¿NOS DAMOS CUENTA?
Ayer, mi hermano
pequeño me decía: “Francis si hace tan sólo dos años alguien me hubiera dicho a
mí que con 425 euros se puede llevar una casa adelante le hubiera dicho que me mentía
y ahora, ya ves, se puede, yo lo consigo”. Yo le miraba a él y a su bebé y
pensaba: “Menos mal que se quedó él con la casa sin hipoteca de nuestros
padres”. Mi hermano pequeño es un tío grandullón, de esos de gimnasio. Trabajó
durante años de portero de discoteca, aunque también echó alquitrán en las
carreteras, pintó barcos, construyó paredes de edificios…, y estos dos últimos
años, si le salía alguna chapuza conseguía salir de la depresión abismal en la
que le hundió el paro. El siempre fue así, es incapaz de estar sin hacer nada y
si necesitas ayuda, él siempre está ahí. Me decía también que, desde primeros
de año, no le salían ni chapuzas, que nadie tiene dinero ya para arreglar nada,
que todo se deteriora, se viene abajo y nadie hace nada por evitarlo. Ni los
que tienen el dinero guardado te contratan ya, Francis, me decía, como si
tuviesen miedo de que nos demos cuenta.
Según el gobierno del
PP, mi hermano es un delincuente fiscal, porque aprovecha si le sale alguna
chapuza para llevar algo más de dinero a su hogar, aparte de la ayuda de 425
euros, para poder alimentarse y vestirse, él, su mujer y sus 3 hijos, incluido
un bebé de seis meses. Mi hermano será perseguido posiblemente por los mismos
inspectores fiscales a los que jamás les ordenaron investigar sobre los
propietarios de los 80.000 millones de euros que defraudan las grandes empresas
en nuestro país cada año. Esos no son delincuentes según el PP, como tampoco lo
fueron con el PSOE. Esos, ahora, son benefactores a los que les perdonamos su
desliz a cambio de un mísero 10% de su capital y, de la noche a la mañana, por
la milagrería de la amnistía fiscal del PP, el tesoro robado al erario público
y escondido se vuelve dinero legal en mano de sus propietarios.
Recuerdo que muchos
años atrás le dije un día a mi mujer que me sentía un privilegiado por dos
razones: La 1ª porque había nacido en un país que tenía cobertura social para
sus ciudadanos. Sanidad y educación gratuitas. Un país en el que los derechos
fundamentales de sus habitantes eran amparados por una constitución democrática
en la que todos éramos iguales. Y la 2ª porque había nacido en un tiempo
histórico y en una zona geográfica concreta en la que posiblemente jamás
conocería una guerra. Pues bien, ya no estoy seguro ni de una razón, ni de la
otra.
Ahora vivo en un país
en el que muchos ciudadanos, cada vez más, encuentran más cobijo en un
contenedor de basura que en su representante municipal que, encima, le multa
con 700 euros si osa acariciar la tapa del contenedor. Un país con medio millón
de familias desahuciadas de sus casas, con casi dos millones de hogares en las
que ningún miembro tiene ingresos. Un país en el que se permite legalmente que
los bancos les roben a los ciudadanos, como ha ocurrido con las preferentes o
con las escandalosas indemnizaciones y dividendos de Bankia, por ejemplo. Un
país donde se perdona judicialmente a los estafadores y prevaricadores de
fortunas, como el señor Botín, a quién se le archivan las causas judiciales
casi sin explicación, y si no, se le amnistía por gracia del gobierno, el que
esté, da igual. Un país en el que si protestas le ordenan a la policía que te
revienten a porrazos, y da igual si eres anciano o niño. Un país en el que los
trabajadores no tienen derechos y los pensionistas y jubilados no somos más que
una carga molesta. Un país en el que a los ciudadanos no se les concede ni tan
siquiera la dignidad. Un país en el que el juez supremo se costea viajecitos, y
quién sabe si hasta putas, con el dinero del erario público, el abyecto señor
Dívar.
De la segunda razón
ya tampoco estoy seguro, porque esa depende de todos nosotros, del 100%, del
99%, pero también del 1%. De que juntos podemos evitarlo y arreglar la
situación, estoy seguro. Pero es necesario que cada vez seamos más y que
sigamos siendo ejemplares en nuestro comportamiento y honestidad manifiesta. Es
de obligatoriedad moral intentarlo, por nuestros hijos y nuestros nietos. Ellos
merecen un mejor legado que el de la competitividad, la usura, la ambición y la
codicia. Ellos merecen un mundo más justo, más digno, más humano, en el que el
amor opaque al odio.
No podemos permitir
que nuestros vástagos acaben matándose entre ellos, porque no nos atrevimos a
luchar por ellos. Y eso, señores, es lo que ocurrirá si no nos unimos en el
objetivo común de salvar la democracia, la justicia y los derechos humanos y
ecológicos del planeta.
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