jueves, 20 de abril de 2017

                     Salida de emergencia


                                                                  Ésta y otras cosas demuestran que la sociedad
                                                                 tiene un eje podrido.
                                                                                                                      C. Bukowski

                                                                                       Fósforo y fósforo en la oscuridad,
                                                                                     lágrima y lágrima en la polvareda.
                                                                                                                      Cesar Vallejo



     Busca algo. Pero no sabe qué. Y aparece ella. También es posible que huya de algo, más que posible, huye de algo, aunque tampoco sabe de qué. Ya nada recuerda de lo que hizo desde que se levantó esta mañana, ahora tan lejana. El whisky y la droga y la furia y el deseo y  el pensamiento atropellado se lo impiden. O quizá no es nada de ello y es una férrea convicción o una razonada conciencia del olvido aquello que lo arrastra al abandono de sí mismo. Sabe descubrir también ese mismo abandono en los ojos de ella  y abraza de golpe la quimera calderoniana que la magia melosa de su mirada le induce. Acaba de comenzar el verano, el calor es asfixiante y pulposo pero el iris, color tierra mojada, de los ojos de ella siembra de otoño sus glándulas olfativas y el frescor de ese agua imaginaria inunda su interior y se cree pluma mecida por el viento ígneo (fuego que no quema) de la larga cabellera roja ondea frívolamente.
     Ella acerca la herida abierta de sus labios a la oreja de él. Él siente la caricia de un susurro que pregunta: <<¿Tienes algo?>>. Él responde:  <<Si, esperaba verte esta noche>> y, disimuladamente, con movimiento suave, acerca la cara para sentir el roce de sus labios en la mejilla y coge su mano y dice <<ven conmigo>> y la lleva al w.c. de caballeros y entran en un departamento y ambos apoyan la espalda sobre la pared del reducido espacio y él baja la tapa de la taza (la visión del interior no es nada agradable, el olor se soporta a duras penas, aguantan la respiración todo lo que pueden y la cisterna está estropeada) y saca las tarjetas y la papelina y limpia con la manga de la camisa la tapa y echa sobre ella una porción del polvo blanco y con las tarjetas dispersa el polvo (la débil luz hace brillar los pequeños granos, brillo contagioso que se instala también en las pupilas de ellos) y configura dos líneas sobre el lacado (blanco algún día y ahora sepia) de la tapa de la taza y él saca del bolsillo de su blusa un cilindro metálico y se lo entrega a ella que lo introduce en su nariz e inhala con fuerza. Luego él repite la misma operación. Salen del w.c. y aspiran profundamente el aire viciado de la discoteca, se acercan a la barra y piden unas copas (él la invita). Ella le dice: <<vamos a bailar>> pero a él no le apetece y ella se marcha hacia la pista. Él queda allí, con el codo apoyado sobre la barra, mirando las ranuras de la puerta, salida de emergencia, por donde entra la luz de una mañana ya bastante avanzada.
        La misma situación se repite varias veces a lo largo de una noche ya inexistente, pero que la oscuridad de la discoteca materializa en el ánimo de dos personas que reniegan la transitoriedad de un instante que desean imperecedero porque esperan encontrar, tras cualquier esquina, esa felicidad de la que otros hablan. O quizá no lo esperan sino, en todo caso, se resignan ante la falta de perspectivas de hallar un momento más grato. En realidad no lo saben o sí lo saben pero la certeza puede doler y es mejor rechazarla y elegir la huida, huida no de qué, huida hacia, hacia la búsqueda de no se sabe qué (cóctel de la quimera de Calderón y de la duda de Shakespeare, así la totalidad de la vida es sueño de una noche de verano).
      La puerta metálica trona a su espalda y se dirige solitario hacia el coche. Está a punto de arrancar cuando ve la mano de Cristina en el picaporte de la puerta del copiloto. La sonrisa de ella provoca un pequeño espasmo sísmico en su interior. <<Bueno, ¿dónde me vas a llevar?>>, dice y luego calla durante todo el trayecto. Él piensa (atropelladamente):

     Vaya, tanto tiempo esperando este momento y ahora no sé qué hacer ni qué decirle ni dónde dirigirnos. El sol, irascible, nos castiga desde arriba, mostrándonos a los ojos de los habitantes de este extraño mundo diurno. Son las dos de la tarde y no tengo hambre y tampoco creo que ella tenga, no, tengo la boca seca, necesito otra copa, habrá que buscar un bar de confianza, pero antes será mejor buscar dónde aparcar sin mosqueos e invitarla. Mira que es preciosa la condenada, ¡joder!, daría media vida por derretir su piel con el calor de la mía y beber a sorbos del lago misterioso que fluye de sus ojos. ¿Cuántos años hace que la deseo?, desde que Alicia me la presentó, hará ya siete u ocho años, diecisiete debía tener entonces.  Aquella noche se despidió besándome en los labios, luego estuve durante meses soñando con un nuevo encuentro que nunca se produjo. Quizá debiera cambiar la costumbre de no pedir jamás el número de teléfono, de no llamar a nadie, de nunca proyectar mis hechos, sin embargo, eso conllevaría la pérdida de la sorpresa y sólo la improvisación y lo inesperado aderezan la vida de pequeñas alegrías. En absoluto creo en la, tan hoy idolatrada, cotidianidad, porque la cotidianidad, para mí, no es más que rutina y la rutina es saciedad. Sí, yo preferiré siempre arriesgarme y aún ciego guardaré la esperanza de ver algún día esa lluvia de girasoles que imagino.  Pero, ¿y ahora?, bueno, ¿de qué quejarse? así es la vida, el mazo de la puta realidad aniquila la inocencia y el laberinto de los años nos va cerrando puertas hasta que la primigenia esperanza se diluye como azúcar en vinagre.
     Y el semáforo de mierda que nunca se pone verde y me deja aquí, anclado, sin atreverme a coger su mano y sin una copa de whisky de la que beber y sin un lugar donde ocultarnos y sin mi desierto particular, ese desierto del que Boris Vian me habló hace tiempo en su ‘Otoño en Pekín’. Allí es donde quisiera estar ahora con ella, construyendo las vías de un tren que carece de paradas y de salida y de llegada y de puertas de entrada y de puertas de salida, de salida como todas las salidas, siempre de emergencia. ¡Verde, ya está! –pisa el acelerador a fondo-, ¡primera...segunda.... tercera.....cuarta......y quinta, busquemos el desierto!.
    
     Le ha costado acceder a la petición de ella, lleva meses sin limpiar su casa y más parece un vertedero que su hogar, palabra que para él define algo irreal y absurdo y sin sentido (ella, al entrar, rememora el instante de encierro en el w.c. de caballeros de la discoteca); pero ella tiene razón, era incómoda la situación ante la mirada de tanto viejo verde en aquel bar cutre de barrio cutre. Se alegra de no toparse con ningún vecino y cierra la puerta con urgencia, pero suavemente, así evita dar señales de su llegada. No enciende la luz, prefiere la penumbra que las persianas bajadas otorgan al piso y agarrando sin presión el brazo de ella la conduce al dormitorio, la estancia más iluminada y menos sucia de la casa, mientras se excusa ininterrumpidamente por las condiciones en que se halla el resto. Sopla sobre la carátula del único CD que ha escuchado en los últimos meses: ‘Sodade’ de la Caboverdiana Cesarea Évora, presiona el ‘play’ y la nostálgica sensualidad de la morna o variedad de fado portugués de ‘Destino negro’ comienza a sonar desde los altavoces. Limpia más a fondo la carátula con el puño de su camisa y se la entrega a ella junto con la papelina y le dice: <<ve trabajando, creo que me queda alguna botella de cava o de sidra. Otra cosa no tengo>>.
     Sobre la mesilla de noche  los granos cristalinos de la cocaína brillan como luciérnagas. Él, echado sobre la cama, piensa en cómo la desea, pero decide no intentar nada ante el temor que le produce una posible negativa y la consiguiente destrucción de la tesitura en la que se encuentra: absorto en los aromas de Cristina y de su inefable presencia. Ella está sentada sobre el suelo, no quiere sentarse en la cama, adivina en la mirada de él un cierto instinto animal que no le gusta nada y aunque sabe que puede confiar en él (nunca la obligó a nada ni lo hará ahora), es mejor establecer una distancia y evitar la tentación. Ella es la hembra que ha penetrado en el territorio del macho, por ello es conveniente observar desde lejos sus movimientos. 
       <<¿Puedo usar el teléfono?>>, ruega ella y él afirma. Lleva dos días fuera de casa y ha de dar señales de vida: comunica a su madre que está en la romería de Lepe con unas amigas, le dice que no se preocupe por ella, que lo está pasando muy bien y describe un paisaje imaginario de chozas construidas con ramas de eucaliptus y señoritos que pasean a lomos de caballo. Luego cuelga el auricular y se siente culpable durante unos segundos, justo hasta que se lleva a la nariz el cilindro e insufla. Él la observa mientras esnifa la penúltima raya, sabe de su desesperación, intuye el dolor de la culpa que la aplasta, identifica la debilidad de ella con la suya propia (la atroz debilidad que les impide afrontar los desengaños y que les impele a toda huida de la razón). <<Es increíble, no puedo creerme que estemos los dos aquí, solos, y no intente llevarte a la cama –dice él-. Si supieras cómo soy lo entenderías. Yo he sido siempre un cabrón con las mujeres, las he tratado como ropa sucia y si alguna no quería follar la primera noche, consideraba que estaba perdiendo mi tiempo y entonces fuera y a buscar otra. Sin embargo, contigo tengo la sensación de recuperar todo el tiempo que he perdido tan sólo con mirarte y quisiera saber todo sobre ti, quisiera....>>, <<Oye, ya sólo queda una, ¿no tienes más?>> inquiere ella interrumpiéndole. El peso de la derrota golpea sobre su espalda, sabe que sin material la pierde y no quiere que eso ocurra. Descuelga el teléfono y presiona nueve teclas y, al otro lado, contesta la voz de Vicente, un camello amigo suyo. No baja el volumen del equipo de música, Cesárea canta ‘Fruto proibido’ y le gusta esa canción. Encarga un gramo.

     No, no quiero pensar en eso ahora, ya sé que mañana tengo que pagar el alquiler del piso, pero ya me buscaré la vida. ¡Un día es un día, coño! Y ese día es hoy, mañana ella no estará, posiblemente, pero su recuerdo endulzará la acritud de estas paredes silenciosas. Sí, mañana solucionaré el pago del piso y de las copas que le debo a Antonio y de todo lo que he dejado fiado en los últimos días. Tengo suficientes operaciones pendientes de liquidación para afrontarlo todo y el jefe entenderá que la úlcera te muerda durante dos semanas. A veces uno necesita las vacaciones de la úlcera.   
     ¡Uf!, se me va la olla. Esta coca es sublime y Vicente se ha portado. Ya es difícil que el cabrón invite, él, el infranqueable, pero se encuentra a gusto. Y quién no con ella al lado y cogida de su mano y mirándole melosa y coqueta o seductora y enigmática y facunda y despiadada y cruel, que el precio de su sonrisa no debiera ser tan bajo, ya que Vicente es un amigo que no es tonto y comprende las circunstancias que dañan a un amigo que solicitó de él la presencia que ahora  reniego con tanta urgencia que ya no sé si es mi voz, y sin abrir la boca, la que grita o es mi cabeza que enloquece o el corazón que estalla y que se abre como una llaga o úlcera en carne viva y roja, como la llaga o úlcera que ella oculta en su entrepierna y que debe ser tan viva y roja como su cabello rojo que me arrastra hacia un desierto también rojo y oscuro y negro donde la sangre y la noche se mezclan a la misma velocidad impetuosa que circula o serpentea o descarrila un tren inmaterial que viaja hacia un final sin horizonte. Sí, admirado Cèline, seguimos buscando el final de la noche y no existe.

     Ahora el espacio que hay entre los dos (Vicente conduce ya camino de su casa) es un terreno fértil donde sembrar flores de confianza o es un pozo mísero y sin fondo que los engulle, dándoles la oportunidad de compartir sus miedos (como la pareja que en la oscuridad del cine se abrazan asustados en mitad de la escena más terrorífica de la película, convencidos cada uno de ellos de que el otro le salvará).
     La hipertensión y la taquicardia azoran el pecho de él. <<No me encuentro muy bien>> le comenta a ella, y ella le toma el pulso y dice: <<135, normal>>, pero él hace el amago de mirar con insistencia el reloj de ella y con el gesto ella entiende que ha de volver a tomarle el pulso. Él no quiere desprender la muñeca de sus dedos, quisiera hacer eterno este primer roce y la mira suplicante a los ojos, ojos que no le miran, que no pueden ver como la otra mano que a él le queda libre se acerca hasta al rostro de ella y se posa en su cabello y lo acaricia y le dice que su pelo le encanta, que es hermoso, más hermoso que la marisma enrojecida por el sol del atardecer, y ella le suplica que se calle, porque esas palabras le recuerdan a su padre y se derrumba y después de tantos años de arcaico y arcano silencio, por fin, encuentra en él un apoyo: dos oídos comprensivos y no censores o una mano firme que le arranque del alma la espina colosal que la desgarra. Y ya no es su boca la que habla, que es un corazón de esponja que le hierve en la garganta y que sin medir las consecuencias se le derrama por las comisuras de unos labios de cereza madura y, sin embargo, amargos como el azogue.

-       Sabes, a mi padre también le gustaba mi pelo. Cuando era pequeña me sentaba en sus rodillas y me lo acariciaba durante horas y me decía que yo era su pequeña isla de amapolas y que todos los días era necesario sacarle brillo a las hojas para que el cárdeno fulgor llegase a los corazones tristes que no creían en la belleza. Así era mi padre, un verdadero gilipollas, pero le añoro.
-       Perdona -dice él avergonzado-, no sabía que...
-       No importa, tú no eres culpable de nada, fui yo quién lo maté –dice ella.
-       ¿Cómo dices? – pregunta él sorprendido.
-        A los diecisiete años quedé embarazada. Mi padre me obligó a abortar, el ámbito social al que mi familia pertenece no permite madres solteras y hubiera sido una lacra para ellos. Él supo entonces que me había perdido para siempre y no pudo soportar el sentimiento de la culpa. Unos meses más tarde sufrió un infarto.
-       ¿Y el padre? –pregunta él.
-       ¿Qué padre? –responde Cristina a su vez con una pregunta.
-       El de la criatura o niño o aborto.
-       ¡Ah! Estuve enamorada de él, pero un día le encontré con la polla metida en la boca de mi mejor amiga y le di puerta. Creo que ahora está en la cárcel, se engancho al caballo. A ella no la he vuelto a ver. No sé, estará de puta en algún bar de carretera.

     Cesárea canta ahora ‘Miss perfumado’ con voz lejana. Él, acongojado, mira los ojos húmedos de ella, táctiles rozan casi su alma y puede sentir la fría seda de los pétalos negros de las rosas que florecen en la tierra seca de los párpados de ella. Él la coge por los hombros y la hace girar sobre el suelo y la atrae hacia sí y acoge la cabeza de ella sobre su pecho y la rodea con sus brazos y besa tembloroso su cabello y llora a escondidas y oculto (él siempre que llora lo hace por dentro), mientras escucha el relato de ella que le cuenta como ocurrieron los otros dos abortos que vinieron después, éstos sí de padres que a saber quienes eran. Y le describe que la vida después de tanto desengaño y tanta culpa indisoluble ya no es sino confusión y soledad y duda conjugadas en su sombra, una sombra que la persigue y de la que quiere escapar pero no puede. Y él ya no puede soportar más el relato de ella y mira los rayos de luz que atraviesan los cristales de la ventana y se incorpora y se calza los zapatos y recoge la coca que aún queda y la ayuda a ponerse en pie y la coge de la mano y la conduce hacia  la puerta porque necesita una salida de emergencia que lo alivie y le dice: <<nos vamos>>.  En el interior del piso vacío sigue sonando la música. Ahora Cesárea canta ‘Separaçao’.   

     No me he atrevido a decírselo pero, ¡coño!, estupendo que haya abortado, porque, ¡a ver!, para qué traer más personas a  este mundo en el que las flores son mulos de carga y se las obliga a soportar el peso de los escombros que es como dejarlas morir poco a poco mientras observamos, delirantes de grandeza, su agonía. Y con lo fácil que sería  que nos quisiéramos tan sólo un poco y, sin embargo, aquí estamos jodiéndonos la vida unos a otros y sin darnos cuenta –como estúpidos embadurnados de gloria estúpida- de que sólo nos une la debilidad, una debilidad que no podrá impedir el azote de la tormenta.
     Está sola como lo estamos todos y como todos nos empeñamos en dar la espalda a la ternura y, encima, el olvido flaquea ante el recuerdo y siempre pierde en la lucha desbocada y ciega. Dicen que no debemos olvidar la historia, que es importante conocerla porque así no cometeremos los mismos errores y quizá sea cierto y lógico y deseable, mas todo eso está muy bien cuando esa historia no nos pertenece y es la historia de los otros. Pero ¿y cuándo nosotros somos personajes y creadores de esa historia y descubrimos su lado oscuro, esa cara oculta que es la culpa que nos quema y nos corroe y nos devora todas y cada una de las fibras que no son piedra, ni hueso, dejándonos convertidos en frágil esqueleto, desnudo y desvalido a cualquier viento nimio o brisa o soplo? Entonces, algunos se cobijan en eso que llaman fe y que para mí no es más que una especie de traje con chorreras, adornado con infinitos ‘significados’, pero sin contenido: un pozo extenso y hondo y, también, hueco y vacío e inmaterial. Otros, en cambio, preferimos lanzarnos desde ese precipicio, desde el que aún difuso se vislumbra o atisba o adivina un posible mar de agua fresca, y no nos importa cabalgar ciegos sobre el cielo a lomos de un caballo enloquecido o iluso o suicida y carente de brida porque no reniega de su naturaleza animal, ni teme a los azotes de la lluvia. Sí, señor Morrison, amigo Jim, agarraré su mano fuerte y arderemos camino del infierno o del sol o de la muerte, mientras ellos, ‘The riders of the storm’, doblemente ciegos, nos persiguen.   

     Él está inquieto y nervioso y con el peso de la incertidumbre presionando sobre su pecho porque ha creído ver el coche de su jefe persiguiendo el suyo. Sí, con seguridad era un Mitsubishi y el color parecía verde o, al menos, la matrícula terminaba en X. Al verlo, pisó el acelerador despavorido y giró a derecha e izquierda sin dirección determinada y tres calles más abajo volvió a ver la imagen clavada en el retrovisor. Pero el coche ya ha desaparecido y, si acaso era él, le dirá que para curar la úlcera hay que ir o venir  del médico. Sí, eso le dirá. Mañana, mañana, hoy no hay que pensar en ello.
     Cruzan el umbral de la entrada del pub, su pub, al que él suele ir cada noche y está a tope. Él se siente rey cogiéndola de la cintura ante los ojos que lo miran y lo envidian, y se eriza y sus ojos enrojecidos por la fiebre le devuelven, orgulloso y provocador, esas miradas. Sobre el escenario un grupo de rock canta ‘Cocaine’ de Eric Clapton y él recuerda que el polvo blanco se desvanece. Ella le dice que no se preocupe, que cuando se acabe seguirá con él y él hace que se lo cree aunque sabe que le miente. Y él decide pedir unas copas para ambos y le dice a Antonio, el camarero, que, por favor, se las apunte a su cuenta (sabe que el dinero es escaso y más tarde lo necesitará) y, de vez en cuando, ocupan el w.c. disimuladamente y sienten como el cansancio se disipa porque las piernas ya se mueven solas y sin conciencia al ritmo desgarrador de la guitarra y se abrazan y se sonríen con los labios y también con la mirada y, por un instante, él la percibe como suya. La tiene entre sus manos y las ahueca porque sabe que ella es de agua e imprecisa y no quiere que se escurra. Sí, por fin ha llegado a ese desierto deseado y no necesita ningún oasis porque el oasis es ella, toda ella es la plenitud acogedora de un oasis que lo circunda. Y se conmueve y se convence o engaña o ensueña diciéndose que en este oasis no existen espejismos.
     Es en este momento cuando detecta la presencia de ellas al fondo de la barra, en el otro extremo del bar. << Joder, Cristina, allí al fondo están las amigas de mi compañera y no me quitan ojo de encima>> le dice a ella y siente la culpa como un cuchillo atravesando su garganta y más intensa aún la quemazón al recordar como desconectó el móvil antes, en el coche, al comprobar el aviso de la pantalla analógica de que Felisa lo llamaba, seguramente preocupada por su ausencia de varios días. Y cuando trata de nuevo de buscar las ranuras de una puerta (salida de emergencia) por donde la luz asome y lo inunde y purifique y borre máculas y culpa y el olvido como un alud se allegue enmascarando todo aquello que no pertenece a la imaginación o al deseo o a la quimera, la derrota quiebra nuevamente sus sentidos porque acaba de oír como Cristina le dice que no quiere saber nada de aquello y que se larga y entonces él como un ofidio se levanta desafiando todas las miserias de una vida (la suya normalmente) que no le gusta nada, es más, que odia y le dice que a él no le importa nada que lo vean e incluso le comuniquen a Felisa su comportamiento porque para él lo primordial y único y básico es ella y que le implora que se quede y ella se siente halagada y toma sus palabras como un reto y recuerda la época en que la llamaban ‘destrozamatrimonios’ y decide dejar de ser el personaje que Julia Roberts interpreta en ‘Pretty Woman’ para ser el ardor sin freno de la Mamen de ‘El jueves’ y es el vórtice de un huracán incontenible quien lo abraza y lo besa y le entrega su lengua que como una serpiente venenosa recorre su garganta y su paladar y sus dientes y él cree levitar entre pétalos de fuego que no queman y nota la presión de los senos de ella como una transfusión de sangre a su corazón y las manos de ella modelando un mar caliente en su cuello y ese cabello rojo de ella como si Dios quisiera desangrarse sobre sus ojos, y la boca y los labios y la lengua de ella como elixir de vida y, a la vez, vientre de nueva madre que lo acoge dispuesta a parirlo en otra dimensión, la anhelada.

     ‘Ocurre al otro lado de la vida’ dices tú, Cèline, y es ahí dónde debo encontrarme ahora y no es que sea un lugar ignoto, pero sí sepultado por losas de olvido y que jamás creí volver a percibir. Nada de lo que es perdurable en el tiempo nos llena el alma o el corazón o el sentimiento porque todo lo que se dilata demasiado acaba saciándonos y nada de lo pasajero nos parece suficiente. Y es que por esencia somos inconformistas y la felicidad si es corta no nos parece verdadera y si  larga acabamos adjetivándola como puñetera y es que en esta vida tan sólo hay dos cosas: los sueños y la duda. Sueñas qué quieres hacer y cómo lo vas a llevar a cabo y cuando llega el momento la duda se presenta como un bloque de granito a derribar -la moralidad, la falsa moralidad, en fin, normas sociales y demás mierdas- que si dejas intacto te jode la vida porque jamás sabrás qué pudo haber tras la frontera y si lo traspasas también te jode la vida porque las piedras acaban cayendo sobre ti. Y tan sólo el instante preciso, esa breve parada del tren en la estación -aunque imaginada, tan real como la sangre- pertenece al otro lado de la vida, esa  anhelada y nueva y regeneradora dimensión que nos lleva a sentirnos dioses, breves dioses y guionistas de nuestro también breve destino, pero nuestro al fin.
     Sé que este huracán también será breve y perderá su fuerza y que su cabello no teñirá de rojo mis incipientes canas y que el néctar venenoso de su lengua me dormitará iluso, sólo mientras ese otro veneno blanco ocupe mis bolsillos. Pero qué más da, joder, qué más da,  si todo ello resucita en mi memoria el recuerdo de cerrar los ojos y temblar y creerme el escultor perfecto y capaz de modelar con mis manos el cuerpo hermoso o sereno  de la mujer. Y  si  el  mar,  ese  mar que es ella, como también es un desierto o un oasis o una cima nevada, quiere ahogarme, me dejaré ahogar por ella, si con ello resucita la memoria o la ternura o el amor.
   
     Han completado el circuito y en ambos queda una sensación muy distinta.  Para él el recorrido ha sido sinuoso y retorcido y con innumerables sube y baja y tan ondulante como una montaña rusa, y para ella, si hubo alguna sensación en el camino, ya no la recuerda y mira hacia delante.
     Acaban de cruzar la puerta metálica de la discoteca donde se encontraron la noche anterior y en el trayecto pararon en andenes-bares donde mezclaron sus líquidos (saliva y alcohol y el sudor típico de las noches veraniegas) y las manos (como las de un recién nacido al conocer la textura del pecho materno o las de un ciego que a través de ellas conoce por vez primera el cuerpo de su amante) se embriagaron de deseo y de imaginación o de utopía. Hubo también otras paradas más breves en aparcamientos oscuros y otros lugares, pero allí sólo saciaron sus narices y otra parada más para repostar, previo pago de él, el combustible blanco ansiado y cuyo resto ahora únicamente se puede hallar en la sangre de ambos.
     Él se acerca a la barra y pide una copa y le dice a ella que la compartirán (no le queda más dinero) y ella le contesta que no hay problema y que de acuerdo, pero antes de que la camarera termine de servirla, ella le comenta que ahora vuelve, que ha visto a un amigo y que seguro que éste la invita y él se queda mirándola mientras se marcha hasta que desaparece su silueta entre el gentío. Y, al rato, ella aparece con un tipo que más parece (él lo piensa así) un esperpento valleinclanesco en versión moderna que un amigo como ella dice y ella los presenta y aunque acaba de decirle el nombre de su amigo, él no lo retiene porque, para él, ese tipo sólo puede tener un nombre, el adecuado, y con éste lo bautiza: ‘Lorenzo Lamas del carajo’. No puede llamarse de otra forma, él se repite mentalmente, no puede llamarse de otra forma. Y sin saber por qué empieza a odiarlo desmesuradamente. Y no le cae bien y no le gusta, porque no le gusta su cabeza rapada ni sus musculitos ni  sus zapatos de plataforma ni su pantalón vaquero ceñido ni su camiseta de tirantas ni ese tatuaje tan extraño que se expande por su hombro. Y se convence de que la repulsión se aviene por todo ello, aunque sabe que se miente, pero sólo descubre la cara de la verdad, es decir, lo fehaciente, cuando ella susurra algo en la oreja del ‘Lorenzo Lamas del carajo’ y éste la coge de la mano y la conduce al w.c. de caballeros y, entonces, la visión de la figura de él caminando y dándole la espalda es como un golpe seco en el corazón porque se descubre a sí mismo pero una noche después con los bolsillos ahítos de pasta y de polvo blanco. Pero además, para que el dolor sea más hondo y cruel y desesperado, el tal ‘Lorenzo Lamas del carajo’ carece de canas y de los años que a él le sobran y que ahora son rocas pesadas que lo aplastan.
     Y se queda allí, en la barra, con un palmo de narices y esperando a una Cristina que ya no volverá y piensa que todo fue un sueño y que nada ha existido realmente o, en todo caso, Cristina no ha sido más que una figura de humo, humo volátil que un viento nimio o brisa o soplo desplaza a cualquier lugar o situación. Y también de humo es ahora el interior de él, un humo este con pies de acero que le amordaza el pecho. Humo en ambos lados, sí, como ese humo que tú, señor Faulkner, tan maravillosamente describiste hace ya algunas décadas.

                                                                 *     *     *

     (Llegado este punto de la historia, amigo lector, he creído conveniente consultar a mi personaje femenino, Cristina, si tiene algo que decirnos. Y no ha accedido e, incluso, me ha reprochado la utilización de ella en este ejercicio literario, argumentando que no tengo ningún derecho a inmiscuirme en su vida y aún menos airearla públicamente. Luego, tras mucha insistencia, he logrado disuadirla. La súplica quizás merezca la pena, veamos qué tiene que decirnos).

                                                                *     *     *
         
     Literatura, dice el autor. Desde luego es tan cabrón como iluso.  Que esto es literatura dice y que, aún cuando en este caso se enmascare de realismo sucio, no es más que ficción y que sirve para desprender la venda que, según él, tenéis en los ojos. Pero ¡a ver! qué me importa a mí vuestra venda y vosotros mismos. Ya de pequeña aprendí que lo que no haga una por sí misma, nadie vendrá a regalártelo. Sí, que el que no llora no mama, como decía mi padre. Así que ya ves u oyes o lees, da igual, en esta vida todo es cuestión de supervivencia y donde falta el pan por el pan será la lucha y donde, como en este país de mierda envuelto en celofán de calidad, falta corazón será por este la batalla. Y en ello estoy, sí, buscándolo en el vacío. Pero que os creíais, que yo era el ángel inocente del principio de la historia que se deja pervertir por el primer desaprensivo que aparece o creéis ahora que soy ese demonio incontenible y sin prejuicios que ando al acecho de desgraciados e ilusos en la noche. Ojalá pudierais verme. No, ya se que no podéis, pero si cerráis los ojos y miráis hacia dentro, en el fondo veréis un espejo y en el espejo una imagen, la mía y que también es la vuestra. Porque tú, Pablo o Juan o Luis no le dices a ella, tu compañera, que la quieres y la deseas, cuando en realidad firmaste ese papel, porque así lo dice el gobierno y la iglesia, tan sólo por el embarazo de la cuenta corriente de ella y que para poder soportarlo cuando le haces ‘el amor’ cierras los ojos e imaginas que es la hija de la vecina quién te folla a ti. Y tú Maruja o Gloria o Ana siempre con jaqueca y destrozas en la cama a tu marido cuando -¡qué casualidad!- acaban de anunciar en la tele una joya que es igualita a la que Carolina, la monagesca, luce en el cuché de esta semana. Y tú Pepe o Rebeca o Manuel que tienes amargado y a punto ya de suicidio a tu hijo, el que quiere ser artista, y tú desde luego que eso no lo puedes permitir, porque si el hijo de tu jefe va a ser ingeniero qué menos que el tuyo sea arquitecto por cojones. O tú, Violeta o Verónica o Julia, que se la comes a tu jefe en el despacho a ver si larga ya de una puta vez a esa julandrona que tanto sabe de matemáticas pero que no luce tan bien como tú lucirías en ese puesto, dicho sea de paso, mejor remunerado. Y tú con tu corbata de seda y tus zapatos limpios que acaricias la mano de la vieja y le hablas con voz melosa  a ver si te compra la mierda que vendes y, de paso, le sacas los billetes y la vieja que te lo da encantada por un rato de esa agradable compañía tuya, que la soledad es muy puñetera y sólo se entretiene una cuando va a la iglesia a ver al cura –ese que echa a patadas a los mendicantes que molestan a las señoras de alcurnia como ella- y a ponerle velas al santo o a la virgen de turno para que de fuerzas al alcalde y sepa desalojar la ciudad de tanta calaña y mala gente de esas que te piden en mitad de la calle y, encima, dicen que es para comer.
      Bueno, hasta aquí llegué, y como veis todos tenemos un trozo de culpa que sobrellevar, pero para algunos no nos es tan fácil aprehender el olvido o la ignorancia y ésta se nos clava como un cuchillo de hielo en las entrañas. Y ahora os dejo, no vaya a ser que alguna Cristina de las muchas que por ahí estamos sueltas me cace al otro y me deje a dos velas, como el de la barra. Ah! Y no os preocupéis por mí que ya cada uno tiene bastante con lo suyo.        


     Él ve como Cristina se marcha con el otro y se asoma a la puerta y ve como suben al coche y como éste desaparece. Y no sabe qué hacer y se hunde porque el caballo se ha encabritado dejándole caer hacia el abismo negro como un mar negro o un desierto negro en la noche oscura o un cielo negro que no tiene luna y tampoco estrellas, y se marcha de la discoteca dando bandazos porque el colocón ahora le pesa y la falta de estimulantes le deja caer, como un inmenso haz de leña, todo el cansancio en la espalda y arranca el coche y logra llegar a duras penas a su casa y abrir la puerta con toda urgencia y suavidad que su estado le permite y se descalza y trata de sacar lo que ocupa sus bolsillos y se deja caer en el sofá mientras repite con voz imprecisa y agónica hija de puta, hija de puta, pero lo dice con una sonrisa en los labios porque acaba de sacar del bolsillo unas hebras de tabaco y el no ve hebras de tabaco que ve pétalos negros de rosas negras y recuerda los ojos de ella y por la ventana entreabierta se adivina el amanecer con un sol  rojo como el pelo rojo de ella y piensa que allí, tras esa luz inmarcesible quizá pueda hallar mañana esa salida de emergencia que tanto necesita.  
                                                                                                                             FRANCIS VAZ