sábado, 28 de junio de 2014

UNA HISTORIA DE BARRIO



   “Yo fui quien le asesiné”, me confesó. Su mirada se perdía en la frondosidad del parque adyacente al campus universitario, mientras la plomiza desolación que exhalaba su cuerpo se hundía irremisiblemente sobre el césped seco en el que estábamos sentados. Le llamaban Mikel, aunque en la intimidad prefería que le nombrasen Susi. Era joven, no había cumplido aún los 19 años, la misma edad de su amigo Damián, el asesinado. Ambos nacieron en el mismo barrio, en el extrarradio de la ciudad y ambos estudiaron siempre en los mismos colegios. Desde muy pequeños recorrían juntos el camino hacia la escuela y la vuelta infernal a casa, en la que Damián, más fuerte, grande y musculoso le defendía de los chicos que le humillaban por ser un “mariquita”. “¡Por ahí llega el bujarrón!”, gritaban todos cuando le veían llegar, preparados ya con las primeras piedras y palos en las manos. Y si alguna piedra le hería era también su amigo quien le curaba y calmaba su dolor. “Él no era homosexual, señor periodista, tiene que prometerme que lo dirá en el artículo. Nunca antes de mi proposición tuvo relaciones con otros hombres, al contrario, le encantaban las chicas, siempre me decía que no tenía novia porque escoger a una significaba renunciar a las demás. Así era él, un toro noble y leal, incapaz de engañar a nadie”. Dos diamantes líquidos, plenos de sol, comenzaron a descender por su rostro. “¿A qué proposición te refieres?”, le pregunté. “Fue hace unos meses, al principio del curso –me contestó. Las nuevas tasas universitarias nos impedían la realización de nuestros sueños. Él quería ser veterinario y yo siempre quise ser enfermero, pero con nuestras familias en paro y sumidos en la pobreza quién nos iba a pagar la carrera. Nuestras notas siempre fueron buenas, pero las becas concedidas no nos alcazaba, aún menos con la nueva merma del ministerio de educación. O lográbamos dinero por nuestra cuenta o tendríamos que renunciar a la universidad. E hicimos todo lo posible por encontrar trabajo, créame, pero con el desempleo actual y sin preparación quién iba a contratarnos, de modo que localicé una página de contactos por internet y nos anunciamos como prostitutos, un dúo de activo y pasivo dispuesto a realizar un trío con cualquiera que acordara pagarnos 100 euros por hora. Yo dejaba seco al cliente, mientras él se dejaba hacer mamadas o enculaba a quien se lo exigía. Al principio nos fue bien, la mayoría de los clientes eran viejos pudientes y discretos, muchos casados, a los que les sobraba el dinero y nos lo entregaban con facilidad, inconscientes de nuestra necesidad imperiosa. Después, desprendidos de los nervios y temores iniciales, el sexo secreto se convirtió en normalidad rutinaria donde todo era sencillo y placentero. Hasta el día que nos llamó aquel hijo de puta”.

   El hijo de puta no resulto ser un viejo de doble vida, pleno de prejuicios en su cara iluminada al público e inconfesables perversiones en el lado oscuro de su luna, sino un chico de su edad y de su mismo barrio. “Le reconocí enseguida y entonces supe que la cita, en realidad, era una emboscada. Nos pareció extraño el encuentro, en una nave industrial de las afueras, pero al teléfono dijeron ser dos cincuentones con ganas de follarse carne fresca y nos lo creímos. Damián se empeño en acompañarme, a pesar de que decían ser activos y de asegurarle que yo podría saciar a los dos. Nos abrió la puerta un señor mayor, entramos en el local y echó el cerrojo e, inmediatamente, bajaron cinco chicos por una escalera metálica. ¡Por fin llegó la hora de la caza, maricones de mierda!, gritaban a coro. Se situaron alrededor, rodeándonos en círculo. Todos eran musculosos, con pintas de enganchados a las inyecciones de esteroides. Tres de ellos rapados y todos con vestimenta pseudomilitar y botas de cuero con punta de acero. Él era uno de ellos, Inocencio, el vecino de Damián, hijo de una familia tan pobre como la nuestra, pero con un padre que, como él, odiaba a todo el mundo y una madre sumisa que, aún así, nunca pudo evitar los golpes. Damián se encaró enseguida a Inocencio, no era la primera vez. Inocencio siempre fue el líder de la manada de lanzadores de piedra y en un par de ocasiones mi amigo le partió la nariz cuando no éramos más que unos niños. Luego, durante un par de años  desapareció del barrio, hasta aquel fatídico momento. Estaba hinchado, más grande, pero sus ojos aún mantenían esa mirada de hiena cobarde y traidora. Los otros cuatro sujetaron a Damián e Inocencio comenzó a golpearle con una barra de hierro en la cabeza y yo, maldito cobarde, no supe hacer otra cosa que llorar y suplicarles por su vida. Después me tocó el turno a mí que, enseguida, perdí el conocimiento, hasta que desperté en un descampado, malherido y junto al cadáver de mi amigo. ¿Entiende usted ahora porque digo que lo maté? Damián nunca se hubiera prostituido si no lo hubiese convencido yo y nunca dejaré de sentirme culpable por ello”. “No debes castigarte, tu no eres responsable de su muerte”, le consolé, sin saber muy bien cómo abrazarle sin producir aún más dolor en su frágil cuerpo, todavía dibujado por múltiples cardenales.

   No quise incidir más en la entrevista y dejé a Mikel sumido en su desolación. Ya tenía su narración de los hechos, con la que estructuraría la parte inicial de mi artículo y no era necesario provocarle más dolor. Ahora debía dar forma a la parte final de esta historia y para ello debía entrevistarme con Inocencio en la cárcel en la que estaba recluido. Y dos días después las autoridades me concedieron el encuentro. Fue en una amplia sala común, en la tarde más tórrida de agosto, junto a otros presos que eran visitados por familiares, amigos o abogados. Inocencio se presentó en camisa de tirantas y pantalón corto, dejando al descubierto sus antebrazos tatuados. En uno de ellos resaltaba una cruz gamada de grandes dimensiones y, en el otro, el número 88, saludo entre los nazis y símil de la doble H (Heil Hitler). “Usted era vecino de la víctima, ¿no es así?”, le pregunté de sopetón. “Sí, ¿y sabe usted cómo se siente uno oliendo cada día a maricón? Yo se lo diré: me sentía sucio, como si oliese a mierda o a algo podrido, un terrible y nauseabundo hedor que se expandía por todo el puto barrio. Todo el mundo olía en mi la asquerosa mierda de aquel maricón”, me contestó con tono amenazante. Golpeó con puño cerrado sobre la mesa, mientras la otra mano se aferraba a su rodilla, preparado para impulsar su cuerpo sobre mí. “Tranquilícese -le sugerí. Sólo he venido a hacerle unas preguntas. Soy periodista y he de escribir sobre los hechos ocurridos. Ya conozco la versión de Mikel, el chico homosexual, pero me falta la suya. Para mí es importante lo que me tenga que decir”. Retrocedió y  apoyó sus hombros sobre el respaldo de la silla.  Su rictus retador desapareció, dibujándose una mueca de sonrisa en sus labios. “Sí que tiene aguante el bujarrón, todos pesábamos que estaba muerto. Pero, dígame, ¿voy a salir de nuevo en los periódicos?”. “Sí, con nombre y apellidos”. “Pues dispare. ¿Qué quiere saber?”. “Mikel me ha confesado que durante la niñez siempre fueron enemigos y que no sufrió más palizas suyas porque su vecino Damián le defendía”. “Sí, mi vecino prefería la compañía de esa maricona antes que la de los colegas del barrio. No sé que le vería la Vane a un mierda como ese”. “¿La Vane?”. “La rubia más guapa del barrio y la más estúpida. Ahora tendrá que buscarse a un hombre de verdad porque del marica ese tan sólo podrá tocar su lápida”. “¿Ella fue la razón por lo que abandonó el barrio?”. “Por ella y por salir de toda la porquería que contenía. Me asfixiaba, ¿comprende?, rodeado de tipos a los que no les importaba humillarse ante la denigrante autoridad, desgraciados que retozaban en la miseria y refocilaban sus pasiones con moros y negras y sudacas, esclavos de la ley que les condenaba a la pobreza. Gente miserable: vagabundos, desempleados, musulmanes del puto Alá, negros apestosos, maricones y tortilleras, todos parásitos sacacuartos a los que los españoles tenemos que alimentar cuando no nos roban el trabajo”. “¿Fue entonces cuando entró a formar parte de la Hermandad?”, le pregunté sin mostrar acritud. Su semblante se iluminó, como el de un forofo del fútbol dispuesto a hablar del equipo de su alma. “La Hermandad fue lo mejor que me ha ocurrido en la vida. Pude alimentar a la familia gracias a su generosidad. Consiguieron que mi padre dejara de golpearnos a mi madre y a mí y ahora me respeta y ejecuta cuanto ordeno. Me educaron en los valores fundamentales de todo español que se precie y me mostraron el camino ejemplar de todo hombre con orgullo de pertenencia a su especie. Ellos me dieron la fuerza y la voluntad necesaria para combatir hasta la muerte a los enemigos de nuestra Patria. Me transformaron en el hombre heroico que ahora soy. Todo se lo debo a ellos. Y todos estamos unidos en una única familia que crece sin parar”. No pude contenerme más, aquel criminal se vanagloriaba de su clan, sin ser consciente aún de que éste le había destrozado la vida. “Pero ellos son los que te obligaron a asesinar a un inocente, los que te han traído hasta aquí, donde permanecerás encerrado 20 años según la condena impuesta por el juez. Ellos son los que te han desgraciado el futuro y la vida. ¿Tan ciego estás que no lo puedes ver?”, le espeté, armado de valor. Entonces, despegó su espalda de la silla y se levantó, mirándome a los ojos fijamente, en clara actitud amenazante, golpeó nuevamente la mesa y me gritó, mientras acercaba sus puños cerrados a mi cara: “¿Quién es usted, en realidad, otro maldito maricón, un rojo hijo de puta, un cabrón defensor de negratas y moros de mierda o un pijo de esos que se llaman a sí mismo progresista?”. Estuve a punto de caerme de la silla, pero logré recomponerme. Todos en la sala se callaron de repente y miraron hacia nosotros, esperando el inicio de una pelea que rompería el agradable ambiente de visitas. Pero permanecí sentado y controlé los nervios cuanto pude y en un tono conciliador le dije: “Relájese y mire a su alrededor, por favor. ¿Acaso ve a algún enemigo real del que sea necesario defenderse? Aquí nadie le quiere atacar, aquí reside la paz y la concordia porque es un día de reencuentro. Aquí todos queremos lo mismo: tan sólo hablar”. “Tú y yo, hipócrita del carajo, no hablamos el mismo idioma porque no nacimos en el mismo barrio -me insultó. Por eso concebimos el mundo de forma distinta. Y en mi mudo, entérese de una puta vez, todo es una selva en la que el lobo siempre acaba devorando a Bambi”.   

  



UNA HISTORIA LITERARIA

“Al final ¿qué nos queda?,
 un puñado de huesos,
una huella en el agua,
un lugar que no es nuestro.”

    Con estos versos finalizó el autor su intervención. La sala estaba triste, desangelada y fría. Todos esperaban mayor asistencia, sin embargo no pasábamos de la quincena. La única excepción fue el día que invitaron a un autor que colaboraba de forma asidua en un programa rosa de la televisión. Aquel día el local se quedó pequeño; no cómo hoy, tan menguante de expectación. ¿Falta de información? No es el caso, pues recibí, a través de un correo viral, la anunciación del recital poético en la sala principal de nuestra Excelentísima Diputación. El mismo nos presentaba a un insigne catedrático de literatura (así versaba el texto), ganador continuo de certámenes poéticos, presidente de los críticos y ensayista, traductor y traducido, académico y métrico excepcional, junto a algunos poemas de su última obra: “Lánguida bohemia” y de la que aún resuenan sus versos finales en la sala. Podíamos oler la fragancia melosa del alhelí en el ambiente y oír todavía en forma de susurro el canto imperceptible de un celeste ruiseñor. Poesía pura, manantial ígneo del alma como catarsis del dolor inherente a la existencia. Aplaudimos. Éramos unos quince, algunos con la manicura perfecta y un aire impoluto de lánguidos bohemios; por aquí Valle-Inclán, por allá Max Estrella y en las primeras filas el Marqués de Bradomín, sin faltar la niña Chole con su tiburón oculto entre las piernas. Amantes de las letras, lo snob y la apariencia modernista del intelecto. Los demás éramos el presentador, personal del área de cultura de la Diputación, otro periodista y yo. “Al final ¿qué nos queda?”, susurré, sin apercibirme, mientras escribía sus últimos versos en mi libreta. “Un puñado de huesos, una huella en el agua, un lugar que no es nuestro”, repitió el autor y nos miró sonriente y pletórico como si nos hubiese anunciado una incógnita e irrebatible máxima filosófica. “Pues yo el agua ni para beberla… Donde se ponga un buen rioja…”, expuso irónico Max. Todos reían a carcajadas. El Marqués de Bradomín, ansioso por contentar al autor, le miró cómplice y, guiñándole un ojo, le dijo: “Hombre, yo intentaré que la tierra en la que me entierren pertenezca a mis descendientes”. “Amigo, por mucho que hayamos creído conseguir en la vida, materiales, prestigio e, incluso, nuestra propia obra, nada será nuestro cuando ya no estemos”, contestó el autor. Y todos dejaron de reír, atentos a su sentencia. “¿Y el asombro?”, le pregunté. “Perdone, no le entiendo”, me dijo. 

    Afuera, en la calle, un estruendo de voces crecía y se colaba como un rumor molesto por las ventanas. Era un grupo de personas gritando consignas contra la Diputación, y el sonido de las sirenas policiales que los rodeaban en la plaza. Se quejaban ante la institución provincial de no poder pagar los libros y el comedor de sus hijos. Estaba a punto de comenzar el nuevo curso y los recortes económicos en educación como consecuencia de la crisis económica habían cercenado el sistema de becas, dejando desamparados a los hijos de miles de familias que ya carecían de los recursos esenciales.

 “El asombro, esa sensación maravillosa que sentimos al ver por primera vez el mar, al oír estremecerse el paisaje que contemplamos o al percibir el roce de aquellos juveniles labios que, primeros, nos besaron. Eso nos quedará, porque a nadie podrá ser legado, únicamente te pertenecerá a ti, eternamente”, le aclaré. “No parece usted un periodista, ¿acaso es también poeta?”, me preguntó. “No, ¡líbreme Dios!, -le contesté. Lo fui durante un escaso tiempo pero, afortunadamente, recuperé la conciencia. Soy de los que prefieren vivir en paz consigo mismo, sin presiones, compromisos perversos o teniendo que aguantar a burgueses pedantes y endiosados que tratan de alcanzar la gloria poetizando sus vidas anodinas. Ya ve, no todos estamos tan interesados en la acumulación de propiedad mientras estamos vivos, ni en la grandiosidad de su hueco curriculum”. El poeta me miró con esa extrañeza sutil con la que se suele observar a un friki, mezcla paradójica de indiferencia y curiosidad y, volviendo la cabeza hacia el centro de la sala, comentó: “Es duro y doloroso oír hablar así de uno de los oficios más dignos y excelsos desde Virgilio e Ibn Hazm, el canto a la belleza suprema y a la levedad y vulnerabilidad del alma humana ante la inmensidad del universo y la brevedad de la vida. Sin embargo, ya sabemos que todos los poetas tuvieron enemigos y algunos, como Machado, se vieron obligados a morir en el exilio”. “Ya – comenté, mirando fijamente al poeta. Pero los tiempos han cambiado, ¿verdad? Ya los hombres prestigiosos y titulados de este país no se la juegan escribiendo poemas que contengan la verdad, ahora duermen bajo el ala del partido político que los agasaja. Ya no quieren formar parte de esa nómina de huesos de la que, con tanto dolor, nos hablaba Vallejo. Ahora se dejan querer y devuelven el cariño sin demasiadas exigencias. El libro que nos acaba de leer es su segundo poemario, también premiado, como el primero, ambos por jurados formados por compañeros suyos en la asociación de críticos, otros poetas a los que usted también premió anteriormente cuando fue miembro del tribunal de turno. Y tras los premios llegó la publicación del libro a cargo de la institución pertinente y la gira por los distintos edificios oficiales a la estimulante cantidad de 400 euros por una hora de lectura; claro que eso depende del caché, pues en algunas ocasiones el emolumento puede superar con creces las cuatro cifras. ¡Cómo no cantar a la belleza o a esas hadas que tan bien le cuidan! Sería de desagradecidos hablar en sus poemas del fracaso del ser humano, esa masa impotente que ahora grita en las calles o de esos millones de anónimos que se desangran sobre las cuchillas de alguna verja fronteriza, ¿no es así?” El poeta empequeñeció de golpe. Se hizo el silencio durante unos segundos en la sala y, de repente, el Marqués de Bradomín se puso en pie, palmeó sus manos y dijo: “, señores, creo que ya es la hora del aperitivo”. La Delegada de Cultura de la Diputación me miró de forma amenazante, pero contuvo al tiburón que guardaba entre sus piernas y dio por concluido el acto, no sin antes agradecer profundamente la visita de tan ínclito catedrático y poeta. 

   Después salieron todos juntos de la sala, como borreguitos frágiles y sumisos, ignorando mi presencia a su paso. Todos menos Valle Inclán que había salido unos minutos antes con la excusa de fumar un cigarrillo y ya no lo volví a ver. Al salir, pude observar al poeta repartiendo ejemplares de sus libros entre los manifestantes de la calle y escuchar cómo comentaba al oído de la niña Chole: “¡Qué sería del pueblo sin la cultura!”. 

    Finalmente, el grupo se redujo a seis miembros que entraron en el restaurante de moda en la ciudad. Allí, entre taquitos de rape, gambas y jamón de Huelva y excelentes caldos, el autor firmaría el recibo del pago recibido, hablaría, con íntima complicidad, de proyectos y otros libros fútiles en construcción y bostezaría un par de veces antes de marcharse hacia otro lugar que tampoco era suyo, la suite del céntrico hotel reservada por la Excelentísima Diputación. Y, cuando el sueño abrazó por fin al poeta, limpiadores municipales regaban la calle, borrando el agua toda huella de basura.