jueves, 12 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA MUNICIPAL



   Llegué al barrio de La Orden cinco minutos antes de la hora concertada. Había quedado allí, en el parque Moret, con el concejal de Salud y Medio ambiente. En el consistorio estaban de celebración. Hacía poco más de una semana que nos anunciaron en rueda de prensa el éxito de la operación contra la indigencia en la zona céntrica de la ciudad. Las campañas turísticas en el exterior habían dado fruto y la afluencia de guiris multilingües era cada vez mayor. En nuestro periódico local hablábamos mucho de ello, pero la mendicidad constante de algunos individuos en las terrazas del corazón de la ciudad daba muy mala imagen a la misma y era urgente y necesario hacer algo. Nadie desea ir allá donde le muestran la miseria. Y de la noche a la mañana lo solucionaron. Aún no sabíamos cómo, pero todos aplaudimos el resultado. Ya podemos pasear con mayor seguridad por la Gran Vía, sin espejos de miseria e inmundicia en los que observarnos. Y, ahora, el concejal quería hablarme de los gatos callejeros

   Lo primero que detecté al llegar al parque fue el aumento de agentes de seguridad. Pregunté acerca de ello. “Bueno, como sabrás en este parque teníamos un problema. Se ve que hay mucho Diógenes sin control en este barrio. Gente estrafalaria que no tienen relaciones humanas y vuelcan su absurdo amor en los felinos, a los que alimentan diariamente. Aquí vienen muchos niños a jugar y las madres se nos quejaron. La inmensa cantidad de gatos congregados alrededor de la comida gratuita provocaba un terrible temor en ellas, preocupadas por la salud de sus hijos. Y llevaban razón. La podredumbre de los cadáveres de ratas y la suciedad ya eran peligrosas. De modo que nos pusimos manos a la obra. Ahora los vigilantes se ocupan de localizar a los idiotas que nutren a los gatos y les sancionan con severidad, lo cual, por qué no decirlo, le viene muy bien a las arcas vacías del consistorio”, me contestó el concejal con una sonrisa de presentador televisivo. El parque estaba casi vacío, aún era temprano y la escarcha comenzaba a derretirse, por efecto del sol, sobre las hojas de los árboles. Hacía un día precioso, un cielo sin nubes y esplendoroso de pájaros. “Entonces, problema solucionado, ¿no?, si los gatos ya no encuentran alimentos habrán dejado de venir”, aduje con bastante ingenuidad. “No, no es tan sencillo. Esos bichos están acostumbrados al lugar, son territoriales y piensan que el parque les pertenece. Además, no encuentran alimentos elaborados, pero siguen cazando ratoncillos y algunas aves despistadas. Pero, en fin, lo estamos arreglando, aunque no es sencillo erradicarlos” argumentó el concejal.


   De repente, vi moverse un matorral y pude oír con nitidez los últimos lamentos de un gato. El concejal y los vigilantes ni se inmutaron y seguimos paseando por la vereda. Yo me giré hacia atrás y la pude ver saliendo de la maleza, con un gato muerto entre sus manos. Era ella, la chica negra que antes pedía en la Gran Vía de la ciudad, pero ahora parecía más viva, más en forma y mejor alimentada. Descalza, sobre los fríos adoquines, solicitaba limosna en silencio, mostrando las terribles cicatrices de su cuerpo. Nadie conocía las de su alma, pues jamás pronunció una frase. Pero ahora sus ojos no estaban plenos de tinieblas, ahora estaban vivos y nos miraba arisca, desconfiada de que le pudiéramos arrebatar su presa. El concejal la miró y le indicó con un gesto de su mano que se apartara de nuestra vista. La negrita bajó su mirada y se escabulló entre las ramas del bosque. “Esa chica es una de las sin techo que pululaban por el centro de la ciudad”, afirmé sorprendido. “Si. Y ahora está mucho mejor. Trabaja para el ayuntamiento. La dejamos dormir, junto a otros, en un almacén municipal, a cambio de que cacen los gatos del parque”, me confesó, sin pudor, el concejal. “Pero los matan”, le dije escandalizado. “Sí, y hasta pueden comérselos si quieren. Su carne tiene muchas proteínas y dicen que  es tan sabrosa como la de conejo, –me sonrió con estudiada complicidad. Teníamos dos problemas, los malnutridos pedigüeños y los gatos callejeros, y ya no tenemos ninguno y con lo que recaudamos en multas pagamos los gastos. ¡Magnífica gestión la de nuestro gobierno!, ¿no le parece?”, preguntó inquisitivo, mientras clavaba sus amenazantes ojos en los míos. “Si usted lo dice, así será”, tuve que contestarle y seguí caminando junto al grupo, sin prestar ya mucha atención a aquel discurso. El sol, sobre las copas de los pinos, lucía radiante y calentaba nuestros gélidos rostros.   


Del libro "Historias de la puta crisis"

No hay comentarios:

Publicar un comentario