jueves, 19 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA ANARQUISTA


 Habíamos quedado en la Carrera de San Jerónimo, frente a la embajada de México, pero cuando llegué allí la zona estaba acordonada por la policía.  Los encontré más atrás, a unos 400 metros del lugar acordado. Se diferenciaban claramente entre el gentío. Sus banderas negras y rojas volaban como cuervos ensangrentados sobre los millares de manifestantes y sus rostros, ocultos bajo pasamontañas negros, resaltaban entre tanta indignación a cara descubierta. Los infinitos recortes sociales habían llevado a la población al límite de la supervivencia y la resignación se había convertido en rabia ciega. La violencia aún no había aparecido, pero la fiebre hervía en la sangre de todos y todos esperaban la tormenta, su furor. Era la quinta vez que la ciudadanía intentaba rodear el Congreso de los Diputados y en todas las veces anteriores hubo conatos de violencia, mayores y más graves cada vez. Y en esta ocasión la ira podría ser incontenible.

   Baku, el líder del grupo, se acercó a mí. “Esta vez la vamos a liar, venimos más que preparados”, me dijo e indicó al grupo que nos siguiera. Parecían escarabajos peloteros, todos vestidos de negro y con el pesado bulto de sus mochilas sobre las espaldas. Bajamos por Santa Catalina, hacía la calle del  Prado. Al pasar frente al “Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de Madrid” Baku me sonrió y me dijo: “En este país eso de la propiedad se va a acabar, ya no encargaremos nosotros. Aquí nada pertenecerá a nadie porque todo será de todos”, y seguimos caminando a zancadas presurosas, como si alguien invisible nos persiguiese. Pensaba en que aquel muchacho debía de tener algunos problemas de comprensión lectora (había asociado a su manera las palabras “Territorial” y “Propiedad”, pero obvió por completo el concepto de la palabra “Intelectual”, también incluida en la placa de aquel edificio), cuando doblamos hacia la plaza de Las Cortes y, una vez allí, evitamos la marea creciente de vehículos policiales subiendo por Marqués de Cubas, hacia la calle Zorrilla, con la clara intención de abordar el edificio del Congreso por detrás. “Son demasiados, es una locura buscar la confrontación en estas circunstancias”, le dije. “No. No es una locura, es una obligación. El capitalismo nos está masacrando y la revolución es el único camino. El uso de las armas está justificado cuando es el Estado el que ordena, con sus políticas neoliberales, la ejecución en masa de los más desfavorecidos. No podemos seguir muriendo sin hacer nada. Los ciudadanos necesitan nuevos héroes de la revolución y nosotros estamos dispuestos a sacrificarnos por ellos”, expresó Baku, con rotunda convicción e imagino que emulando con los gestos de sus manos a su admirado Bakunin. ¿Habría también un Propot en el grupo?


   Fue a la altura del cruce con la calle Fenanflor donde tuvimos el encuentro frontal con el cordón policial, “los perros esclavos de su amo”, como los llamaba Baku. Yo me quedé rezagado, observando desde cierta distancia el proceder de ambos bandos. Cuestión de seguridad, el periódico me paga para observar y contar, no para jugarme la vida. Los insultos a las fuerzas de seguridad del Estado comenzaron pronto, enervando la actitud beligerante de estos. Intentaron aislar e identificar al grupo anarquista, pero estos opusieron resistencia y retrasaron su posición. Luego, rodilla en tierra, comenzaron a sacar adoquines de sus mochilas y a lanzarlos contra el furgón policial. Los antidisturbios subían a toda velocidad por la calle Fernanflor. En ese momento Baku me agarró del brazo y corrimos hacia la retaguardia, ocultándonos tras la esquina de Marqués de Cubas. A unos veinte metros de la esquina Baku se detuvo y me indicó que me alejase de él. Aquel muchacho anarquista abrió su mochila y sacó de ella una botella. Era un cóctel molotov. Sacó un mechero de su bolsillo y esperó a que algún antidisturbios apareciese ante él. Nadie pudo imaginar que una mujer desahuciada, que andaba buscando manjares entre tan distinguidos contenedores de basura, apareciese por allí y, aún menos, que Baku, cegado por la adrenalina de la batalla, la pudiera confundir con un fornido policía. Pero lo cierto es que, llegado el momento, todo el sonido de aquella estridente guerra desapareció y solo pude oír, como el eco más terrible del infierno, los gritos de esa anciana en llamas. Fue Baku el que me zarandeó hasta conseguir despertarme de aquel horror y, agarrando mi brazo, me arrastró calle abajo, hasta que logramos mimetizarnos con los ciudadanos que hacían cola en el Museo del Prado. Allí descansamos, recuperamos el aliento perdido y, por primera vez, pude ver sus ojos verdes, sin las gafas negras que los ocultaban, ni el pasamontañas que cubría su rostro. “Has matado a una anciana”, le dije. “No creo que haya muerto, solo se ha chamuscado un poco. Seguro que los perros se habrán ocupado de ella”, me contestó. “Pero era una mujer inocente”, expuse con estupor. “En toda revolución caen víctimas inocentes. Es un daño colateral inevitable. Ellos son los mártires de nuestra necesaria causa”, me dijo, sin mostrar un ápice de remordimiento. “¿Y su familia?”, le pregunté, visiblemente azorado. “Nos ocuparemos de ellos cuando logremos la victoria. Todos los familiares de los mártires serán héroes admirados en nuestra nueva sociedad”, dijo Baku complaciente. “¿Y ahora, qué pensáis hacer?”, le pregunté, esperando por respuesta cualquier locura. “Ahora vamos a fabricar bombas que pondremos en iglesias y colegios de curas. Es la mejor forma de presionar para que liberen a nuestros detenidos. Todo sea por la verdadera libertad”, me contestó, mirando el vuelo de los pájaros en el azul infinito del cielo.



Del libro: "Historias de la puta crisis"

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