla y que se abre como una llaga o úlcera en carne viva y roja, como la llaga o úlcera que ella oculta en su entrepierna y que debe ser tan viva y roja como su cabello rojo que me arrastra hacia un desierto también rojo y oscuro y negro donde la sangre y la noche se mezclan a la misma velocidad impetuosa que circula o serpentea o descarrila un tren inmaterial que viaja hacia un final sin horizonte. Sí, admirado Cèline, seguimos buscando el final de la noche y no existe.

     Ahora el espacio que hay entre los dos (Vicente conduce ya camino de su casa) es un terreno fértil donde sembrar flores de confianza o es un pozo mísero y sin fondo que los engulle, dándoles la oportunidad de compartir sus miedos (como la pareja que en la oscuridad del cine se abrazan asustados en mitad de la escena más terrorífica de la película, convencidos cada uno de ellos de que el otro le salvará).
     La hipertensión y la taquicardia azoran el pecho de él. <<No me encuentro muy bien>> le comenta a ella, y ella le toma el pulso y dice: <<135, normal>>, pero él hace el amago de mirar con insistencia el reloj de ella y con el gesto ella entiende que ha de volver a tomarle el pulso. Él no quiere desprender la muñeca de sus dedos, quisiera hacer eterno este primer roce y la mira suplicante a los ojos, ojos que no le miran, que no pueden ver como la otra mano que a él le queda libre se acerca hasta al rostro de ella y se posa en su cabello y lo acaricia y le dice que su pelo le encanta, que es hermoso, más hermoso que la marisma enrojecida por el sol del atardecer, y ella le suplica que se calle, porque esas palabras le recuerdan a su padre y se derrumba y después de tantos años de arcaico y arcano silencio, por fin, encuentra en él un apoyo: dos oídos comprensivos y no censores o una mano firme que le arranque del alma la espina colosal que la desgarra. Y ya no es su boca la que habla, que es un corazón de esponja que le hierve en la garganta y que sin medir las consecuencias se le derrama por las comisuras de unos labios de cereza madura y, sin embargo, amargos como el azogue.

-       Sabes, a mi padre también le gustaba mi pelo. Cuando era pequeña me sentaba en sus rodillas y me lo acariciaba durante horas y me decía que yo era su pequeña isla de amapolas y que todos los días era necesario sacarle brillo a las hojas para que el cárdeno fulgor llegase a los corazones tristes que no creían en la belleza. Así era mi padre, un verdadero gilipollas, pero le añoro.
-       Perdona -dice él avergonzado-, no sabía que...
-       No importa, tú no eres culpable de nada, fui yo quién lo maté –dice ella.
-       ¿Cómo dices? – pregunta él sorprendido.
-        A los diecisiete años quedé embarazada. Mi padre me obligó a abortar, el ámbito social al que mi familia pertenece no permite madres solteras y hubiera sido una lacra para ellos. Él supo entonces que me había perdido para siempre y no pudo soportar el sentimiento de la culpa. Unos meses más tarde sufrió un infarto.
-       ¿Y el padre? –pregunta él.
-       ¿Qué padre? –responde Cristina a su vez con una pregunta.
-       El de la criatura o niño o aborto.
-       ¡Ah! Estuve enamorada de él, pero un día le encontré con la polla metida en la boca de mi mejor amiga y le di puerta. Creo que ahora está en la cárcel, se engancho al caballo. A ella no la he vuelto a ver. No sé, estará de puta en algún bar de carretera.

     Cesárea canta ahora ‘Miss perfumado’ con voz lejana. Él, acongojado, mira los ojos húmedos de ella, táctiles rozan casi su alma y puede sentir la fría seda de los pétalos negros de las rosas que florecen en la tierra seca de los párpados de ella. Él la coge por los hombros y la hace girar sobre el suelo y la atrae hacia sí y acoge la cabeza de ella sobre su pecho y la rodea con sus brazos y besa tembloroso su cabello y llora a escondidas y oculto (él siempre que llora lo hace por dentro), mientras escucha el relato de ella que le cuenta como ocurrieron los otros dos abortos que vinieron después, éstos sí de padres que a saber quienes eran. Y le describe que la vida después de tanto desengaño y tanta culpa indisoluble ya no es sino confusión y soledad y duda conjugadas en su sombra, una sombra que la persigue y de la que quiere escapar pero no puede. Y él ya no puede soportar más el relato de ella y mira los rayos de luz que atraviesan los cristales de la ventana y se incorpora y se calza los zapatos y recoge la coca que aún queda y la ayuda a ponerse en pie y la coge de la mano y la conduce hacia  la puerta porque necesita una salida de emergencia que lo alivie y le dice: <<nos vamos>>.  En el interior del piso vacío sigue sonando la música. Ahora Cesárea canta ‘Separaçao’.   

     No me he atrevido a decírselo pero, ¡coño!, estupendo que haya abortado, porque, ¡a ver!, para qué traer más personas a  este mundo en el que las flores son mulos de carga y se las obliga a soportar el peso de los escombros que es como dejarlas morir poco a poco mientras observamos, delirantes de grandeza, su agonía. Y con lo fácil que sería  que nos quisiéramos tan sólo un poco y, sin embargo, aquí estamos jodiéndonos la vida unos a otros y sin darnos cuenta –como estúpidos embadurnados de gloria estúpida- de que sólo nos une la debilidad, una debilidad que no podrá impedir el azote de la tormenta.
     Está sola como lo estamos todos y como todos nos empeñamos en dar la espalda a la ternura y, encima, el olvido flaquea ante el recuerdo y siempre pierde en la lucha desbocada y ciega. Dicen que no debemos olvidar la historia, que es importante conocerla porque así no cometeremos los mismos errores y quizá sea cierto y lógico y deseable, mas todo eso está muy bien cuando esa historia no nos pertenece y es la historia de los otros. Pero ¿y cuándo nosotros somos personajes y creadores de esa historia y descubrimos su lado oscuro, esa cara oculta que es la culpa que nos quema y nos corroe y nos devora todas y cada una de las fibras que no son piedra, ni hueso, dejándonos convertidos en frágil esqueleto, desnudo y desvalido a cualquier viento nimio o brisa o soplo? Entonces, algunos se cobijan en eso que llaman fe y que para mí no es más que una especie de traje con chorreras, adornado con infinitos ‘significados’, pero sin contenido: un pozo extenso y hondo y, también, hueco y vacío e inmaterial. Otros, en cambio, preferimos lanzarnos desde ese precipicio, desde el que aún difuso se vislumbra o atisba o adivina un posible mar de agua fresca, y no nos importa cabalgar ciegos sobre el cielo a lomos de un caballo enloquecido o iluso o suicida y carente de brida porque no reniega de su naturaleza animal, ni teme a los azotes de la lluvia. Sí, señor Morrison, amigo Jim, agarraré su mano fuerte y arderemos camino del infierno o del sol o de la muerte, mientras ellos, ‘The riders of the storm’, doblemente ciegos, nos persiguen.   

     Él está inquieto y nervioso y con el peso de la incertidumbre presionando sobre su pecho porque ha creído ver el coche de su jefe persiguiendo el suyo. Sí, con seguridad era un Mitsubishi y el color parecía verde o, al menos, la matrícula terminaba en X. Al verlo, pisó el acelerador despavorido y giró a derecha e izquierda sin dirección determinada y tres calles más abajo volvió a ver la imagen clavada en el retrovisor. Pero el coche ya ha desaparecido y, si acaso era él, le dirá que para curar la úlcera hay que ir o venir  del médico. Sí, eso le dirá. Mañana, mañana, hoy no hay que pensar en ello.
     Cruzan el umbral de la entrada del pub, su pub, al que él suele ir cada noche y está a tope. Él se siente rey cogiéndola de la cintura ante los ojos que lo miran y lo envidian, y se eriza y sus ojos enrojecidos por la fiebre le devuelven, orgulloso y provocador, esas miradas. Sobre el escenario un grupo de rock canta ‘Cocaine’ de Eric Clapton y él recuerda que el polvo blanco se desvanece. Ella le dice que no se preocupe, que cuando se acabe seguirá con él y él hace que se lo cree aunque sabe que le miente. Y él decide pedir unas copas para ambos y le dice a Antonio, el camarero, que, por favor, se las apunte a su cuenta (sabe que el dinero es escaso y más tarde lo necesitará) y, de vez en cuando, ocupan el w.c. disimuladamente y sienten como el cansancio se disipa porque las piernas ya se mueven solas y sin conciencia al ritmo desgarrador de la guitarra y se abrazan y se sonríen con los labios y también con la mirada y, por un instante, él la percibe como suya. La tiene entre sus manos y las ahueca porque sabe que ella es de agua e imprecisa y no quiere que se escurra. Sí, por fin ha llegado a ese desierto deseado y no necesita ningún oasis porque el oasis es ella, toda ella es la plenitud acogedora de un oasis que lo circunda. Y se conmueve y se convence o engaña o ensueña diciéndose que en este oasis no existen espejismos.
     Es en este momento cuando detecta la presencia de ellas al fondo de la barra, en el otro extremo del bar. << Joder, Cristina, allí al fondo están las amigas de mi compañera y no me quitan ojo de encima>> le dice a ella y siente la culpa como un cuchillo atravesando su garganta y más intensa aún la quemazón al recordar como desconectó el móvil antes, en el coche, al comprobar el aviso de la pantalla analógica de que Felisa lo llamaba, seguramente preocupada por su ausencia de varios días. Y cuando trata de nuevo de buscar las ranuras de una puerta (salida de emergencia) por donde la luz asome y lo inunde y purifique y borre máculas y culpa y el olvido como un alud se allegue enmascarando todo aquello que no pertenece a la imaginación o al deseo o a la quimera, la derrota quiebra nuevamente sus sentidos porque acaba de oír como Cristina le dice que no quiere saber nada de aquello y que se larga y entonces él como un ofidio se levanta desafiando todas las miserias de una vida (la suya normalmente) que no le gusta nada, es más, que odia y le dice que a él no le importa nada que lo vean e incluso le comuniquen a Felisa su comportamiento porque para él lo primordial y único y básico es ella y que le implora que se quede y ella se siente halagada y toma sus palabras como un reto y recuerda la época en que la llamaban ‘destrozamatrimonios’ y decide dejar de ser el personaje que Julia Roberts interpreta en ‘Pretty Woman’ para ser el ardor sin freno de la Mamen de ‘El jueves’ y es el vórtice de un huracán incontenible quien lo abraza y lo besa y le entrega su lengua que como una serpiente venenosa recorre su garganta y su paladar y sus dientes y él cree levitar entre pétalos de fuego que no queman y nota la presión de los senos de ella como una transfusión de sangre a su corazón y las manos de ella modelando un mar caliente en su cuello y ese cabello rojo de ella como si Dios quisiera desangrarse sobre sus ojos, y la boca y los labios y la lengua de ella como elixir de vida y, a la vez, vientre de nueva madre que lo acoge dispuesta a parirlo en otra dimensión, la anhelada.

     ‘Ocurre al otro lado de la vida’ dices tú, Cèline, y es ahí dónde debo encontrarme ahora y no es que sea un lugar ignoto, pero sí sepultado por losas de olvido y que jamás creí volver a percibir. Nada de lo que es perdurable en el tiempo nos llena el alma o el corazón o el sentimiento porque todo lo que se dilata demasiado acaba saciándonos y nada de lo pasajero nos parece suficiente. Y es que por esencia somos inconformistas y la felicidad si es corta no nos parece verdadera y si  larga acabamos adjetivándola como puñetera y es que en esta vida tan sólo hay dos cosas: los sueños y la duda. Sueñas qué quieres hacer y cómo lo vas a llevar a cabo y cuando llega el momento la duda se presenta como un bloque de granito a derribar -la moralidad, la falsa moralidad, en fin, normas sociales y demás mierdas- que si dejas intacto te jode la vida porque jamás sabrás qué pudo haber tras la frontera y si lo traspasas también te jode la vida porque las piedras acaban cayendo sobre ti. Y tan sólo el instante preciso, esa breve parada del tren en la estación -aunque imaginada, tan real como la sangre- pertenece al otro lado de la vida, esa  anhelada y nueva y regeneradora dimensión que nos lleva a sentirnos dioses, breves dioses y guionistas de nuestro también breve destino, pero nuestro al fin.
     Sé que este huracán también será breve y perderá su fuerza y que su cabello no teñirá de rojo mis incipientes canas y que el néctar venenoso de su lengua me dormitará iluso, sólo mientras ese otro veneno blanco ocupe mis bolsillos. Pero qué más da, joder, qué más da,  si todo ello resucita en mi memoria el recuerdo de cerrar los ojos y temblar y creerme el escultor perfecto y capaz de modelar con mis manos el cuerpo hermoso o sereno  de la mujer. Y  si  el  mar,  ese  mar que es ella, como también es un desierto o un oasis o una cima nevada, quiere ahogarme, me dejaré ahogar por ella, si con ello resucita la memoria o la ternura o el amor.
   
     Han completado el circuito y en ambos queda una sensación muy distinta.  Para él el recorrido ha sido sinuoso y retorcido y con innumerables sube y baja y tan ondulante como una montaña rusa, y para ella, si hubo alguna sensación en el camino, ya no la recuerda y mira hacia delante.
     Acaban de cruzar la puerta metálica de la discoteca donde se encontraron la noche anterior y en el trayecto pararon en andenes-bares donde mezclaron sus líquidos (saliva y alcohol y el sudor típico de las noches veraniegas) y las manos (como las de un recién nacido al conocer la textura del pecho materno o las de un ciego que a través de ellas conoce por vez primera el cuerpo de su amante) se embriagaron de deseo y de imaginación o de utopía. Hubo también otras paradas más breves en aparcamientos oscuros y otros lugares, pero allí sólo saciaron sus narices y otra parada más para repostar, previo pago de él, el combustible blanco ansiado y cuyo resto ahora únicamente se puede hallar en la sangre de ambos.
     Él se acerca a la barra y pide una copa y le dice a ella que la compartirán (no le queda más dinero) y ella le contesta que no hay problema y que de acuerdo, pero antes de que la camarera termine de servirla, ella le comenta que ahora vuelve, que ha visto a un amigo y que seguro que éste la invita y él se queda mirándola mientras se marcha hasta que desaparece su silueta entre el gentío. Y, al rato, ella aparece con un tipo que más parece (él lo piensa así) un esperpento valleinclanesco en versión moderna que un amigo como ella dice y ella los presenta y aunque acaba de decirle el nombre de su amigo, él no lo retiene porque, para él, ese tipo sólo puede tener un nombre, el adecuado, y con éste lo bautiza: ‘Lorenzo Lamas del carajo’. No puede llamarse de otra forma, él se repite mentalmente, no puede llamarse de otra forma. Y sin saber por qué empieza a odiarlo desmesuradamente. Y no le cae bien y no le gusta, porque no le gusta su cabeza rapada ni sus musculitos ni  sus zapatos de plataforma ni su pantalón vaquero ceñido ni su camiseta de tirantas ni ese tatuaje tan extraño que se expande por su hombro. Y se convence de que la repulsión se aviene por todo ello, aunque sabe que se miente, pero sólo descubre la cara de la verdad, es decir, lo fehaciente, cuando ella susurra algo en la oreja del ‘Lorenzo Lamas del carajo’ y éste la coge de la mano y la conduce al w.c. de caballeros y, entonces, la visión de la figura de él caminando y dándole la espalda es como un golpe seco en el corazón porque se descubre a sí mismo pero una noche después con los bolsillos ahítos de pasta y de polvo blanco. Pero además, para que el dolor sea más hondo y cruel y desesperado, el tal ‘Lorenzo Lamas del carajo’ carece de canas y de los años que a él le sobran y que ahora son rocas pesadas que lo aplastan.
     Y se queda allí, en la barra, con un palmo de narices y esperando a una Cristina que ya no volverá y piensa que todo fue un sueño y que nada ha existido realmente o, en todo caso, Cristina no ha sido más que una figura de humo, humo volátil que un viento nimio o brisa o soplo desplaza a cualquier lugar o situación. Y también de humo es ahora el interior de él, un humo este con pies de acero que le amordaza el pecho. Humo en ambos lados, sí, como ese humo que tú, señor Faulkner, tan maravillosamente describiste hace ya algunas décadas.

                                                                 *     *     *

     (Llegado este punto de la historia, amigo lector, he creído conveniente consultar a mi personaje femenino, Cristina, si tiene algo que decirnos. Y no ha accedido e, incluso, me ha reprochado la utilización de ella en este ejercicio literario, argumentando que no tengo ningún derecho a inmiscuirme en su vida y aún menos airearla públicamente. Luego, tras mucha insistencia, he logrado disuadirla. La súplica quizás merezca la pena, veamos qué tiene que decirnos).

                                                                *     *     *
         
     Literatura, dice el autor. Desde luego es tan cabrón como iluso.  Que esto es literatura dice y que, aún cuando en este caso se enmascare de realismo sucio, no es más que ficción y que sirve para desprender la venda que, según él, tenéis en los ojos. Pero ¡a ver! qué me importa a mí vuestra venda y vosotros mismos. Ya de pequeña aprendí que lo que no haga una por sí misma, nadie vendrá a regalártelo. Sí, que el que no llora no mama, como decía mi padre. Así que ya ves u oyes o lees, da igual, en esta vida todo es cuestión de supervivencia y donde falta el pan por el pan será la lucha y donde, como en este país de mierda envuelto en celofán de calidad, falta corazón será por este la batalla. Y en ello estoy, sí, buscándolo en el vacío. Pero que os creíais, que yo era el ángel inocente del principio de la historia que se deja pervertir por el primer desaprensivo que aparece o creéis ahora que soy ese demonio incontenible y sin prejuicios que ando al acecho de desgraciados e ilusos en la noche. Ojalá pudierais verme. No, ya se que no podéis, pero si cerráis los ojos y miráis hacia dentro, en el fondo veréis un espejo y en el espejo una imagen, la mía y que también es la vuestra. Porque tú, Pablo o Juan o Luis no le dices a ella, tu compañera, que la quieres y la deseas, cuando en realidad firmaste ese papel, porque así lo dice el gobierno y la iglesia, tan sólo por el embarazo de la cuenta corriente de ella y que para poder soportarlo cuando le haces ‘el amor’ cierras los ojos e imaginas que es la hija de la vecina quién te folla a ti. Y tú Maruja o Gloria o Ana siempre con jaqueca y destrozas en la cama a tu marido cuando -¡qué casualidad!- acaban de anunciar en la tele una joya que es igualita a la que Carolina, la monagesca, luce en el cuché de esta semana. Y tú Pepe o Rebeca o Manuel que tienes amargado y a punto ya de suicidio a tu hijo, el que quiere ser artista, y tú desde luego que eso no lo puedes permitir, porque si el hijo de tu jefe va a ser ingeniero qué menos que el tuyo sea arquitecto por cojones. O tú, Violeta o Verónica o Julia, que se la comes a tu jefe en el despacho a ver si larga ya de una puta vez a esa julandrona que tanto sabe de matemáticas pero que no luce tan bien como tú lucirías en ese puesto, dicho sea de paso, mejor remunerado. Y tú con tu corbata de seda y tus zapatos limpios que acaricias la mano de la vieja y le hablas con voz melosa  a ver si te compra la mierda que vendes y, de paso, le sacas los billetes y la vieja que te lo da encantada por un rato de esa agradable compañía tuya, que la soledad es muy puñetera y sólo se entretiene una cuando va a la iglesia a ver al cura –ese que echa a patadas a los mendicantes que molestan a las señoras de alcurnia como ella- y a ponerle velas al santo o a la virgen de turno para que de fuerzas al alcalde y sepa desalojar la ciudad de tanta calaña y mala gente de esas que te piden en mitad de la calle y, encima, dicen que es para comer.
      Bueno, hasta aquí llegué, y como veis todos tenemos un trozo de culpa que sobrellevar, pero para algunos no nos es tan fácil aprehender el olvido o la ignorancia y ésta se nos clava como un cuchillo de hielo en las entrañas. Y ahora os dejo, no vaya a ser que alguna Cristina de las muchas que por ahí estamos sueltas me cace al otro y me deje a dos velas, como el de la barra. Ah! Y no os preocupéis por mí que ya cada uno tiene bastante con lo suyo.        


     Él ve como Cristina se marcha con el otro y se asoma a la puerta y ve como suben al coche y como éste desaparece. Y no sabe qué hacer y se hunde porque el caballo se ha encabritado dejándole caer hacia el abismo negro como un mar negro o un desierto negro en la noche oscura o un cielo negro que no tiene luna y tampoco estrellas, y se marcha de la discoteca dando bandazos porque el colocón ahora le pesa y la falta de estimulantes le deja caer, como un inmenso haz de leña, todo el cansancio en la espalda y arranca el coche y logra llegar a duras penas a su casa y abrir la puerta con toda urgencia y suavidad que su estado le permite y se descalza y trata de sacar lo que ocupa sus bolsillos y se deja caer en el sofá mientras repite con voz imprecisa y agónica hija de puta, hija de puta, pero lo dice con una sonrisa en los labios porque acaba de sacar del bolsillo unas hebras de tabaco y el no ve hebras de tabaco que ve pétalos negros de rosas negras y recuerda los ojos de ella y por la ventana entreabierta se adivina el amanecer con un sol  rojo como el pelo rojo de ella y piensa que allí, tras esa luz inmarcesible quizá pueda hallar mañana esa salida de emergencia que tanto necesita.  
                                                                                                                             FRANCIS VAZ

martes, 18 de noviembre de 2014

Un poema de Irianna Chávez Esparza (26 años) MÉXICO

«El púrpura es el (c)olor de las tumbas »
Observa, allá afuera huele a horas podridas.
Un basural contenido en la ausencia de una patria;
botellas de plástico que nunca lograron saciar tu sed,
papeles arrugados simulando un desdén profundo,
parecido al que se dibuja en el contorno de tus ojos.
Mirada púrpura incapaz de abstenerse
del horizonte perdido,
en perspectiva siempre cayendo.
La caída es el espejo del abandono,
y el abandono es caos existencial:
Un horror violeta,
frente al grito naciendo
de cuarenta y tres cuellos
donde la gangrena se expande,
como se expande la locura
en la resistencia de tu cráneo.
Mi manera de estar loca es queriendo
extirparme el sentido del olfato
y así soportar el filo externo de la degradación,
porque respirar se traduce a la muerte
en un país donde las flores no existen
ni vida que sea capaz de surgir
desde la clandestinidad de las fosas.
La incertidumbre nos va perforando,
mientras el sofoco imprime tonos púrpura
sobre la aflicción de cuarenta y tres rostros.
Observa, allá huele a recuerdo en putrefacción.
La obscuridad en el sofoco de alcantarillas;
desechos que nunca lograste purgar del cuerpo,
porque la palabra partía con el filo de una pluma
con la cual nunca se escribió la redención posible.
Ahora, la piel de tu cara se desgaja
sobre una superficie color carmesí.
Cuarenta y tres cuerpos de tierra joven
estallan en la indiferencia de tu memoria.
Cuarenta y tres nubes de cielo joven
llueven sobre la aridez de tu suelo.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

ANA PÉREZ CAÑAMARES

Estás solo, sabes, a pesar de tu familia
de tu junta de accionistas, de tus secretarias
tus caballos, tu chófer, tus comparsas
estás solo si sólo quieres a tu perro
y no a todos los perros
si sólo te sonríen los niños rubios
si nunca te ha amparado la intemperie
estás solo si no imaginas el sabor del té
en un callejón de Bagdad
si no sueñas la lluvia en una selva
que no te pertenece
si no te duelen las putas niñas
solo si tu madre no ha cascado un piojo
detrás de tu oreja, si no has sudado
ayudando en una mudanza
si no te lavas dando gracias
por el agua
solo si la palabra humanidad
es sólo una palabra de cuatro sílabas.
Pero no me das pena.
A ti no puedo imaginarte.
Sólo existe tu onda expansiva.
Tú no. Tú estás solo
y no existes.

(De Las sumas y los restos. Escrito el día que se supo que Botín tenía cuentas en Suiza)


martes, 12 de agosto de 2014

CORAZONES SOLITARIOS de Rubem Fonseca


Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.
Crimen así ni en Roma, París, Nueva York, decía el editor del diario, estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar.
Antes de que estallara me corrieron.
Solamente hay pequeño comerciante matando socio, pequeño bandido matando a pequeño comerciante, policía matando a pequeño bandido. Cosas pequeñas, le dije a Oswaldo Peçanha, editor-jefe y propietario del diario Mujer.
Hay también meningitis, esquistosomosis, mal de Chagas, dijo Peçanha.
Pero fuera de mi área, dije.
¿Ya leíste Mujer?, Peçanha preguntó.
Admití que no. Me gusta más leer libros.
Peçanha sacó una caja de puros del cajón y me ofreció uno. Encendimos los puros. Al poco tiempo el ambiente era irrespirable. Los puros eran corrientes, estábamos en verano, las ventanas cerradas, y el aparato de aire acondicionado no funcionaba bien.
Mujer no es una de esas publicaciones en color para burguesas que hacen régimen. Está hecha para la mujer de la clase C, que come arroz con frijoles y si engorda es cosa suya. Echa una ojeada.
Peçanha tiró frente a mí un ejemplar del diario. Formato tabloide, encabezados en azul, algunas fotos desenfocadas. Fotonovela, horóscopo, entrevistas con artistas de televisión, corte y costura.
¿Crees que podrías hacer la sección De mujer a mujer, nuestro consultorio sentimental? El tipo que lo hacía se despidió.
De mujer a mujer estaba firmado por una tal Elisa Gabriela. Querida Elisa Gabriela, mi marido llega todas las noches borracho y…
Creo que puedo, dije.
Estupendo. Comienza hoy. ¿Qué nombre quieres usar?
Pensé un poco.
Nathanael Lessa.
¿Nathanael Lessa?, dijo Peçanha, sorprendido y molesto, como si hubiera dicho un nombre feo, u ofendido a su madre.
¿Qué tiene? Es un nombre como otro cualquiera. Y estoy rindiendo dos homenajes.
Peçanha dio unas chupadas al puro, irritado.
Primero, no es un nombre como cualquier otro. Segundo, no es un nombre de la clase C. Aquí sólo usamos nombres que agraden a la clase C, nombres bonitos. Tercero, el diario rinde homenajes sólo a quien yo quiero y no conozco a ningún Nathanael Lessa y, finalmente —la irritación de Peçanha aumentaba gradualmente, como si estuviera sacando algún provecho de ella— aquí, nadie, ni siquiera yo mismo, usa seudónimos masculinos. ¡Mi nombre es María de Lourdes!
Di otra ojeada al diario, inclusive en el directorio. Sólo había nombres de mujer.
¿No te parece que un nombre masculino da más crédito a las respuestas? Padre, marido, médico, sacerdote, patrón, sólo hay hombres diciendo lo que ellas tienen que hacer. Nathanael Lessa pega mejor que Elisa Gabriela.
Es eso justamente lo que no quiero. Aquí se sienten dueñas de su nariz, confían en nosotros, como si fuéramos comadres. Llevo veinticinco años en este negocio. No me vengas con teorías no comprobadas. Mujer está revolucionando la prensa brasileña, es un diario diferente que no da noticias viejas de la televisión de ayer.
Estaba tan irritado que no pregunté lo que Mujer se proponía. Tarde o temprano me lo diría. Yo sólo quería el empleo.
Mi primo, Machado Figueiredo, que también tiene veinticinco años de experiencia, en el Banco del Brasil, suele decir que está siempre abierto a teorías no comprobadas. Yo sabía que Mujer debía dinero al banco. Y sobre de la mesa de Peçanha había una carta de recomendación de mi primo.
Al oír el nombre de mi primo, Peçanha palideció. Dio un mordisco al puro para controlarse, después cerró la boca, pareciendo que iba a silbar, y sus gruesos labios temblaron como si tuviera un grano de pimienta en la lengua. En seguida abrió la boca y golpeó con la uña del pulgar sus dientes sucios de nicotina, mientras me miraba de manera que él debía considerar llena de significados.
Podía añadir Dr. a mi nombre: Dr. Nathanael Lessa.
¡Rayos! Está bien, está bien, rezongó Peçanha entre dientes, empiezas hoy.
Fue así como pasé a formar parte del equipo de Mujer.
Mi mesa quedaba cerca de la mesa de Sandra Marina, que firmaba el horóscopo. Sandra era conocida también como Marlene Katia, al hacer entrevistas. Era un muchacho pálido, de largos y ralos bigotes, también conocido como João Albergaria Duval. Había salido hacía poco tiempo de la escuela de comunicaciones y vivía lamentándose, ¿por qué no estudié odontología?, ¿por qué?
Le pregunté si alguien traía las cartas de los lectores a mi mesa. Me dijo que hablara con Jacqueline, en expedición. Jacqueline era un negro grande de dientes muy blancos.
Queda mal que sea yo el único aquí dentro que no tiene nombre de mujer, van a pensar que soy maricón. ¿Las cartas? No hay ninguna carta. ¿Crees que la mujer de la clase C escribe cartas? Elisa inventaba todas.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Conseguí una beca de estudios para mi hija de diez años, en una escuela elegante de la zona sur. Todas sus compañeritas van al peluquero, por lo menos una vez a la semana. Nosotros no tenemos dinero para eso, mi marido es conductor de autobús de la línea Jacaré-Cajú, pero dice que va a trabajar horas extras para mandar a Tania Sandra, nuestra hijita, al peluquero. ¿No cree usted que los hijos se merecen todos los sacrificios? Madre Dedicada. Villa Kennedy.
Respuesta: Lave la cabeza de su hija con jabón de coco y colóquele papillotes. Queda igual que en el peluquero. De cualquier manera, su hija no nació para ser muñequita. Ni tampoco la hija de nadie. Coge el dinero de las horas extras y compra otra cosa más útil. Comida, por ejemplo.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Soy bajita, gordita y tímida. Siempre que voy al mercado, al almacén, a la abacería me dejan en la cola. Me engañan en el peso, en el cambio, los frijoles tienen bichos, la harina de maíz está mohosa, cosas así. Acostumbraba sufrir mucho, pero ahora estoy resignada. Dios los está mirando y en el Juicio Final van a pagarlo. Doméstica Resignada. Penha.
Respuesta: Dios no está mirando a nadie. Quien tiene que defenderte eres tú misma. Sugiero que grites, vocees a todo el mundo, que hagas escándalo. ¿No tienes ningún pariente en la policía? Bandido también sirve. Arréglate, gordita.
Apreciado Dr. Nathanael Lessa: Tengo veinticinco años, soy mecanógrafa y virgen. Encontré a ese muchacho que dice que me ama mucho. Trabaja en el Ministerio de Transportes y dice que quiere casarse conmigo, pero que primero quiere probar. ¿Qué te parece? Virgen Loca. Parada de Lucas.
Respuesta: Escucha esto, Virgen Loca, pregúntale al tipo lo que va a hacer si no le gusta la experiencia. Si dice que te planta, dáselo, porque es un hombre sincero. No eres grosella ni caldo de jilo para ser probada, pero hombres sinceros hay pocos, vale la pena intentar. Fe y adelante, firme.
Fui a almorzar.
A la vuelta Peçanha mandó llamarme. Tenía mi trabajo en la mano.
Hay algo aquí que no me gusta, dijo.
¿Qué?, pregunté.
¡Ah! ¡Dios mío!, qué idea la gente se hace de la clase C, exclamó Peçanha, balanceando la cabeza pensativamente, mientras miraba para el techo y ponía boca de silbido. Quienes gustan ser tratadas con palabrotas y puntapiés son las mujeres de la clase A. Acuérdate de aquel lord inglés que dijo que su éxito con las mujeres era porque trataba a las damas como putas y a las putas como damas.
Está bien. ¿Entonces cómo debo tratar a nuestras lectoras?
No me vengas con dialécticas. No quiero que las trates como putas. Olvida al lord inglés. Pon alegría, esperanza, tranquilidad y confianza en las cartas, eso es lo que quiero.
Dr. Nathanael Lessa. Mi marido murió y me dejó una pensión muy pequeña, pero lo que me preocupa es estar sola, a los cincuenta y cinco años de edad. Pobre, fea, vieja y viviendo lejos, tengo miedo de lo que me espera. Solitaria de Santa Cruz.
Respuesta: Graba esto en tu corazón, Solitaria de Santa Cruz: ni dinero, ni belleza, ni juventud, ni una buena dirección dan felicidad. ¿Cuántos jóvenes ricos y hermosos se matan o se pierden en los horrores del vicio? La felicidad está dentro de nosotros, en nuestros corazones. Si somos justos y buenos, encontraremos la felicidad. Sé buena, sé justa, ama al prójimo como a ti misma, sonríe al tesorero del INPS * cuando vayas a recibir tu pensión.
Al día siguiente Peçanha me llamó y me preguntó si podía también escribir la fotonovela. Producíamos nuestras propias fotonovelas, no es fumeti italiano traducido. Elige un nombre.
Elegí Clarice Simone, eran otros dos homenajes, pero no le dije eso a Peçanha.
El fotógrafo de las novelas vino a hablar conmigo.
Mi nombre es Mónica Tutsi, dijo, pero puedes llamarme Agnaldo. ¿Tienes la papa lista?
Papa era la novela. Le expliqué que acababa de recibir el encargo de Peçanha y que necesitaba por lo menos dos días para escribir.
¿Días? Ja, ja, carcajeó, haciendo el ruido de un perro grande, ronco y domesticado, ladrándole al dueño.
¿Dónde está la gracia?, pregunté.
Norma Virginia escribía la novela en quince minutos. Tenía una fórmula
Yo también tengo una fórmula. Ve a dar una vuelta y te apareces por aquí en quince minutos, que tendrás tu novela lista.
¿Qué pensaba de mí ese fotógrafo idiota? Sólo porque yo había sido repórter policial no significaba que fuera una bestia. Si Norma Virginia, o como fuera su nombre, escribía una novela en quince minutos, yo también la escribiría. A fin de cuentas leí todos los trágicos griegos, los ibsens, los o’neals, los beckets, los chejovs, los shakespeares, las four hundred best television plays. Era sólo chupar una idea de aquí, otra de allá, y listo.
Un niño rico es robado por los gitanos y dado por muerto. El niño crece pensando que es un gitano auténtico. Un día encuentra una moza riquísima y los dos se enamoran. Ella vive en una rica mansión y tiene muchos automóviles. El gitanillo vive en un carromato. Las dos familias no quieren que ellos se casen. Surgen conflictos. Los millonarios mandan a la policía prender a los gitanos. Uno de los gitanos es muerto por la policía. Un primo rico de la muchacha es asesinado por los gitanos. Pero el amor de los dos jóvenes enamorados es superior a todas esas vicisitudes. Resuelven huir, romper con las familias. En la fuga encuentran un monje piadoso y sabio que sacramenta la unión de los dos en un antiguo, pintoresco y romántico convento en medio de un bosque florido. Los dos jóvenes se retiran a la cámara nupcial. Son hermosos, esbeltos, rubios de ojos azules. Se quitan la ropa. Oh, dice la muchacha, ¿qué es ese cordón de oro con medalla claveteada de brillantes que tienes en el pecho? ¡Ella tiene una medalla igual! ¡Son hermanos! ¡Tú eres mi hermano desaparecido!, grita la muchacha. Los dos se abrazan. (Atención, Mónica Tutsi: ¿qué tal un final ambiguo?, haciendo aparecer en la cara de los dos un éxtasis no fraternal, ¿eh? Puedo también cambiar el final y hacerlo más sofocliano: los dos descubren que son hermanos sólo después del hecho consumado; desesperada, la moza salta de la ventana del convento reventándose allá abajo.)
Me gustó tu historia, dijo Mónica Tutsi.
Un pellizco de Romeo y Julieta, una cucharadita de Edipo Rey, dije modestamente.
Pero no sirve para que yo la fotografíe. Tengo que hacer todo en dos horas. ¿Dónde voy a encontrar la rica mansión? ¿Los automóviles? ¿El convento pintoresco? ¿El bosque florido?
Ése es tú problema.
¿Dónde voy a encontrar, continuó Mónica Tutsi, como si no me hubiera oído, los dos jóvenes rubios, esbeltos, de ojos azules? Nuestros artistas son todos medio tirando a mulatos. ¿Dónde voy a encontrar el carromato? Haz otra, muchacho. Vuelvo dentro de quince minutos. ¿Y qué es sofocliano?
Roberto y Betty son novios y van a casarse. Roberto, que es muy trabajador, economiza dinero para comprar un departamento y amueblarlo, con televisión a color, equipo musical, refrigerador, lavadora, enceradora, licuadora, batidora, lavaplatos, tostador, plancha eléctrica y secador de pelo. Betty también trabaja. Ambos son castos. El casamiento está fijado. Un amigo de Roberto, Tiago, le pregunta, ¿te vas a casar virgen?, necesitas ser iniciado en los misterios del sexo. Tiago, entonces, lleva a Roberto a casa de la Superputa Betatrón. (Atención, Mónica Tutsi, el nombre es un toque de ficción científica.) Cuando Roberto llega allí descubre que la Superputa es Betty, su noviecita. ¡Oh! ¡Cielos! ¡Sorpresa terrible! Alguien dirá, tal vez un portero, ¡Crecer es sufrir! Fin de la novela.
Una palabra vale mil fotografías, dijo Mónica Tutsi, estoy siempre en la parte podrida. De aquí a poco vuelvo.
Dr. Nathanael. Me gusta cocinar. Me gusta mucho también bordar y hacer crochet. Y más que nada me gusta ponerme un vestido largo de baile, pintar mis labios de carmesí, darme bastante colorete, ponerme rímel en los ojos. ¡Ah, qué sensación! Es una pena que tenga que quedarme encerrado en mi cuarto. Nadie sabe que me gusta hacer esas cosas. ¿Estoy equivocado? Pedro Redgrave. Tijuca.
Respuesta: ¿Equivocado, por qué? ¿Estás haciendo daño a alguien con eso? Ya tuve otro consultante que, como a ti, también le gustaba vestirse de mujer. Llevaba una vida normal, productiva y útil a la sociedad, tanto que llegó a ser obrero-supervisor. Viste tus vestidos largos, pinta tu boca de escarlata, pon color en tu vida.
Todas las cartas deben ser de mujeres, advirtió Peçanha.
Pero esa es verdadera, dije.
No creo.
Entregué la carta a Peçanha. La miró poniendo cara de policía examinando un billete groseramente falsificado.
¿Crees que es una broma?, preguntó Peçanha.
Puede ser, dije. Y puede no ser.
Peçanha puso su cara reflexiva. Después:
Añade a tu carta una frase animadora, como por ejemplo, escribe siempre.
Me senté a la máquina.
Escribe siempre. Pedro, sé que éste no es tu nombre, pero no importa, escribe siempre, cuenta conmigo. Nathanael Lessa.
Coño, dijo Mónica Tutsi, fui a hacer tu dramón y me dijeron que está calcado de una película italiana.
Canallas, atajo de babosos, sólo porque fui repórter policial me están llamando plagiario.
Calma, Virginia.
¿Virginia? Mi nombre es Clarice Simone, dije. ¿Qué cosa más idiota es esa de pensar que sólo las novias de los italianos son putas? Pues mira, ya conocí una novia de aquéllas realmente serias, era hasta hermana de la caridad, y fueron a ver, también era puta.
Está bien, muchacho, voy a fotografiar esa historia. ¿La Betatrón puede ser mulata? ¿Qué es Betatrón?
Tiene que ser rubia, pecosa. Betatrón es un aparato para la producción de electrones, dotado de gran potencial energético y alta velocidad, impulsado por la acción de un campo magnético que varía rápidamente, dije.
¡Coño! Eso sí que es nombre de Puta, dijo Mónica Tutsi, con admiración, retirándose.
Comprensivo Nathanael Lessa. He usado gloriosamente mis vestidos largos. Y mi boca ha sido tan roja como la sangre de un tigre y el romper de la aurora. Estoy pensando en ponerme un vestido de satén e ir al Teatro Municipal. ¿Qué te parece? Y ahora voy a contarte una gran y maravillosa confidencia, pero quiero que guardes el mayor secreto de mi confesión. ¿Lo juras? Ah, no sé si decirlo o no decirlo. Toda mi vida he sufrido las mayores desilusiones por creer en los demás, Soy básicamente una persona que no perdió su inocencia. La perfidia, la estupidez, la falta de pudor, la bribonería, me dejaron muy impresionada. Oh, cómo me gustaría vivir aislada en un mundo utópico hecho de amor y bondad. Mi sensible Nathanael, déjame pensar. Dame tiempo. En la próxima carta contaré más, tal vez todo. Pedro Redgrave.
Respuesta: Pedro. Espero tu carta, con tus secretos, que prometo guardar en los arcanos inviolables de mi recóndita conciencia. Continúa así, enfrentando altanero la envidia y la insidiosa alevosía de los pobres de espíritu. Adorna tu cuerpo sediento de sensualidad, ejerciendo los desafíos de tu mente valerosa.
Peçanha preguntó:
¿Esas cartas también son verdaderas?
Las de Pedro Redgrave sí.
Extraño, muy extraño, dijo Peçanha golpeando con las uñas en los dientes, ¿qué te parece?
No me parece nada, dije.
Parecía preocupado por algo. Hizo preguntas sobre la fotonovela, sin interesarse, sin embargo, por las respuestas.
¿Qué tal la carta de la cieguita?, pregunté.
Peçanha cogió la carta de la cieguita y mi respuesta y leyó en voz alta: Querido Nathanael. No puedo leer lo que escribes. Mi abuelita adorada me lo lee. Pero no pienses que soy analfabeta. Lo que soy es cieguita. Mi querida abuelita me está escribiendo la carta, pero las palabras son mías. Quiero enviar unas palabras de consuelo a tus lectores, para que ellos, que sufren tanto con pequeñas desgracias, se miren en mi espejo. Soy ciega pero soy feliz, estoy en paz, con Dios y con mis semejantes. Felicidades para todos. Viva el Brasil y su pueblo. Cieguita Feliz. Carretera del Unicornio, Nova Iguacu. P. S. Olvidé decir que también soy paralítica.
Peçanha encendió un puro. Conmovedor, pero Carretera del Unicornio suena falso. Me parece mejor que pongas Carretera de Catavento, o algo así. Veamos ahora tu respuesta. Cieguita Feliz, enhorabuena por tu fuerza moral, por tu fe inquebrantable en la felicidad, en el bien, en el pueblo y en el Brasil. Las almas de aquéllos que desesperan en la adversidad deberían nutrirse con tu edificante ejemplo, un haz de luz en las noches de tormenta.
Peçanha me devolvió los papeles. Tienes futuro en la literatura. Esta es una gran escuela. Aprende, aprende, sé aplicado, no te desanimes, suda la camisa.
Me senté a la máquina.
Tesio, banquero, vecino de la Boca do Mato, en Lins de Vasconcelos, casado en segundas nupcias con Frederica, tiene un hijo, Hipólito, del primer matrimonio. Frederica se enamora de Hipólito. Tesio descubre el amor pecaminoso entre los dos. Frederica se ahorca en el mango del patio de la casa. Hipólito pide perdón al padre, huye de casa y vagabundea desesperado por las calles de la ciudad cruel hasta ser atropellado y muerto en la Avenida Brasil.
¿Cuál es la salsa aquí?, preguntó Mónica Tutsi.
Eurípides, pecado y muerte. Voy a contarte una cosa: Yo conozco el alma humana y no necesito de ningún griego viejo para inspirarme. Para un hombre de mi inteligencia y sensibilidad basta sólo mirar en torno. Mírame bien a los ojos. ¿Has visto una persona más alerta, más despierta?
Mónica Tutsi me miró fijo a los ojos y dijo:
Creo que estás loco.
Continué:
Cito los clásicos sólo para mostrar mis conocimientos. Como fui repórter policial, si no lo hiciera no me respetarían los cretinos. Leí miles de libros. ¿Cuántos libros crees que ha leído Peçanha?
Ninguno. ¿La Frederica puede ser negra?
Buena idea. Pero Tesio e Hipólito tienen que ser blancos.
Nathanael. Yo amo, un amor prohibido, un amor vedad. Amo a otro hombre. Y él también me ama. Pero no podemos andar por la calle de la mano, como los demás, besarnos en los jardines y en los cines, como los demás, tumbarnos abrazados en la arena de las playas, como los demás, bailar en las boites, como los demás. No podemos casarnos, como los demás, y juntos enfrentar la vejez, la enfermedad y la muerte, como los demás. No tengo fuerzas para resistir y luchar. Es mejor morir. Adiós. Ésta es mi última carta. Manda decir una misa por mí. Pedro Redgrave.
Respuesta: ¿Qué es eso, Pedro? ¿Vas a desistir ahora que encontraste tu amor? Osear Wilde sufrió el demonio, fue desmoralizado, ridiculizado, humillado, procesado, condenado, pero aguantó la embestida. Si no puedes casarte, arrímate. Hagan testamento, uno a favor del otro. Defiéndanse. Usen la ley y el sistema en su beneficio. Sean, como los demás, egoístas, encubridores, implacables, intolerantes e hipócritas. Exploten. Expolien. Es legítima defensa. Pero, por favor, no hagan ninguna locura.
Mandé la carta y la respuesta a Peçanha. Las cartas sólo eran publicadas con su visto bueno.
Mónica Tutsi apareció con una muchacha.
Ésta es Mónica, dijo Mónica Tutsi.
Qué coincidencia, dije.
¿Qué coincidencia, qué?, preguntó la muchacha Mónica.
Que tengan el mismo nombre, dije.
¿Se llama Mónica?, preguntó Mónica apuntando al fotógrafo.
Mónica Tutsi. ¿Tú también eres Tutsi?
No. Mónica Amelia.
Mónica Amelia se quedó royendo una uña y mirando a Mónica Tutsi.
Tú me dijiste que tu nombre era Agnaldo, dijo ella.
Allá afuera soy Agnaldo. Aquí dentro soy Mónica Tutsi.
Mi nombre es Clarice Simone, dije.
Mónica Amelia nos observó atentamente, sin entender nada. Veía dos personas circunspectas, demasiado cansadas para bromas, desinteresadas del propio nombre.
Cuando me case mi hijo, o mi hija, va a llamarse Hei Psiu, dije.
¿Es un nombre chino?, preguntó Mónica.
O bien Fiu Fiu, silbé.
Te estás volviendo nihilista, dijo Mónica Tutsi, retirándose con la otra Mónica.
Nathanael. ¿Sabes lo que es dos personas que se gustan? Éramos nosotros dos, María y yo. ¿Sabes lo que es dos personas perfectamente sincronizadas? Éramos nosotros dos, María y yo. Mi plato predilecto es arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. ¿Imaginas cuál era el de María? Arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. Mi piedra preciosa preferida es el Rubí. La de María, verás, era también el Rubí. Número de la suerte, el 7; color, el Azul; día, el Lunes; película, del Oeste; libro, El Principito; bebida, Cerveza; colchón, el Anatón; equipo, el Vasco da Gama; música, la Samba; pasatiempo, el Amor; todo igualito entre ella y yo, una maravilla. Lo que hacíamos en la cama, muchacho, no es para presumir, pero si fuera en el circo y cobráramos la entrada nos hacíamos ricos. En la cama ninguna pareja jamás fue alcanzada por tanta locura resplandeciente, fue capaz de performance tan hábil, imaginativa, original, pertinaz, esplendorosa y gratificante como la nuestra. Y repetíamos varias veces por día. Pero no era sólo eso lo que nos unía. Si te faltara una pierna continuaría amándote, me decía. Si tú fueras jorobada no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueras sordomudo continuaría amándote, decía ella. Si tú fueras bizca no dejaría de amarte, yo respondía. Si estuvieras barrigón y feo continuaría amándote, decía ella. Si estuvieras toda marcada de viruela no dejaría de amarte, yo respondía. Si fueras viejo e impotente continuaría amándote, decía ella. Y estábamos intercambiando estos juramentos cuando un deseo de ser verdadero me golpeó, hondo como una puñalada, y le pregunté, ¿y si no tuviera dientes, me amarías?, y ella respondió, si no tuvieras dientes continuaría amándote. Entonces me saqué la dentadura y la puse encima de la cama, con un gesto grave, religioso y metafísico. Quedamos los dos mirando la dentadura sobre la sábana, hasta que María se levantó, se puso un vestido y dijo, voy a comprar cigarros. Hasta hoy no ha vuelto. Nathanael, explícame qué fue lo que sucedió. ¿El amor acaba de repente? ¿Algunos dientes, miserables pedacitos de marfil, valen tanto? Odontos Silva.
Cuando iba a responder apareció Jacqueline y dijo que Peçanha me estaba llamando.
En la oficina de Peçanha había un hombre con gafas y patillas.
Éste es el Dr. Pontecorvo, que es…, ¿qué es usted realmente?, preguntó Peçanha.
Investigador motivacional, dijo Pontecorvo. Como iba diciendo, hacemos primero un acopio de las características del universo que estamos investigando. Por ejemplo: ¿quiénes son los lectores de Mujer? Vamos a suponer que es mujer y de la clase C. En nuestras investigaciones anteriores ya estudiamos todo sobre la mujer de la clase C, dónde compra sus alimentos, cuántas bragas tiene, a qué hora hace el amor, a qué horas ve la televisión, los programas de televisión que ve, en suma, un perfil completo.
¿Cuántas bragas tiene?, preguntó Peçanha.
Tres, respondió Pontecorvo, sin vacilar.
¿A qué hora hace el amor?
A las veintiuna treinta, respondió Pontecorvo con prontitud.
¿Y cómo descubren ustedes todo eso? ¿Llaman a la puerta de doña Aurora, en el conjunto residencial del INPS, abre la puerta y ustedes le dicen a qué hora se echa su acostón? Escucha, amigo mío, estoy en este negocio hace veinticinco años y no necesito a nadie para que me diga cuál es el perfil de la mujer de la clase C. Lo sé por experiencia propia. Ellas compran mi diario, ¿entendiste? Tres bragas… Ja!
Usamos métodos científicos de investigación. Tenemos sociólogos, psicólogos, antropólogos, especialistas en estadísticas y matemáticos en nuestro staff, dijo Pontecorvo, imperturbable.
Todo para sacar dinero a los ingenuos, dijo Peçanha con no disimulado desprecio.
Además, antes de venir para acá, recogí algunas informaciones sobre su diario, que creo pueden ser de su interés, dijo Pontecorvo.
¿Y cuánto cuesta?, preguntó Peçanha con sarcasmo.
Se la doy gratis, dijo Pontecorvo. El hombre parecía de hielo. Hicimos una miniinvestigación sobre sus lectores y, a pesar del tamaño reducido de la muestra, puedo asegurarle, sin sombra de duda, que la gran mayoría, la casi totalidad de sus lectores, está compuesta por hombres, de la clase B.
¿Qué?, gritó Peçanha.
Eso mismo, hombres, de la clase B.
Primero, Peçanha se puso pálido. Después se fue poniendo rojo, y después violáceo, como si lo estuvieran estrangulando, la boca abierta, los ojos desorbitados, y se levantó de su silla y caminó tambaleante, los brazos abiertos, como un gorila loco en dirección a Pontecorvo. Una imagen impactante, incluso para un hombre de acero como Pontecorvo, incluso para un ex-repórter policial. Pontecorvo retrocedió ante el avance de Peçanha hasta que, con la espalda en la pared, dijo, intentando mantener la calma y compostura: Tal vez nuestros técnicos se hayan equivocado.
Peçanha, que estaba a un centímetro de Pontecorvo, tuvo un violento temblor y, al contrario de lo que yo esperaba, no se tiró sobre el otro como un perro rabioso. Agarró sus propios cabellos y comenzó a arrancárselos, mientras gritaba: farsantes, estafadores, ladrones, aprovechados, mentirosos, canallas. Pontecorvo, ágilmente, se escabulló en dirección a la puerta, mientras Peçanha corría tras él arrojándole los mechones de pelo que había arrancado de su propia cabeza. ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Clase B!, graznaba Peçanha, con aire alocado.
Después, ya totalmente sereno —creo que Pontecorvo huyó por las escaleras—, Peçanha, nuevamente sentado detrás de su escritorio, me dijo: Es a ese tipo de gente a la que el Brasil está entregado, manipuladores de estadísticas, falsificadores de informaciones, patrañeros con sus computadoras creando todos la Gran Mentira. Pero conmigo no podrán. Puse al hipócrita en su sitio, ¿o no?
Dije cualquier cosa, concordando. Peçanha sacó la caja de mata-ratas del cajón y me ofreció uno. Permanecimos fumando y conversando sobre la Gran Mentira. Después me dio la carta de Pedro Redgrave y mi respuesta, con su visto bueno, para que la llevara a composición.
En mitad del camino verifiqué que la carta de Pedro Redgrave no era la que yo le había enviado. El texto era otro:
Apreciado Nathanael, tu carta fue un bálsamo para mi corazón afligido. Me dio fuerzas para resistir. No haré ninguna locura, prometo que…
La carta terminaba ahí. Había sido interrumpida en la mitad. Extraño. No entendí. Había algo equivocado.
Fui a mi mesa, me senté y comencé a escribir la respuesta al Odontos Silva:
Quien no tiene dientes tampoco tiene dolor de dientes. Y como dijo el héroe de la conocida pieza Mucho ruido y pocas nueces, nunca hubo un filósofo que pudiera aguantar con paciencia un dolor de dientes. Además de eso, los dientes son también instrumentos de venganza, como dice el Deuteronomio: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Los dientes son despreciados por los dictadores. ¿Recuerdas lo que dijo Hitler a Mussolini sobre un nuevo encuentro con Franco?: Prefiero arrancarme cuatro dientes. Temes estar en la situación del héroe de aquella obra Todo está bien si al final nadie se equivoca, sin dientes, sin gusto, sin todo. Consejo: ponte los dientes nuevamente y muerde. Si la dentellada no fuera buena, da puñetazos y puntapiés.
Estaba en la mitad de la carta del Odontos Silva cuando comprendí todo. Peçanha era Pedro Redgrave. En vez de devolverme la carta en que Pedro me pedía que mandara rezar una misa y que yo le había entregado junto con mi respuesta hablando sobre Oscar Wilde, Peçanha me entregó una nueva carta, inacabada, ciertamente por equivocación, y que debía de llegar a mis manos por correo.
Cogí la carta de Pedro Redgrave y fui a la oficina de Peçanha.
¿Puedo entrar?, pregunté.
¿Qué hay? Entra, dijo Peçanha.
Le entregué la carta de Pedro Redgrave. Peçanha leyó la carta y advirtiendo el equívoco que había cometido, palideció, como era su natural. Nervioso, revolvió los papeles de su mesa.
Todo era una broma, dijo después, intentando encender un puro. ¿Estás disgustado?
En serio o en broma, me da lo mismo, dije.
Mi vida da para una novela…, dijo Peçanha. Esto queda entre nosotros, ¿de acuerdo?
Yo no sabía bien lo que él quería que quedara entre nosotros, que su vida daba para una novela o que él era Pedro Redgrave. Pero respondí:
Claro, sólo entre nosotros.
Gracias, dijo Peçanha. Y dio un suspiro que cortaría el corazón de cualquiera que no fuera un ex-repórter policial.


Sobre el autor.
Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 11 de mayo de 1925) es un escritor y guionista de cine brasileño.