UN DÍA DE AUTOBÚS
A muchos os imagino como yo,
pertrechados tras los cristales de una casa ajena, mirando la acumulación de
negritud en el cielo que divisamos, esperando que la noche definitiva se cierna
sobre nuestros cuerpos y ya no vuelva a amanecer. Tenemos miedo, sí, ¿a qué
negarlo? Sabemos que en cualquier momento la amenaza de la tormenta entrará por
alguna rendija de la puerta o las ventanas y ya nada podremos hacer. Será el
vendaval en forma de multa, de una enfermedad inesperada, de alguna metedura de
pata del hijo o, simplemente, una llamada telefónica del banco, anunciándote un
embargo, la que rompa ese equilibrio tan frágil que, hasta ahora, hemos logrado mantener. Así de fácil, así de
azaroso. A cualquiera nos puede tocar, a ti también, no lo dudes. Ayer yo no
pude más y decidí cruzar el umbral del miedo, no el de la desesperación, ese
umbral no me gusta nada, ese es el umbral que cruzan los cada vez más suicidas
de este país. Yo preferí cruzar el umbral del miedo, porque a mí me encanta la vida,
aunque conlleve sufrimiento.
Salí de casa, tras semanas
de encierro, y decidí recorrer toda la ciudad en autobús. Quería ver otros
barrios, observar el rostro de esos hermanos ausentes, que el sol estallara en
mi rostro, que la realidad se pavonease frente a mí. Partí desde el centro de la ciudad. Allí todo
eran prisas y miradas perdidas. Los trajes de los ejecutivos impecables y sus
maletines tan sellados como siempre. La clase media estaba ocupada al teléfono,
rogando un mayor plazo en los pagos. Y el edificio de servicios sociales de la
comunidad, ese al que la gente necesitada de la ciudad se ve obligada a ir para
pedir ayuda, estaba aún más abarrotado que el catering que el alcalde del PP
celebraba en la Casa Colón, perteneciente a la concejalía de festejos del
ayuntamiento de mi ciudad. Un día normal, sí, pero con un sol espléndido que me
acariciaba la nuca. Despachos ocultos en los que se ejecutan hipotecas,
reuniones políticas en las que deciden cómo repartirse el pastel y contenedores
intactos y rodeados de policías. Ya veis, como el centro de cualquier ciudad,
la vuestra, por ejemplo.
Parada a parada nos fuimos
adentrando en los barrios, con sus bares llenos de personas inactivas, con
barba descuidada los hombres de cierta edad y con el peso terrible de la ira,
flamante y orgullosa, en las miradas de los más jóvenes. Las madres, de
supermercado en supermercado, buscando incansables las mejores ofertas.
Mientras, subió al autobús una señora de pelo escaldado en la peluquería y
abrigo de piel, a pesar de los 26 grados de temperatura. Se sentó frente a una
chica con un piercing en los labios y la miró mal. La piel sintética de su
abrigo se erizó al pasar, muy cerca, de un negro. Somos idiotas, con la que se
nos viene encima y aún estamos preocupados por la apariencia. Los escasos
diálogos del autobús versaban sobre lo mal que estaba el trabajo, a excepción
de dos chavales que discutían sobre qué equipo era mejor, si el Real Madrid o
el Barcelona.
A través de las ventanas del
autobús observaba los barrios más periféricos. Las ropas inmaculadas pendientes
de los tendederos, los gitanos, comidos por la mierda, pero luciendo con
orgullo el oro de sus alhajas, los niños, ajenos a todo, jugando felices en los
patios de los colegios, el verdor de las pequeñas plazas y las trincheras de
los edificios, la gente más pobre durmiendo sobre los bancos de metal, la
columna interminable de buscadores de alimento en contenedores de basura, los
continuos desfiles policiales, tratando de amansar a la fiera, esa sobre la que
todo el mundo se pregunta que cómo es posible que todavía permanezca dormida.
La bestia no está dormida, está fragmentada, recelando los unos de los otros, como si el vecino fuera el enemigo. Su vista no alcanza hasta la altura de esos
despachos en los que se decide su vida y su utilización en el engranaje del
sistema, el mismo que les oprime y les tiene condenado a la exclusión y a la
pobreza.
El resto del viaje fue a la
inversa, pero en este caso, desde la ventana se veía el río. El sol brillaba
como la plata sobre la superficie del agua y la belleza de la vida se mostró
ante mis ojos como hacía tanto tiempo atrás. Cerré los ojos y estuve volando
durante unos minutos sobre el mar, libre, como un albatros que domina el viento
y es capaz de esquivar hasta la tormenta más terrible. ¡Que poco cuesta soñar!
¡Y qué intensa puede llegar a ser la vida en esos instantes! La realidad se impuso nuevamente al regreso
al punto de donde partí. Allí los financieros seguían haciendo ingeniería
contable, los políticos seguían con sus negocios, los jueces seguían mirando
para otro lado, los policías controlaban a los infiltrados y se ocupaban de que
los barrenderos cumplieran con su trabajo y el edificio de los servicios
sociales seguía igual de abarrotado. Miré al sol, le di las gracias y volví a
encerrarme en casa. Y la verdad, ya no estoy muy seguro de dónde está la
realidad, si en esta red por la que os transmito este mensaje o en la calle, tan
tangible de piedras y de muros. Lo que sí tengo claro es que todos podemos
perder el miedo. Señores, ya es necesario que salgamos todos y volvamos a
llenar las plazas.
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