miércoles, 6 de junio de 2012


EL TERREMOTO

   Tras el terremoto le fue imposible escuchar el silencio. Las huellas del temblor  ensordecieron sus oídos. Sin embargo, el crujir de las paredes, el chirriante desplazamiento de los muebles, el crepitar desaforado de los cristales, el bramido colérico de los edificios al desplomarse, se repiten incesantes en su cerebro. Sin apenas esfuerzo logra retirar los escombros que le aplastan contra el suelo y consigue levantarse. Ve cómo el polvo arremolinado en el desastre se acomoda, poco a poco, sobre el suelo, pudiendo atisbar unas figuras uniformadas. Intenta reclamar su atención. Necesita su ayuda. Su hijo le acompañaba en el momento fatídico y aún está bajo los cascotes enormes del derribo. Uno de ellos suelta el perro que lo acompaña y ve que éste se acerca al lugar bajo el que su hijo yace. El chucho señala el sitio con la euforia de su cola y todos corren hacia el mismo punto. Les ve izar los pesados trozos de muro derruido. Y él sigue gritándoles. Pero no le oyen. Buscan con tesón las huellas de la vida bajo los escombros. Se une a ellos en el momento en el que una mano pequeña asoma entre las piedras. Y, al poco, quedan al descubierto dos figuras humanas. Una es la de su hijo y, la otra, la de un hombre desconocido, con el rostro desfigurado por el aplastamiento. Ve cómo su vástago les mira asustado. El hombre cubrió con su cuerpo los golpes que no recibió el niño. Desplazan a un lado el cuerpo del fallecido y sacan de allí a su hijo. Lo suben a la ambulancia y abandonan el otro cuerpo. El perro también se va hacia otro edificio derribado. Ese hombre desconocido ha salvado la vida de su hijo, le mira por última vez, agradecido y, al fin, comprende que está muerto.

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