LA SEMILLA
Prisa, mucha prisa, aceleramos sin freno
nuestros pasos sin saber, en realidad, adonde nos dirigimos, porque la
aceleración continua nos impele al precipicio de la ceguera más bruna.
Sobre las dunas arenosas del desierto del
Sudán camina un hombre que ha perdido sus pasos, el pájaro que vuela sobre su
cabeza se apiada de él y abre el pico, soltando la semilla que encontró allá en
tierra fértil. El hombre mira hacia el cielo y no ve nada, ni siquiera una
nube. Con sus manos siembra la semilla en la árida superficie del desierto, y
espera, espera pacientemente. Riega cada día con la única humedad posible (sus
lágrimas) la mínima extensión de arena que la cubre. Y sigue esperando con
tenacidad absurda hasta que el cuerpo cede y se abandona a ser comido por el
sol y los buitres. Entonces, los líquidos de la putrefacción fertilizan la
semilla y ésta comienza a germinar pausadamente, arraigada con fuerza a la
arena más voluble e hinchándose de frutos poco a poco.
Ese arbusto verde,
hermoso y preñado que es ahora, quiere regalarnos esos frutos y espera
pacientemente una mano humana que la alivie, espera con resignación que alguien
perciba su milagro. Pero es imposible, la aceleración sin freno de nuestros
pasos ha sellado la ceguera permanente en unos ojos inmensos y acechantes que
ya nada reconocen. La planta acaba muriendo a nuestro lado, implorándole a los
pájaros en su último estertor que recojan sus semillas con el pico y divulguen
su mensaje desde el cielo.
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