viernes, 27 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DE TURISMO Y CAZA


   Tengo miedo. Me tiembla el fusil en las manos. No sé qué me espera en mitad de esta oscuridad. Tan sólo Hassam me acompaña, y el resplandor de los rayos de la luna llena sobre las cuchillas de la verja. Todo lo demás está en negro, como la boca de una enorme hiena. Pero espero. Tengo que saber al fin a qué he venido. Y pronto lo sabré, en cuanto suenen los silbidos. Será entonces cuando debo comenzar a disparar, me ha dicho Hassam.

   ¿Cómo llegué aquí? No es una historia sencilla. El recorrido estuvo lleno de sorpresas y opacos vericuetos. Tuve suerte, o acaso la intuición necesaria para adivinar mis acertados pasos. Todo comenzó un año atrás, en Abril de 2019. Fue entonces cuando el director de mi periódico me encargó un artículo sobre los mejores destinos turísticos de nuestro destrozado país. Todo iba mal, la industria se había desmoronado, nuestros mejores investigadores se marcharon a tierras más ventajosas, las empresas agonizaban sin créditos bancarios, el déficit seguía siendo incontrolable y el paro se acercaba peligrosamente a los siete millones. El único sector que mejoró fue el turismo, que crecía al mismo ritmo que se hundía la economía familiar de los españoles. Los destinos de mayor afluencia turística seguían siendo los mismos desde décadas, pero a mí, tras un estudio concienzudo de los datos, lo que más me llamó la atención fue que Melilla se había convertido, desde hacía un año, en el destino más rentable. En los últimos meses la afluencia de turistas de gran poder adquisitivo había crecido en esa ciudad de manera exponencial. ¿Por qué? ¿Qué había en esa ciudad para que fuese tan atrayente para el capital?

   Al cabo de un mes indagando por las altas esferas ministeriales pude informarme de que detrás de la promoción turística de esa ciudad estaba el lobby de los cazadores. Lo cuál me sorprendió, ya que la provincia de Melilla carece totalmente del tipo de fauna que éstos suelen codiciar. Por otro lado, parecía imposible contactar con ellos para una entrevista, sólo me confesaron que no se trataba de un destino de caza, sino más bien de un destino paradisíaco para el descanso de los guerreros. ¡Curioso que usaran esa palabra en vez de la de cazador! Y lo de paradisíaco, no sé, vale que el recinto amurallado y las edificaciones modernistas de la ciudad tengan su interés, pero yo, como todos, imagino a esos poderosos señores en otros paraísos, como Las Seychelles o Hawai. No me lo pensé, me saqué un billete de avión y viajé a Melilla con la intención de descubrir el enigma. Me convertí, de repente, en un joven empresario de éxito con innumerables negocios en China. Fue el director de mi periódico quién me lo sugirió y la empresa correría con los gastos, siempre que no fueran excesivos.

   El casco antiguo de la ciudad parecía un fuerte anticomanche, con su recinto amurallado y la atalaya luminosa de su faro. Me alojé en el hotel Rusadir, uno de los mejores de la ciudad y en el que mi intuición me decía que tendría algún encuentro fructífero. No me equivoqué. Estaba lleno de turistas de muchos países que viajaban en grupos concertados por el lobby de los cazadores. Durante días observé sus llegadas y partidas, pero jamás vi en sus manos equipaje en el que pudieran trasladar algún tipo de armamento para la caza. Todo parecía transcurrir en la normalidad, a excepción de las innumerables visitas de un capitán de los regulares que se reunía con los turistas en un reservado del salón. Las consignas que allí se daban eran imposibles de conocer y por más que me interesé por ellas, preguntando a consignados y personal del hotel, siempre hallaba un sombrío silencio por respuesta. Descorazonado por la nulidad de mis gestiones decidí acometer un encuentro con aquel capitán del ejército español. Y lo seguí un día al salir del hotel. Entró en una cafetería cercana a la Mezquita Central, y yo entré tras él. Habló durante unos minutos con un hombre de fisonomía árabe. Parecían confiar el uno en el otro y, antes de marcharse el moro, el capitán le entregó un sobre. Quizá la clave de todo esté en el árabe, pensé, y decidí seguirle. Él es el que me ha traído hasta aquí, el aduanero Hassam. Él es quien me acompaña, sentados ambos sobre el mismo tronco derribado, en mitad de esta oscuridad impenetrable. Ambos estamos nerviosos, a la espera del sonido que dará la orden de disparar.

   Le seguí hasta la frontera y, gracias a que llevaba el pasaporte encima, pude cruzar más allá de la linde. Así fue cómo conseguí saber que Hassan era un policía aduanero del otro lado, del marroquí. Nuestro primer encuentro fue en una tetería de Beni-Ensar. Le dije que era un empresario que quería invertir en Marruecos y, poco a poco, me gané su confianza a través de numerosas invitaciones y agasajos. Y cuando consideré que el terreno estaba lo suficientemente abonado le hablé de mi hobby favorito, el inmenso placer de la caza, sobre todo la mayor. “Yo puedo introducirte en la caza más asombrosa que hayas vivido”, me contestó. “¿Y las piezas son grandes?”, le pregunté. “Lo suficiente, pero lo mejor de todo es el gran número de ejemplares. ¿Te gustaría participar en una batida? Por seis mil euros podría introducirte en la siguiente”, me dijo en perfecto castellano. Por supuesto que acepté su oferta, era lo que había venido a buscar aquí desde hacía casi un mes y no me iba a volver con las manos y mi libreta vacía. Le entregué el dinero y sólo le pregunté una cosa más, si la zona de caza estaba muy alejada de Melilla. “No. Está muy cerca de la verja. Sólo que está en nuestro lado”, me contestó, con una sonrisa de oreja a oreja.

SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss…….SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss.......SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss...


   Esos deben ser los silbidos. Hassam presiona con su mano sobre mi hombro, avisándome de que ha llegado el momento. El suelo comienza a temblar bajo nuestros pies. Acaso sea el inicio de un terremoto. Pero no. De repente comienza a salir del bosque una inmensa jauría, tan negra como la boca de hiena que los contiene. Son miles y corren todos hacia la verja, se encaraman a ella, tratando de superarla. Puedo oler la sangre desde aquí, sentir el hielo de las cuchillas cortando la carne. Son seres humanos que comienzan a caer bajo la luz de los disparos. Nadie hace nada por evitarlo. Tampoco Hassam que me grita sin parar: “Dispara, dispara”. Pero yo apenas le puedo oír, desde que escuché el sonido de los silbidos estoy petrificado, observando el horror de un infierno imposible de concebir. 




Del libro "Historias de la puta crisis"

jueves, 26 de diciembre de 2013

QUIÉN

   Ayer fue un día feliz de reencuentro. Mi amigo, y excepcional poeta, Miguel Mejía volvió desde Gandsk (Polonia), tras un año de ausencia. Superados ya sus problemas de salud, volvió con su nuevo libro entre las manos, el poemario con el que ganó el XIV premio de poesía Paul Beckett, publicado por la Fundación Valparaiso de Almeria La dedicatoria de su puño y letra quedará entre nosotros, pero os entregaré, con su permiso, un poema, un dilema eterno que en sus versos deja claro la altura de su oficio.


QUIÉN

y yo, que soy los otros
que duermo cada noche y paso en vela
todas las madrugadas
yo que al caer la tarde
vuelvo al hogar feliz y cabizbajo
y no regreso nunca y en vano alguien me espera
yo que desde el descanso victorioso 
miro sin una lágrima
mi cuerpo destrozado en la derrota

y yo, que soy todos los otros
que soy quien se ha marchado de la cama y quien extraña
a quien se va en silencio
quien lanza algún suspiro ante los restos del naufragio
y aquel que es sólo mar
quien impaciente llora el rostro enfermo tan querido
y no puede observar cómo lo lloran
yo que beso y traiciono
que escapo y me persigo y busco algunas
respuestas pero insisto en mi ignorancia
que muero entre mis manos homicidas
y estoy frente al espejo sintiéndome observado
yo que tanto poseo y no tengo 
otra riqueza más que estas manos vacías tan inútiles

y yo, que he sido tantos tantos otros
al fin de cada día me retiro y miro atrás
temiendo no ser nadie


Del poemario "Hacia dónde" de Miguel Mejía
Ganador del XIV premio internacional Paul Beckett de poesía. 



viernes, 20 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DE REYES MAGOS


   “Este año la campaña de recogida de juguetes ha sido un éxito -me dijo satisfecho el concejal de festejos del ayuntamiento. A pesar de las grandes carencias que sufren nuestros ciudadanos por la crisis han sabido ser solidarios y no habrá un solo niño en la ciudad que no sonría ante la felicidad de los juguetes”, fue la frase con la que puso punto final a la entrevista. Luego se despidió amablemente, no sin recordarme antes que “Juguetes para todos” habría de ser mi titular en el periódico. 

   Al salir del despacho municipal me crucé con un hombre extraño, venía envuelto en una túnica y calzaba unas babuchas. Bajo un trapo enmarañado a modo de turbante sombreaba su rostro una barba de acaso un mes. No pude disimular mi sorpresa y me quedé absorto al contemplarlo, con la mano sobre el pomo de la puerta. Él me miró y me preguntó: “¿Ya puedo entrar?”, y sin que me diera tiempo a contestar cruzó el umbral, confiado en que yo cerrase tras su entrada. No lo hice del todo. Amague hacerlo, pero puse el pie para que quedase una pequeña apertura por la que pude ver y oír el inicio de la conversación.

   ¡Qué tal, Javier! ¿Qué te trae hoy por aquí?, le preguntó el concejal con paciente autocontrol. “Pues mire, señor concejal, que estaba yo pensando en mi casa sobre el problema de los hijos. 8 años tiene uno y el otro 7, ¿sabe usted? Que uno ya no sabe qué hacer para que no dejen de quererme, porque, como se imaginará, si un padre nada puede dar a sus hijos, ni una alimentación adecuada, ni un cálido hogar en este terrible invierno, ni siquiera ilusiones en un futuro sombrío, te acaban despreciando. Yo ya me he resignado a mi designio, señor concejal, ya sé que a mis casi 50 años no valgo para nada y que a mis 6 años de paro tendré que sumarles muchos más. Ya no soy productivo y tan sólo puedo aspirar a la caridad. Así están las cosas en esta puñetera crisis y nada puedo hacer para cambiarlas. Sé que todos lo estamos pasando mal, también ustedes. ¡Qué puede hacer un ayuntamiento sin un duro! ¡Cómo van a ocuparse de nosotros con todas las carreteras que hay por arreglar y todos los festejos que nos quedan por celebrar! No, esta vez no vengo a pedirle que mejoren de alguna forma mi economía familiar. Al final he comprendido que, cuando se reparte el pastel, nada queda para nosotros, los olvidados. Ésta vez vengo a pedirle algo diferente, le solicito encarecidamente un hecho sentimental. Verá usted, mis hijos están ya en la edad en la que empiezan a dejar de creer en los Reyes Magos y si yo fuese este año el Rey Mago que les entregase los juguetes del ayuntamiento, quizás, volvieran a creer en mí, volvieran a admirar a su padre, en vez de despreciarme. Ve, incluso me he confeccionado el traje de Gaspar con cuatro trapos. Y la barba, de aquí a los 15 días que faltan, seguro que alcanza su justa consistencia. ¿Qué me dice? ¿Cree usted que sería posible lo que le pido?”, dijo aquel hombre y rompió a llorar.

   El silencio se hizo sólido en aquella estancia. El concejal no sabía hacia donde mirar, dubitativo e inquieto durante un instante fugaz y, tras un minuto de hondo escozor por el zarpazo, supo rehacerse y reaccionar. Recolocó su sonrisa y se levantó de la silla, dirigiéndose a aquel hombre con las manos abiertas, como si fuese a abrazarle. Pero no, le puso ambas manos en los hombros y le habló en tono paternal. “Javier, lo tienes que entender, la personificación de los Reyes Magos está destinada desde hace tiempo a tres personas relevantes del municipio y uno de ellos, el que hará de Gaspar, es el delantero centro de nuestro equipo. Lo que me pides es imposible por dos razones evidentes. Como sabes el ayuntamiento carece de fondos y esas personas relevantes nos hacen jugosas donaciones, además de costear los caramelos de la cabalgata. No podríamos prescindir de ciudadanos con grandes recursos como ellos en estos momentos de nula liquidez. Y, aún así, la otra razón es la más importante. Su prestigio, la gran admiración que les profesa el pueblo.Te imaginas a tus hijos recibiendo un balón de manos de nuestro mayor héroe, el gran goleador de nuestro equipo. No puedes negar tan grandiosa ilusión a tus hijos, seguro que sueñan cada noche con algo así. Eso sí que no te lo perdonarían jamás”.

   No quise seguir escuchando, sentí asco y repulsión. Necesitaba tomar aire, apartarme de aquel edificio. Cerré la puerta del todo y me encaminé hacia la salida. En el trayecto volví a abrir mi cuaderno de notas para confirmar la personalidad de los otros dos Reyes Magos. Uno era el presidente de la Diputación Provincial y, el otro, el presidente de la federación de empresarios de la ciudad.



Del libro "Historias de la puta crisis"



jueves, 19 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA ANARQUISTA


 Habíamos quedado en la Carrera de San Jerónimo, frente a la embajada de México, pero cuando llegué allí la zona estaba acordonada por la policía.  Los encontré más atrás, a unos 400 metros del lugar acordado. Se diferenciaban claramente entre el gentío. Sus banderas negras y rojas volaban como cuervos ensangrentados sobre los millares de manifestantes y sus rostros, ocultos bajo pasamontañas negros, resaltaban entre tanta indignación a cara descubierta. Los infinitos recortes sociales habían llevado a la población al límite de la supervivencia y la resignación se había convertido en rabia ciega. La violencia aún no había aparecido, pero la fiebre hervía en la sangre de todos y todos esperaban la tormenta, su furor. Era la quinta vez que la ciudadanía intentaba rodear el Congreso de los Diputados y en todas las veces anteriores hubo conatos de violencia, mayores y más graves cada vez. Y en esta ocasión la ira podría ser incontenible.

   Baku, el líder del grupo, se acercó a mí. “Esta vez la vamos a liar, venimos más que preparados”, me dijo e indicó al grupo que nos siguiera. Parecían escarabajos peloteros, todos vestidos de negro y con el pesado bulto de sus mochilas sobre las espaldas. Bajamos por Santa Catalina, hacía la calle del  Prado. Al pasar frente al “Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de Madrid” Baku me sonrió y me dijo: “En este país eso de la propiedad se va a acabar, ya no encargaremos nosotros. Aquí nada pertenecerá a nadie porque todo será de todos”, y seguimos caminando a zancadas presurosas, como si alguien invisible nos persiguiese. Pensaba en que aquel muchacho debía de tener algunos problemas de comprensión lectora (había asociado a su manera las palabras “Territorial” y “Propiedad”, pero obvió por completo el concepto de la palabra “Intelectual”, también incluida en la placa de aquel edificio), cuando doblamos hacia la plaza de Las Cortes y, una vez allí, evitamos la marea creciente de vehículos policiales subiendo por Marqués de Cubas, hacia la calle Zorrilla, con la clara intención de abordar el edificio del Congreso por detrás. “Son demasiados, es una locura buscar la confrontación en estas circunstancias”, le dije. “No. No es una locura, es una obligación. El capitalismo nos está masacrando y la revolución es el único camino. El uso de las armas está justificado cuando es el Estado el que ordena, con sus políticas neoliberales, la ejecución en masa de los más desfavorecidos. No podemos seguir muriendo sin hacer nada. Los ciudadanos necesitan nuevos héroes de la revolución y nosotros estamos dispuestos a sacrificarnos por ellos”, expresó Baku, con rotunda convicción e imagino que emulando con los gestos de sus manos a su admirado Bakunin. ¿Habría también un Propot en el grupo?


   Fue a la altura del cruce con la calle Fenanflor donde tuvimos el encuentro frontal con el cordón policial, “los perros esclavos de su amo”, como los llamaba Baku. Yo me quedé rezagado, observando desde cierta distancia el proceder de ambos bandos. Cuestión de seguridad, el periódico me paga para observar y contar, no para jugarme la vida. Los insultos a las fuerzas de seguridad del Estado comenzaron pronto, enervando la actitud beligerante de estos. Intentaron aislar e identificar al grupo anarquista, pero estos opusieron resistencia y retrasaron su posición. Luego, rodilla en tierra, comenzaron a sacar adoquines de sus mochilas y a lanzarlos contra el furgón policial. Los antidisturbios subían a toda velocidad por la calle Fernanflor. En ese momento Baku me agarró del brazo y corrimos hacia la retaguardia, ocultándonos tras la esquina de Marqués de Cubas. A unos veinte metros de la esquina Baku se detuvo y me indicó que me alejase de él. Aquel muchacho anarquista abrió su mochila y sacó de ella una botella. Era un cóctel molotov. Sacó un mechero de su bolsillo y esperó a que algún antidisturbios apareciese ante él. Nadie pudo imaginar que una mujer desahuciada, que andaba buscando manjares entre tan distinguidos contenedores de basura, apareciese por allí y, aún menos, que Baku, cegado por la adrenalina de la batalla, la pudiera confundir con un fornido policía. Pero lo cierto es que, llegado el momento, todo el sonido de aquella estridente guerra desapareció y solo pude oír, como el eco más terrible del infierno, los gritos de esa anciana en llamas. Fue Baku el que me zarandeó hasta conseguir despertarme de aquel horror y, agarrando mi brazo, me arrastró calle abajo, hasta que logramos mimetizarnos con los ciudadanos que hacían cola en el Museo del Prado. Allí descansamos, recuperamos el aliento perdido y, por primera vez, pude ver sus ojos verdes, sin las gafas negras que los ocultaban, ni el pasamontañas que cubría su rostro. “Has matado a una anciana”, le dije. “No creo que haya muerto, solo se ha chamuscado un poco. Seguro que los perros se habrán ocupado de ella”, me contestó. “Pero era una mujer inocente”, expuse con estupor. “En toda revolución caen víctimas inocentes. Es un daño colateral inevitable. Ellos son los mártires de nuestra necesaria causa”, me dijo, sin mostrar un ápice de remordimiento. “¿Y su familia?”, le pregunté, visiblemente azorado. “Nos ocuparemos de ellos cuando logremos la victoria. Todos los familiares de los mártires serán héroes admirados en nuestra nueva sociedad”, dijo Baku complaciente. “¿Y ahora, qué pensáis hacer?”, le pregunté, esperando por respuesta cualquier locura. “Ahora vamos a fabricar bombas que pondremos en iglesias y colegios de curas. Es la mejor forma de presionar para que liberen a nuestros detenidos. Todo sea por la verdadera libertad”, me contestó, mirando el vuelo de los pájaros en el azul infinito del cielo.



Del libro: "Historias de la puta crisis"

lunes, 16 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA FASCISTA


   “Debes entenderlo –me dijo Carlos, y yo le presté atención, no podemos actuar como nos gustaría. Si los masacramos a palos o les pegamos un tiro en la calle nos pueden acusar y el resultado sería nefasto para nuestro glorioso movimiento. El pueblo necesita ser evangelizado de forma sutil. Ese es nuestro cometido, pero sin que sea necesaria la confrontación, porque la izquierda demagógica siempre está al acecho y usará cualquier escusa para enervar los falsos sentimentalismos. No. Nosotros seremos más inteligentes y actuaremos con discreción absoluta y la mayor de las eficacias”

  Ya habían pasado tres años desde que me rapé al cero y me tatué la cruz gamada en el pecho. Era necesario mimetizarse si quería infiltrarme con éxito. Lo conseguí, sin que nadie lograse averiguar mi inquietud periodística. Por entonces el director del periódico era otro y me sugirió la idea. Yo filtraría lo descubierto y él lo redactaría con un pseudónimo acordado por los dos. La cosa fue bien durante un año y algunos de mis compañeros de armas actuales cayeron por las pruebas que logré aportar a la justicia. Tras ese año cambiaron al director del periódico y ya las pruebas aportadas nunca eran suficientes y todo aquello de lo que informaba se publicaba tergiversado, como si todo lo que hiciera el grupo no fueran más que la gamberrada de un tipo sin control y que nada tenía que ver con banda alguna. Tuve ganas de dejarlo todo, sin embargo, el nuevo director insistió: “Tu trabajo sigue siendo necesario. Tengo presiones, lo has de entender, hay cosas que no se pueden publicar sin pruebas fehacientes. Y esa es tu labor, encontrar esas pruebas”. Si, pero hallara lo que hallara nunca era suficiente.

   “Lo primero es identificar a los extranjeros, sobre todo negros, moros y sudacas, como los culpables de esta crisis. Ellos nos quitan el trabajo, se curan en nuestros hospitales pagados con nuestros impuestos y están pidiendo continuamente subvenciones a los gobiernos de izquierdas para mandarles el dinero a sus familias en el exterior. Y a los españoles que están pasando hambre que los zurzan. Esto no puede seguir así, tenemos que meterles el miedo en el cuerpo y que se larguen a sus putos países de mierda. Lo de los españoles para los españoles –me decía Carlos, el más fanático de todos. Por eso es más importante nuestra labor social que ejercer la violencia de forma pública contra las cucarachas foráneas. No debes sentirte mal por tener que ocuparte de alimentar a los españoles que nos llegan solicitando ayuda, en vez de descargar tu adrenalina cazando indeseables en la noche” Yo disimulaba ante él mi desazón. Lo cierto es que quería indagar más sobre las actividades del grupo y desde la cocina de la asociación toda pregunta era infructuosa y, además, podría resultar sospechosa. Tendría que aguantar más tiempo así, dedicándome a repartir aquellos polvos blancos que Carlos me traía entre la cuarta parte de los alimentos que lográbamos recaudar diariamente, clasificarlos y empaquetarlos de forma diferenciada a los demás y, cuando los repartía entre los cientos de míseros españoles que venían a buscar alimentos, dejarles claro que los marcados con la cruz roja no eran aptos para comer, que estaban en mal estado y les solicitábamos que los tiraran a la basura. “A los contenedores de basura de vuestros barrios, no en los cercanos a la asociación”, era mi rotunda orden final.

   Lo cierto es que aquello siempre me resultó extraño. ¿Por qué manipular alimentos sanos para acabar tirándolos a la basura? No tenía sentido. Pero los ciudadanos, orgullosos de su alianza nacional con nuestra causa, cumplían la orden sin dilación. Y yo seguía ordenando lo mismo cada día, temeroso de que me pudieran investigar. Las llamadas telefónicas del director de mi periódico se volvieron más infrecuentes, aunque seguía recibiendo el pago de la nómina en la cuenta de Miguel Machado, mi verdadero nombre. Pedro, el personaje que interpreto en la actualidad, sobrevive como puede de lo que el movimiento le da, entre el miedo terrible a ser descubierto y la soledad del espejo vacío en el que ya me miro.

   “Pero yo necesito acción, Carlos, partirle la cara a algún negro cabrón” le dije, tratando de mostrar la actitud de un matón. El sonrió y abrió el ordenador portátil. Abrió una carpeta que contenía un video y le dio al play. En la pantalla aparecí yo, repartiendo el polvo blanco en los alimentos. “Esto que haces cada día lo grabamos y guardamos en nuestros archivos como la prueba de nuestra más gloriosa acción, el genocidio de los superfluos. ¿Por qué piensas que te insistía tanto en que te pusieras guantes al manipular esos polvos? ¿Acaso aún no has adivinado de qué se trata?”, me preguntó Carlos socarronamente. “Para nosotros eres un héroe, chaval”, exclamó, a la vez que me acercaba un ejemplar de mi periódico en que resaltaba un titular: en dos barrios periféricos de la ciudad habían sido halladas dos familias muertas por intoxicación alimentaria. Una era de origen magrebí y la otra senegalesa y, en ambas, el forense había hallado restos de cianuro.


Del libro "Historias de la puta crisis"


jueves, 12 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA MUNICIPAL



   Llegué al barrio de La Orden cinco minutos antes de la hora concertada. Había quedado allí, en el parque Moret, con el concejal de Salud y Medio ambiente. En el consistorio estaban de celebración. Hacía poco más de una semana que nos anunciaron en rueda de prensa el éxito de la operación contra la indigencia en la zona céntrica de la ciudad. Las campañas turísticas en el exterior habían dado fruto y la afluencia de guiris multilingües era cada vez mayor. En nuestro periódico local hablábamos mucho de ello, pero la mendicidad constante de algunos individuos en las terrazas del corazón de la ciudad daba muy mala imagen a la misma y era urgente y necesario hacer algo. Nadie desea ir allá donde le muestran la miseria. Y de la noche a la mañana lo solucionaron. Aún no sabíamos cómo, pero todos aplaudimos el resultado. Ya podemos pasear con mayor seguridad por la Gran Vía, sin espejos de miseria e inmundicia en los que observarnos. Y, ahora, el concejal quería hablarme de los gatos callejeros

   Lo primero que detecté al llegar al parque fue el aumento de agentes de seguridad. Pregunté acerca de ello. “Bueno, como sabrás en este parque teníamos un problema. Se ve que hay mucho Diógenes sin control en este barrio. Gente estrafalaria que no tienen relaciones humanas y vuelcan su absurdo amor en los felinos, a los que alimentan diariamente. Aquí vienen muchos niños a jugar y las madres se nos quejaron. La inmensa cantidad de gatos congregados alrededor de la comida gratuita provocaba un terrible temor en ellas, preocupadas por la salud de sus hijos. Y llevaban razón. La podredumbre de los cadáveres de ratas y la suciedad ya eran peligrosas. De modo que nos pusimos manos a la obra. Ahora los vigilantes se ocupan de localizar a los idiotas que nutren a los gatos y les sancionan con severidad, lo cual, por qué no decirlo, le viene muy bien a las arcas vacías del consistorio”, me contestó el concejal con una sonrisa de presentador televisivo. El parque estaba casi vacío, aún era temprano y la escarcha comenzaba a derretirse, por efecto del sol, sobre las hojas de los árboles. Hacía un día precioso, un cielo sin nubes y esplendoroso de pájaros. “Entonces, problema solucionado, ¿no?, si los gatos ya no encuentran alimentos habrán dejado de venir”, aduje con bastante ingenuidad. “No, no es tan sencillo. Esos bichos están acostumbrados al lugar, son territoriales y piensan que el parque les pertenece. Además, no encuentran alimentos elaborados, pero siguen cazando ratoncillos y algunas aves despistadas. Pero, en fin, lo estamos arreglando, aunque no es sencillo erradicarlos” argumentó el concejal.


   De repente, vi moverse un matorral y pude oír con nitidez los últimos lamentos de un gato. El concejal y los vigilantes ni se inmutaron y seguimos paseando por la vereda. Yo me giré hacia atrás y la pude ver saliendo de la maleza, con un gato muerto entre sus manos. Era ella, la chica negra que antes pedía en la Gran Vía de la ciudad, pero ahora parecía más viva, más en forma y mejor alimentada. Descalza, sobre los fríos adoquines, solicitaba limosna en silencio, mostrando las terribles cicatrices de su cuerpo. Nadie conocía las de su alma, pues jamás pronunció una frase. Pero ahora sus ojos no estaban plenos de tinieblas, ahora estaban vivos y nos miraba arisca, desconfiada de que le pudiéramos arrebatar su presa. El concejal la miró y le indicó con un gesto de su mano que se apartara de nuestra vista. La negrita bajó su mirada y se escabulló entre las ramas del bosque. “Esa chica es una de las sin techo que pululaban por el centro de la ciudad”, afirmé sorprendido. “Si. Y ahora está mucho mejor. Trabaja para el ayuntamiento. La dejamos dormir, junto a otros, en un almacén municipal, a cambio de que cacen los gatos del parque”, me confesó, sin pudor, el concejal. “Pero los matan”, le dije escandalizado. “Sí, y hasta pueden comérselos si quieren. Su carne tiene muchas proteínas y dicen que  es tan sabrosa como la de conejo, –me sonrió con estudiada complicidad. Teníamos dos problemas, los malnutridos pedigüeños y los gatos callejeros, y ya no tenemos ninguno y con lo que recaudamos en multas pagamos los gastos. ¡Magnífica gestión la de nuestro gobierno!, ¿no le parece?”, preguntó inquisitivo, mientras clavaba sus amenazantes ojos en los míos. “Si usted lo dice, así será”, tuve que contestarle y seguí caminando junto al grupo, sin prestar ya mucha atención a aquel discurso. El sol, sobre las copas de los pinos, lucía radiante y calentaba nuestros gélidos rostros.   


Del libro "Historias de la puta crisis"

martes, 10 de diciembre de 2013

SÍ NOS REPRESENTAN


   Lo llevó diciendo desde hace tiempo. Este país no está como está por la ineptitud, corrupción moral y económica y los delirios mesiánicos de nuestros dirigentes. Este país está en la ruina de todo tipo de valor, moral, económico, social, etc, por el gran excedente de retrasado mental que sostiene. Somos el inmenso corazón del esperpento, cuyas sístoles y diástoles no nos insuflan vida, muy al contrario: nos empozarán aún más en la miseria. El ganado borreguil, con sus votos, ha mantenido en sus cargos a muchos políticos imputados en juicios por corrupción. Imputados que ahora se valen de su aforamiento para chulearnos en la cara. Gansters como Fabra aún son vitoreados en sus pueblos, yonkis del servilismo. El nivel de populismo social está por las nubes y acaso ya no falte demasiado para cánticos mayores, los “Viva la patria” sobre ríos de sangre. La voz del Elegido y al que, a ciegas, sigue el rebaño. Los políticos ya sólo pueden serlo si salen en la televisión, dotados del aura del famoseo, y en cuanto se convierten en estrellas les otorgamos la impunidad. Nuestra libertad ha quedado reducida a la elección a través del mando televisivo, tú eliges, pero entre los programas basura que ellos te proponen.

   Lo de la televisión valenciana ya me escandalizó. Ver a todo un pueblo manipulado de esa forma, en plena calle, repitiendo al dictado lo que los trabajadores de Canal 9 le decían. Ese mismo pueblo que nunca mostró interés por el accidente de metro y su casi medio centenar de muertos. Ese mismo pueblo que se corría de gusto al oír el ruido insoportable de los Fórmula 1 por sus calles, a sabiendas de que los organizadores se llevaban el pastel. Esos currantes sin dignidad, ni vergüenza, vendidos durante tanto tiempo al mejor postor, que durante años han estado engañando al pueblo de forma consciente y que, ahora, cuando les cierran el kiosco y los ponen en la calle, se convierten en los grandes defensores de la libertad de expresión y de la lengua. Y ese pueblo que lo sabe, que todos, los unos y los otros, lo único que quieren es llevárselo calentito y a ellos que los jodan. Ese pueblo es el que sale a la calle para reivindicar el trabajo de los unos, periodistas mercenarios, y los otros, los gansters metidos en política. Ese pueblo, creedme, les volverían a votar en las próximas elecciones, aunque muchos fueran condenados por los tribunales de justicia.


   Pero el colmo fue lo de ayer. Ver a Del Nido, ya expresidente del Sevilla, anunciando su dimisión y pidiendo perdón por haber sido condenado mientras ostentaba el cargo de la entidad futbolística, y no por haber choriceado 4 millones de euros a los ciudadanos marbellíes, anunciando, con impresionante desfachatez, que él se sigue viendo inocente y que confía en no ir a la cárcel porque espera el indulto del gobierno, y mostrando su soberbia de poder cuando dice: “no estaré a vuestro lado, pero sentiréis mi aliento en el cogote”, así, chulo y prepotente, para terminar vitoreado por los fieles sevillistas, entre lágrimas y “Vivas” al Sevilla, fue asqueroso, vomitivo y absolutamente irracional. Este país es una puta vergüenza, el más terrible de los esperpentos, el gran corral de los descerebados, de los cobardes y los serviles. España tiene un terrible excedente de retraso mental. Y sí, los que nos gobiernan sí nos representan, porque son el fiel espejo de lo que, en realidad, somos. Un país de chiste patético.

domingo, 8 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DE ESCLAVITUD


   Su mirada era incapaz de sobrepasar la altura de nuestros tobillos, a pesar de su corpulencia. Parecía un Gran Danés asustado en mitad de tanto gentío. Hacía frío aquella mañana y el funcionario al que debía entrevistar aún estaría ocupado durante una hora, según me anuncio su secretaria. Mi artículo del día siguiente versairía sobre la cotidianidad en las oficinas del INEM. Y allí estaba, en esa mañana de tempanos en la punta de la nariz. Necesitaba sorber algo caliente, de modo que me acerqué a ese hombretón hundido y le pregunté si le apetecía un café. Me dijo que sí y salimos juntos de la oficina para dirigirnos a la cafetería más cercana. Me sacaba dos cuartas, su estatura rondaba los 2 metros. Santiago se llamaba aquel hombre de mediada edad (55 años aprox.) y pronto entablamos conversación, más por mi inevitable interés periodístico, que por su escasa locuacidad. Venía a firmar el paro, me dijo, y que era una vergüenza que tuviera que perder todo un día de trabajo para ello. Me quedé sorprendido y quise indagar más. “Pero si usted está trabajando, ¿qué hace aquí?”, le pregunté. Me miró, con ojos desesperados, y volvió a agachar la cabeza. “Mira hijo, cada uno hace lo que puede”, contestó. A partir de ahí, preferí preguntarle desde flancos más amables y me interesé por su familia. “A mi mujer la perdí –me dijo, no pudo aguantar más la situación y se fue con mi hija a vivir a casa de mi suegra. Fue cuando nos desahuciaron. Después de 25 años trabajando como un mulo en los astilleros me despidieron y cuando se acabó el paro, el banco no tuvo compasión. Yo me tuve que ir a vivir con mi hermano y mi nuera, la pobre, que ya está harta de mí.” Cogió la taza de café con ambas manos, como si no se fiase de la firmeza de su sujeción, y se la llevó a los labios, sin poder controlar los temblores. “¿Y cuánto tiempo lleva así?”, le pregunté, mientras posaba mi mano en su hombro desvencijado. “Viviendo con mi hermano tres años y viniendo aquí, a firmar cada mes, seis, sin que jamás me hayan ofrecido nada”, me dijo sin atreverse aún a volver a alzar la mirada. “Pero acaba de decir usted que ahora está trabajando, si no he entendido mal, y eso, en cierto modo, quiere decir que la situación mejora, ¿no?”, le afirme, en un tono bastante compasivo. “Si. Sin contrato ni nada, pero es verdad, algo es algo y eso significa que la situación mejora por fin y, si me esfuerzo de verdad y consigo ser un poco más duro, más amenazante, lograré revertir mi situación y hasta puede que todo vuelva a ser como antes”, comentó con un destello de optimismo en su rostro. En sus pupilas se instaló un frágil brillo de esperanza. “Y ¿en qué trabaja, si no es mucho preguntar?”. “Trabajo para el nuevo novio de mi hija. Es empresario, ¿sabe usted?, y aunque le va bien en sus chanchullos, tiene el mismo problema de todos los emprendedores: que la gente tiene la cara muy dura y no le quieren pagar. Para eso me reclutó en su empresa. Me dedico a patear todo el día la calle buscando a aquellos que le deben algo y les recuerdo constantemente su deuda, hasta que algunos, abrumados por la vergüenza deciden pagarme. De lo que consigo cobrar me llevo una comisión, pequeña, es verdad, pero si logro ser más duro, más cínico y huyo de sentimentalismos, iré aumentando mi sueldo cada mes. En este sólo he sacado unos trescientos euros, pero mejoraré, créame, porque estoy desesperado y nada mejor que la desesperación en la batalla”, me contestó, mientras su cuerpo derruido se erguía en la silla y su mirada, insuflada del orgullo suicida del vencido, se fijaba, finalmente, en mis pupilas. “¿Y no cree usted que lo que hace es extorsión y que actuar así es empujar a otros al infierno?”, le pregunté, procurando ya mantenerme distanciado. “Posiblemente lleves razón, hijo –me contestó, posando su mano gigantesca en mi hombro, pero si algo he aprendido en los años que yo llevo en él, es que nadie hará nada por ti, si tú nada haces por ti mismo”.



Del libro "Historias de la puta crisis"

jueves, 5 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DE AMOR


   Alfredo se enamoró de su mujer a los doce años. Era la hija de la vecina de la calle de enfrente y la veía cada día asomarse tras la reja de su ventana para observar la caótica carrera de los grises y los manifestantes. Eran tiempos de lucha libertaria, pero a ellos sólo les preocupaba el descubrimiento del amor. Cuatro años después, ya en el instituto mixto de secundaria, se dieron su primer beso mientras Janis Joplin cantaba Summertiems en la radio. Ella era una fogosa gacela y a los veinte años se hinchó su vientre tanto que no pudieron ocultar la llegada de un hijo en plena adolescencia. El padre de él se las ingenió, tenía contactos. Alfredo dejó los estudios y comenzó a trabajar en una empresa de mantenimientos. Fueron felices, precarios pero felices y a ambos les bastaba con su amor. Se amaban con frescor de primavera, sin miedo, con todo el ímpetu de la irrefrenable vida. Sus miradas, en el aire, se besaban cimbreantes, como pájaros de luz. Él se esforzó en mantenerle el pulso a la supervivencia y su constancia le otorgó la victoria. Con el paso de los años llegó otro hijo, hembra en este caso, y la prosperidad se instaló en el hogar. Disfrutaron de algunas vacaciones y sus hijos sí tendrían la oportunidad de estudiar. Cambiaron un par de veces de coche, pagaban, con cierta holgura, la hipoteca de su casa y, a veces, algún domingo, salían a almorzar. Todo iba a mejor. La familia estaba unida en una cálida pócima de concordia. Hasta que el cuenco se rompió.

   Las primeras hojas comenzaron a caer en el otoño de su amor. Claro que había subido el coste de la vida, pero hasta entonces lograron adaptarse con renuncias a deseos personales. En 2010, cuando contaba cincuenta y cuatro años, ocurrió. Dejó de ser un trabajador con derechos y se convirtió en un ciudadano más al que exprimir. Le volvieron a reducir el sueldo y unos meses después pasó a engrosar las listas del paro, tras la quiebra final la empresa. Sus hijos ya lucían títulos académicos y, aunque multiplicaron curriculums, nada encontraron en mercado laboral. Ahora que les tocaba dar el callo a ellos, la negritud del horizonte era abrumadora. De modo que Santa, su queridísima mujer, se puso a limpiar escaleras. Eso y algunas horas extras en casas ajenas les daba para alimentarse y pagar los gastos de la casa, porque con el paro que le quedó a Alfredo apenas pagaban la hipoteca mensual. Volvieron las estrecheces, pero ellos al mal tiempo siempre mostraban la más alegre de las caras. Su amor era insondable. Cada uno de ellos, al despertar por la mañana y ver los ojos del otro, sentía aún ese esplendoroso amanecer recorriendo sus entrañas. Nada les vencería, mientras sus arrugadas manos se anudasen frente a la adversidad.

  Hace unos meses a Alfredo se le acabó el paró y comenzó a cobrar la ayuda familiar. No, no piensen que se le complicó aún más la cosa, al menos durante medio año. Tuvo suerte, justo un mes antes pagó el último recibo hipotecario. Ya la casa es de la familia, ya ningún banco nos la puede quitar, pensó, aliviado ante tsunami de desahucios que anunciaban cada día las noticias. Ya podrían vivir sin las presiones del recibo bancario, ahora el problema eran los hijos, con más de treinta años y sin futuro que labrar. Y Santa, su exahusta Santa, que llegaba a casa cada día más dolorida, más agotada y con unas inmensas ojeras de túnel de camión. Él le preparaba la cena con cariño cada noche, pero ella ya apenas lograba cargar tantas desgracias en su espalda. Las pastillas, las varices, la tensión, el azúcar, los dolores, la visión… Los años que nos van dejando cicatrices a su paso. Él lo sabe, sabe que ella está a punto de reventar, que su cuerpo ya no puede más, que cualquier día, al despertar, ella ya no estará, aunque aún pueda tocar su frío cuerpo. Y piensa que lo único a lo que teme en este mundo es a quedarse solo, sin su apoyo sentimental, sin su anclaje imprescindible, sin su luz, sin esa mujer maravillosa que lo completó como hombre siempre y a la que siempre amará.

   Ayer encontraron el cadáver de Alfredo. Fue al amanecer y hacia mucho frío. Santa lo encontró en la bañera, con el pijama puesto. Se había cortado las venas de ambos antebrazos. La sangre ya estaba seca, hacía horas que había dejado de fluir. Sobre el lavabo encontraron una nota dirigida a Santa.


“Querida Santa. Al fin he comprendido que ya no soy más que un deshecho, un problema que es necesario solucionar. Creo que a todos os irá mejor sin mí. Tengo entendido que, como viuda, cobrarás una paga aceptable y creo que con ella, y libres del engorroso excedente en el que me he convertido, podréis tener un mejor futuro. Arregla los papeles cuanto antes. Quiero daros esa oportunidad. Y no te enfades conmigo, por favor, esto lo hago por amor. Te quiero, vida mía. Cuida de nuestros hijos y diles cuánto les quise”


Del libro "Historias de la puta crisis"

miércoles, 4 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DE SEXO



  “Antes yo era muy católica e iba a misa cada domingo y ahora, ya ves, me es imposible asistir, porque a esas horas la boca me huele a polla”, le comentaba al periodista, mientras acercaba a sus labios la taza humeante de café. Ágata es su nombre desde mediados de 2009. Antes era Josefina, viuda a los 22 años de un abogado prometedor, y comercial inmobiliaria en la empresa de un amigo de su padre constructor. “Yo vivía muy bien, a pesar de mi desgracia, sola y con un niño de pocos meses tras el accidente de mi marido, pero pronto comencé a trabajar vendiendo inmuebles y a ganar mis buenas comisiones. Fueron años maravillosos, a pesar del duelo. Me compré el adosado y viajaba casi todos los años con los compañeros y compañeras de la cofradía. Y sí, algún amante tuve, pero lo llevaba tan en secreto como lo de ahora. Había que dar buena imagen, y era más importante darla frente a los demás que ante Dios. Entre nosotros nada era más importante que saber guardar las formas. Así pensaba antes y no se imagina lo equivocada que estaba. La verdad es que lo único que importaba era el grosor de tu cuenta corriente.” “Y llegó la crisis”, la interrumpió el periodista. “Sí, la maldita crisis. Las ventas se desmoronaron y, muy pronto, desapareció la liquidez. La empresa quebró dejándome varias comisiones por pagar. Luego vino el paro, dos años, y las presiones del banco por la hipoteca de la vivienda. Encontrar un nuevo trabajo en mi ramo fue imposible y la porquería que cobraba de paro (tenía contrato de media jornada), no daba ni para la hipoteca. Y, encima, era tan idiota que trataba de seguir manteniendo mi status ante los demás. Ese fue mi gran error, querer seguir manteniéndolo todo, negar mi realidad. Cuando quise darme cuenta ya había sido embargada y desahuciada y todos aquellos falsos amigos de la cofradía de La Santa Cruz habían desaparecido. Me volví a ver en casa de mis padres, también cargados de deudas tras la quiebra de la empresa, ya con 30 años y un niño de ocho que necesitaba de todo.”

   El silencio se tensó en sus ojos, como si ambos caminaran sobre un alambre de cristal. Ninguno quiso mirar de frente al fondo del abismo. Él sintió una punzada en el mentón al pensar en el no rotundo de ella a mostrar su rostro en fotografía alguna. Aquellos labios le embelesaban. “Y, en ese momento, fue cuando cambió tu vida”, alcanzó a decir el periodista. “Sí, a veces la circunstancias te llevan a visitar las oscuras caras de una vida que acaso ni imaginarías. Leí un anuncio en el periódico, pedían chicas de alterne en esta ciudad y no lo pensé, aún tengo buen cuerpo y el sueldo estaba muy bien, no tanto como ahora que trabajo por mi cuenta, pero me ayudó a comenzar de nuevo. Ahora, cuando voy a visitar al niño y a mis padres, los amigos de la cofradía me rondan como ratas archiveras, interesándose nuevamente por mí, -dijo Ágata con expresivo sarcasmo-. Ahora mi hijo ha vuelto al colegio de curas y ya nadie se atreve a mirarme por encima del hombro”.

   El periodista la observó. Vio el orgullo de princesa en aquella mujer que vendía más su alma que su cuerpo, el sexo para ella era únicamente transacción, sin atisbo de deseo. Estaba vacía. Era un precioso jarrón de porcelana eternamente hueco. Cerró la carpeta en la que estuvo anotando la entrevista. En ella tenía apuntado el guión de la misma y sabía que, a partir de ese momento, venían las preguntas escabrosas. Las preguntas más íntimas y escandalosas. Esas en la que esa boquita estuviese relamiendo pollas. Pero no quiso hacerlas. Guardó la libreta en el bolso, pidió la cuenta al camarero y acarició suavemente la mano de Ágata. Ella se ruborizó un poco ante el acto inesperado del joven periodista, pero en el breve tiempo que el camarero trajo la vuelta logró recomponerse. Asió la mano del joven, le sonrió con picardía y le susurró: “Doscientos la noche completa”. Y él le respondió: “Lo sé”. Salieron juntos de la cafetería y juntos caminaron hacia el hotel en el que se hospedaba el periodista. “Entonces, ¿ya no quieres que te cuente nada más?”, preguntó Ágata, algo coqueta. “No. Mejor me lo enseñas”, contestó él. 


Del libro "Historias de la puta crisis"  

martes, 3 de diciembre de 2013

OTRA REVOLUCIÓN



Llegará como un temblor que se presiente en la distancia
y, convulso como un trueno, irrumpirá cuando ya nadie la espere.
Las cadenas se abrirán como párpados al miedo,
las trincheras y la sangre serán herramientas de batalla,
los nombres se transformarán en logos de frío metal,
dioses intocables, trazos sin razón que adorarán las multitudes.
Los  ríos cárdenos no saciaran la sed y en las pupilas,
con brillo de escarcha, refulgirá el fuego de la venganza y el dolor.
Llegado ese momento, la esperanza se convertirá en locura
y la locura, más tarde, en tragedia.  Con el tiempo,
 los muertos desaparecerán de archivos y memoria.

Y a la espera de otra revolución, para que todo siga igual:
 sólo los ancianos sabrán cuándo muere otro anciano.



lunes, 2 de diciembre de 2013

¿EL FIN DEL LOGOS?

  Pocas veces leí una descripción del infierno social que cohabitamos tan acertada. No conozco a su autor, me la envió como comentario a un poema, "La sombra del fuego", publicado en este blog. Confío en tener su permiso para extender su existencia. Es tan lúcido, tan luminosa la luz de sus escombros, que no puedo resistirme a la tentación de compartirlo. Veamos cuántos nos sentimos identificados en el texto.





¿EL FIN DEL LOGOS? 

La definición más precisa e impactante de lo que es el infierno es la ausencia de la razón, es decir, la incapacidad de diálogo con el otro. El otro además de representar el límite puede significar la fuerza que invite a la desesperación. No debería ser así. Si uno tiene muy claro quién es y no negocia sus señas de identidad y sus referentes, no tiene por qué sufrir por la incomprensión ajena. ¿O sí? Cada editor es responsable de lo que edita no de lo que los otros vean. Al mismo tiempo cada sujeto, antes o después, alcanza el estadio de la invisibilidad. Un lugar en el que no es visto. Eso al principio afecta al orgullo, tras acostumbrarse no ser visto es habitar permanentemente en el escondite. 
La primera vez que oí esa definición me resistí a aceptarla. Me dije que la insistencia en la comunicación y en el diálogo conseguía con paciencia y método el imperio de la razón. Por supuesto me equivocaba. Todavía no sé hasta qué punto me equivocaba y cuánta razón tenía aquél enunciado que me inspiró refracción. Actualmente sé que la condición de desgracia va directamente ligada a la imposibilidad de comunicarse, y dentro de esa incomunicación no poder expresar la impotencia resulta más alarmante. La situación se agrava al saber que la imposibilidad se da con los interlocutores más cercanos y con las personas de más confianza. El posible fin del logos no lo es para la voluntad ni la confianza.

No hay nada tan frustrante ni que queme tanto en el sentido psíquico como ser renunciante a las palabras ante quien se le considera no apto para entenderlas. Esa postura, en principio unilateral, se convierte en bilateral al hacer otro tanto la parte excluida con la parte excluyente. Si el sujeto humano -a la escala de multitudes- se distingue por su superficialidad y los iconos más superlativos son los más triviales es porque a la comunicabilidad le cuesta ir más allá de eso. 
En cuanto eres habitante del infierno, de ese infierno particular de no poder comunicar tu sentimentalidad y quien eres a la gente con la que tienes contacto y a la que más quieres, todo se hunde. El problema no acaba ahí, es posible que a tu debido turno te conviertas, a pesar de tu voluntad, en el infierno para otros, al dejar de ser el entusiasta que fuiste, el promotor por el que te conocieron o el tipo dinámico que tenía marcha para estar en todas partes. No hay que ir al campo de batalla de los obuses y los lanzallamas con los cadáveres troceados por todas partes para decir que se ha estado en el infierno. Vivir en la sociedad hedónica es estar en una de sus naves.
Mientras los desgarros se puedan seguir cosiendo la biografía es una cantera de anécdotas de las que escribir y que contar. Esto seguirá así hasta el momento de la saturación total de anecdotismos reiterados y actos repetidos. El viviente en su condición de desgraciado se resignará a aceptar esta categoría. Le seguirá saliendo por respuesta el servoautomatismo de decir “bien, todo bien”, en cuanto le pregunten por cortesía como está, cuando en el fondo sabe y sabe que está mal, que todo anda mal. ¿Qué necesita un habitante del infierno para decir que como tal es un desgraciado? ¿Ante quien confesárselo? ¿Quién está en condiciones de escuchar semejante sinceridad?
Se vive muriendo un poco más a cada rato que el fin del logos queda demostrado. Por otra parte, la vida sigue por todas partes: sarmientos secos que rebrotan, semillas enterradas que dan tallos, el sol que sigue saliendo, las nubes que duchan las tierras secas, las pistas de vehículos rodantes por las que no paran de pasar, las chácharas de las gentes en todas partes o los pájaros que siguen piando aunque nunca se empeñaran en enseñarnos a cantar.

Al desgraciado, no por no tener, sino por poder ser de acuerdo con su ideario y sueños le han resbalado proyectos y le han sobrado traidores, esos que ni siquiera pasan por tales metidos en la fina sutilidad de los ausentes que no cumplieron con su parte del compromiso.
Al desgraciado ya no le va continuar formando parte de las rutinas ritualísticas de todas partes. Ya pasó por una buena parte de ellas, dejándolas atrás. Se sabe víctima de una gran estafa, pero no de una conspiración contubérnica tramada por poderes ocultos perversos, sino por quedarse pegado a los ilusionismos varios de generaciones de inconsecuentes. A su debido momento, el estafado sabe que también fue cadena de transmisión de la estafa y por tanto no ha de descartar que otros lo puedan descartar como impostor. Un estafador lo puede ser y de hecho lo es quien se cree los idealismos al uso sin tener las garantías científicas de su realización. La estafa del idealismo podrá ser el eslogan futurible aplicable a aquellos que prometen paraísos del mañana y son agentes reproductivos de los infiernos del hoy.
Las semillas que rebroten y los frutos de la tierra nos recuerdan a su manera y sin palabras que los humanos no dejamos de formar parte de este ciclo universal del esplendor de temporada y estar en la quietud entre bastidores el resto del año. 

Los humanos que nos necesitábamos para construir un imperio de bondades terminamos de compañeros de galeras achicando aguas del navío que irremediablemente se hundirá. La historia no acaba ahí, sigue y seguirá intentando explicar lo que pasa en general y lo que nos pasa en particular.
Al sujeto que se ha quedado en sombra de lo que fuera y quisiera ser ya no le pedimos que nos explique su aventura existencial, nadie le pregunta por quien fue (salvo los archiveros y amantes de fichas de control). Se le juzga por lo que aparenta ser: un tipo tirado con la mirada perdida sin esperar nada de nadie. Los avatares sociales lo han arrinconado en cualquier agujero de inmundicias. Su aparente mansedumbre es el grito de rebelión más potente que jamás existió. No esperar nada del otro, nada de nadie, ni siquiera una entente en el lenguaje pone fin a los días del hombre interesante, para convertirlo en el fósil ordinario del escenario de paso.
El discurso del infierno forma parte del averno. Entre sus llamas de fuego frio se hielan las venas y las neuronas que dejan de computar. Todo es dolor, ninguna idea acierta para un futuro que no existe. Los traidores de cada causa se enumeran y se comparan en quien la hizo peor, en quien achuchó a mas gentes en los campos concentracionarios de las existencias vacías. El biógrafo de las desgracias ajenas, a su vez se sabe advertido de cuál es el destino multipersonal tras el fin de cada autoengaño particular. La lucha por los demás en general y por mejor la historia del mundo no deja de ser el subterfugio que esconde la incapacidad de cada cual de luchar por sí mismo. Cuando las alternativas desaparecen, y dentro de ellas la autojustificación para construirlas, emerge imparable la miseria intelectual que junto a la miseria espiritual hacen del no alternativo escoria social o figura estandarizada, que para el caso es lo mismo.

Queda el texto surrealista o el poema inconexo en el que refugiarse, quedan las palabras –como siempre- pero esta vez de, por y para uno. Las palabras que no el diálogo, en el que la vía de comunicación queda derretida o tapada por las lavas fundidas de los llantos de la animalidad más sufriente.


Texto de Jes Ricard O
enviado como comentario en Facebook
a la publicación del poema "La sombra
 del fuego", editado en este blog.                 

jueves, 28 de noviembre de 2013

COMUNICADOS



El parado llegó a casa pensando que todo estaba bien.
Aún tenía amigos y siempre encontraba alguno cuando salía de casa.
A pesar de la decrepitud y los bolsillos rotos.

¿A quién encontrará mañana, sentado en el banco bajo el sol?
¿Qué voz sonará al otro lado del teléfono, cuando llame a ciegas,
para anunciarle un nuevo e inesperado funeral?

.

LA SOMBRA DEL FUEGO



Mira como el perro al hueso,
mas nunca la oí ladrar.

Acaso ya todo le resbale.
Sabe que forma parte del infierno,
de la sombra delirante del fuego del infierno.

Sin embargo, no hiere noviembre, con sus aceros fríos,
sus pies descalzos, sus carnes cetrinas y al aire.

Observa el escaparate navideño de una librería,
sorda al llanto del infante,
que se aferra a la ubre del maná.

Lágrimas resbalan por su faz. Y el gitano se burla
y la achucha, desde el otro lado de la calle.

No sabe leer. Pero, sin saber por qué,
se traga la rabia y el dolor, y llora
cada día ante el dibujo de ese libro.

Un vertiginoso tacón de aguja, una corona

y un sobrio puñal, manchado aún de sangre.

martes, 26 de noviembre de 2013

LA TRAICIÓN DE LOS POETAS

Hicimos versos olvidando que la vida
es sólo prosa de espinas y dolor,
ahogando lo mejor, abriendo heridas .
Volamos ensoñados en los púlpitos y, en la intimidad,
 declamamos la perfección, la pose en los espejos.
Todo fue bruma, inacción, sombra sin llama.
Éramos estúpidos Narcisos en bandada
frente al estanque idealizado de la vanidad.
Fuimos ingenuos, terriblemente ingenuos. ¿O no?
Sumisos y volátiles buscando con el pico las migajas,
mientras surgían más cráteres, más, y se enfurecía el volcán.
La belleza nunca estuvo en nuestros versos. Mentimos.

La belleza hubiera sido la verdad.

lunes, 25 de noviembre de 2013

2013



Frente al glaciar de escombros, huir de la venganza.
Salir de la rigidez del hielo, no sin dolor,
y encender la lluvia desesperadamente con los labios.
Hallar un refugio y de amor prender la carne en la oscuridad
Luego esperar la luz, el parto milagroso de la luz, 
con el asombro de un recién nacido en la mirada.
Insuflar un nuevo amanecer, despertar pleno a la vida.

Y creer en el fuego purificador de la concordia.

sábado, 23 de noviembre de 2013

A LOS PENSIONISTAS, JUBILADOS Y DEPENDIENTES DE ESPAÑA



   Si este gobierno debiera temerle a algún colectivo es al de los pensionistas, jubilados y dependientes de este país. Por eso me dirijo a usted, que está entre esas tres definiciones. El 70% de las pensiones españolas no superan el salario mínimo interprofesional. Haga números y comprobará que dicho colectivo supera con creces los 6 millones de habitantes. Imaginemos ahora que esos 6 millones de ciudadanos se reúnen en Madrid con la intención de paralizar la capital. ¿Quién podría pararnos? Hasta las porras de los policías se echarían a temblar. ¿Qué agente desearía salir fotografiado en los medios de comunicación machacando a una vieja? Y las autoridades no darían abasto poniendo sanciones, multas exorbitantes que mermaran nuestra ansia de justicia y nuestra lógica indignación. Sin embargo, nos descojonaríamos en sus caras sin ningún pudor porque, y acaso usted no lo sepa, según el artículo 107 de la Ley de enjuiciamiento civil, cualquier persona con un sueldo inferior al salario mínimo interprofesional es inembargable. Imagínense, 6 millones de viejos y/o incapacitados, frente al parlamento español, sonándose los mocos con las multas que les acaban de poner las autoridades. La mofa hacia el gobierno sería sublime, además de estar amparada por la legislación de este país del esperpento. Pero nos podrían meter en la cárcel, pensaréis algunos. ¿De verdad pueden imaginar a un juez mandando a prisión a un viejo de 70 años por salir a tomar el aire por las calles de Madrid?

   Nosotros tenemos la fuerza y ya es hora de que nos vayamos enterando. Comprendo que para muchos de vosotros ésta no sea tarea fácil de abordar, pues no existe otro pensamiento cotidiano en vuestras mente que el de lograr la supervivencia diaria de vuestros familiares, el hijo de 25 años que nunca ha trabajado y se está echando a perder en la calle, el de 35 que ha vuelto a casa y lleva 5 en el paro, los nietos a cuyos padres han desahuciado y ahora se sustentan cada día de tu pensión, etc… Pero ya es hora de dejar de mendigar parches efímeros e ir a por todas. Ya el nivel de indignación no es sostenible. Ya la resistencia se plantea imposible para muchos, demasiados. Y encima la ignominia es doble, no sólo pretenden aniquilarnos (en 2015 habrá más muertes que nacimientos en España), es que además se descojonan, delirantes, mientras morimos. Nos dicen que todo va mejor, que los salarios suben moderadamente, que, gracias a ellos, es estable el sistema de pensiones, que… Cuentos y recuentos falsos, mientras aprietan un poco más, y a traición, la soga que rodea nuestro cuello.  


   Sólo le pido que lo piense un instante. Imagine ese ejército de andadores, sillas de ruedas y muletas, manifestándose, a paso de tortuga, por las calles de la capital. Coméntelo con su familia, para que la acompañen, y la lleven, si es que usted no puede valerse por sí misma. Ni los zombis de Walking Dead generarían tanto terror en nuestros gobernantes. Todos los pilares institucionales comenzarían a temblar. Atrévase a estar ahí, forme parte de tan digna epopeya. Sueñe con cambiar las cosas y convierta ese sueño en una realidad. Mientras nos quede un hálito de vida será posible. Después no habrá remedio y sus hijos y nietos jamás saldrán del infierno. Hágalo por ellos, si ya no quiere hacerlo por usted. Porque ellos merecen vivir mejor y también tienen derecho a la felicidad. La que usted sí vivió alguna vez y ahora apenas recuerda. 

   

viernes, 22 de noviembre de 2013

LEYES, BELIGERANCIA Y ANALFABETISMO DEMOCRÁTICO


   No entiendo a este país. ¿Es que no podemos llegar a un consenso en nada? ¿Sólo sabemos vivir en la ciega vorágine de la confrontación? Los españoles somos borregos, pero además borricos. El híbrido más prominente a la autodestrucción.

   Desde el inicio de la democracia no hemos logrado un acuerdo global en las leyes educativas. O, obligatoriedad de la religión católica y disgregación, o nada de obligatoriedad en nada y libre albedrío para profesores y alumnos. Adoctrinamiento ideológico por ambas partes  y nada más, sin preocuparnos excesivamente por contenidos y continentes. ¡Al carajo la formación de los alumnos! Lo único que importa es la alineación de los futuros votantes. En la sanidad otro tanto. O se argumenta que no es sostenible la gestión pública de los hospitales, o fletamos, desde las antípodas, aviones para operar aquí a quien nunca cotizó en España. O negamos la caridad, o nos desbordamos en ella hasta la consiguiente ruina económica.  En todo igual, es mejor pelearse hasta la extenuación y la consiguiente devastación, que sentarse a hablar como seres civilizados y centrarnos en conseguir algún acuerdo que, aunque no contente plenamente a nadie, sí nos deje en parte satisfechos. Ahora le toca a la ley seguridad ciudadana. El PP quiere devolvernos al fascismo de Franco de un plumazo y se salta a la torera la propia constitución negando al pueblo el derecho de reunión y la protesta pasiva. Mientras la izquierda se lleva las manos a la cabeza argumentando que es una ley innecesaria, cuando tampoco es así, habiendo quedado patente muy recientemente en las manifestaciones que grupos fascistas y anarquistas han llevado a cabo en la universidad complutense de Madrid y en las que encapuchados de ambos bandos han destrozado inmuebles y algún rostro inocente que otro. Claro que todo se puede regular y es necesario hacerlo para evitar hechos como éste. (¿Por qué algunos van enmascarados a las manifestaciones? Si vas con la justa intención de protestar pacíficamente y careces de ansiedad de sangre no tienes porque ocultar el rostro.) Pero para regular es necesario que entre todos analicemos los problemas y buscar soluciones que no conlleven la restricción de la libertad democrática de los ciudadanos, ni la represión contra el pueblo inocente. No podemos permitir que subgrupos de radicales antidemocráticos rieguen de sangre y caos nuestras calles, pero tampoco podemos permitir que, escudándose en tal afirmación, otros aprovechen la coyuntura y el miedo inoculado en las masas para cercenarnos de un plumazo todas nuestras libertades constitucionales.

   ¿Qué carajo le ocurre a éste esperpéntico país? ¿Por qué sólo sabemos vivir en la constante beligerancia? ¿Por qué nunca hemos sido capaces de sentarnos cívicamente y hablar? ¿O es que, en realidad, aún no sabemos en qué consiste una democracia?