BELLEZA
ROBADA (Metáfora en clave ecológica)
Cuando dejamos atrás la casa de piedra, las
encinas frías y las copas amables de los alcornoques y llegamos a la ciudad,
quedé absorto al contemplar, desde el penacho de La Joya, cómo la abrazaba un
estuario larguísimo, cuyos meandros inequívocos me hacían ver allí un enorme
lagarto azul y verde semienterrado en la arena. Aquella fue mi primera visión
mágica de una ciudad de frescor de hoguera y atardeceres de membrillo.
Con el tiempo la alegría se instaló en la
cotidianidad de la familia y, a pesar de convivir en una especie de nicho
incrustado en una colmena de ladrillos, la faz de mis padres exhalaba
luminosidad de albaricoque. Y es que la jornada laboral en las nuevas fábricas
no dejaba lugar al ocio, pero sí colmaba la mesa de viandas, cubría los pies de
la humedad y nos revestía de una cierta dignidad social.
Todos los sábados, mi madre y yo,
acompañábamos a mi padre en su camino hacia la factoría, paseando por una
alameda de eucaliptus, cuyo oráculo de raíces y sombras, devoraba la luz y la
sangre verde de las flores. En el trayecto, mi padre nos narraba la historia
aquella del cuerno de la abundancia o la del vellocino de oro o la de la
multiplicación de panes y pescados. No sé, historias en las que él creía
tenazmente y que ampliaban sueños y esperanzas en mi madre. Yo, la verdad, no
permanecía muy atento a ellas. Prefería lanzar piedrecillas con el afán de
atinar a alguno de los pececillos muertos que flotaban en la orilla de la ría.
Y cuando llegábamos a la puerta, él se marchaba al estómago de aquellos hierros
y yo pegaba la cara a los barrotes de la reja, hasta perder de vista sus pasos.
Luego, a la vuelta, me entretenía jugando con los fonemas de las extrañas
palabras que allí se oían (sul-fu-ro-a-zu-fre-sul-fa-to), mientras los ojos del
lagarto azul y verde se cerraban temerosos al influjo de la luna.
Y, ahora, ya ves, ahí
está mi padre con su rostro incorporado a los barrotes de la reja. Un rostro de
surcos inefables, de arrugas complacientes y cuya mirada es un pozo vacío de
orgullo, en el que se halla cifrado un “te comprendo”, un “yo también vi las
pupilas irisadas de aquella ciudad engalanada de aromas a breva madura, de
amaneceres de rocío denso en pieles de tomillo y yerbabuena. Y hoy, al igual
que tú –no soy ciego, hijo- sólo veo en sus ojos alma de berruecos, hondura de
mica, crepúsculo inmisericorde de humos y ceniza”.
Henchido de serenidad
desaparece en mí la desazón. Sí, mi padre comprende que me encadenase a aquella
tubería, destrozándola, en protesta por sus vómitos venenosos. Con un guiño
cariñoso me despido y me marcho hacia la celda. Y él permanece con el rostro
adherido a los barrotes de la reja, mirándome hasta perder de vista mis pasos.
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