Su mirada era incapaz de sobrepasar la
altura de nuestros tobillos, a pesar de su corpulencia. Parecía un Gran Danés asustado en mitad de tanto gentío.
Hacía frío aquella mañana y el funcionario al que debía entrevistar aún estaría
ocupado durante una hora, según me anuncio su secretaria. Mi artículo del día
siguiente versairía sobre la cotidianidad en las oficinas del INEM. Y allí estaba, en esa mañana de tempanos en la punta de la nariz. Necesitaba sorber
algo caliente, de modo que me acerqué a ese hombretón hundido y le pregunté si le apetecía un
café. Me dijo que sí y salimos juntos de la oficina para dirigirnos a la
cafetería más cercana. Me sacaba dos cuartas, su estatura rondaba los 2 metros. Santiago se llamaba aquel hombre de mediada edad (55 años
aprox.) y pronto entablamos conversación, más por mi inevitable interés
periodístico, que por su escasa locuacidad. Venía a firmar el paro, me dijo, y
que era una vergüenza que tuviera que perder todo un día de trabajo para ello.
Me quedé sorprendido y quise indagar más. “Pero
si usted está trabajando, ¿qué hace aquí?”, le pregunté. Me miró, con ojos desesperados, y volvió a agachar la cabeza. “Mira hijo, cada uno hace lo que puede”, contestó. A partir de ahí,
preferí preguntarle desde flancos más amables y me interesé por su familia. “A mi mujer la perdí –me dijo, no pudo aguantar más la situación y se fue con
mi hija a vivir a casa de mi suegra. Fue cuando nos desahuciaron. Después de 25
años trabajando como un mulo en los astilleros me despidieron y cuando se acabó el paro,
el banco no tuvo compasión. Yo me tuve que ir a vivir con mi hermano y mi
nuera, la pobre, que ya está harta de mí.” Cogió la taza de café con ambas
manos, como si no se fiase de la firmeza de su sujeción, y se la llevó a los
labios, sin poder controlar los temblores. “¿Y cuánto tiempo lleva así?”, le
pregunté, mientras posaba mi mano en su hombro desvencijado. “Viviendo con mi hermano tres años y viniendo
aquí, a firmar cada mes, seis, sin que jamás me hayan ofrecido nada”, me
dijo sin atreverse aún a volver a alzar la mirada. “Pero acaba de decir usted que ahora está trabajando, si no he entendido mal, y eso, en
cierto modo, quiere decir que la situación mejora, ¿no?”, le afirme, en un tono bastante compasivo. “Si. Sin contrato ni nada, pero es verdad,
algo es algo y eso significa que la situación mejora por fin y, si me esfuerzo
de verdad y consigo ser un poco más duro, más amenazante, lograré revertir mi situación y hasta
puede que todo vuelva a ser como antes”, comentó con un destello de
optimismo en su rostro. En sus pupilas se instaló un frágil brillo de esperanza. “Y ¿en qué
trabaja, si no es mucho preguntar?”. “Trabajo para el nuevo novio de mi hija. Es empresario, ¿sabe usted?, y aunque le va bien en sus chanchullos,
tiene el mismo problema de todos los emprendedores: que la gente tiene la cara
muy dura y no le quieren pagar. Para eso me reclutó en su empresa. Me dedico a patear
todo el día la calle buscando a aquellos que le deben algo y les recuerdo
constantemente su deuda, hasta que algunos, abrumados por la vergüenza deciden
pagarme. De lo que consigo cobrar me llevo una comisión, pequeña, es verdad,
pero si logro ser más duro, más cínico y huyo de sentimentalismos, iré aumentando mi sueldo cada mes. En este sólo he sacado unos trescientos euros,
pero mejoraré, créame, porque estoy desesperado y nada mejor que la
desesperación en la batalla”, me contestó, mientras su cuerpo derruido se
erguía en la silla y su mirada, insuflada del orgullo suicida del vencido, se
fijaba, finalmente, en mis pupilas. “¿Y no cree
usted que lo que hace es extorsión y que actuar así es empujar a otros al infierno?”, le pregunté,
procurando ya mantenerme distanciado. “Posiblemente lleves razón, hijo –me contestó, posando su mano gigantesca en mi hombro, pero si algo he aprendido en los años que yo llevo en él, es que nadie hará nada por
ti, si tú nada haces por ti mismo”.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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