LA
FICCIÓN QUE NUNCA DEBIERA CONVERTIRSE EN REALIDAD
El
asesino, antes de descargar dos tiros certeros sobre la cabeza del doctor
Patarroyo, le comunicó que su Beretta 92 había sido bautizada en los
laboratorios farmacéuticos de sus jefes con el nombre de malaria y que esta vez
la vacuna desarrollada por él no podría salvarle. Nadie en la O.M.S., organismo
al que el doctor Patarroyo donó altruistamente la patente, pudo evitar que su
entierro se llevase a cabo en la más estricta intimidad, por no decir
anonimato. Eso sí, el costo del entierro fue asumido inmediatamente por el
presupuesto público que el Banco Mundial destina a la investigación científica,
el mismo que financia las dos terceras partes de la investigación en los
laboratorios privados.
Nadie supo quién, meses después, dejo aquella nota sobre su tumba. La humanidad pudo deberte tanto y, sin
embargo, ahora perece ahogada por las deudas contraídas con tus asesinos,
decía la nota escrita sobre un billete de dólar. Ese era el costo de su vacuna
puesta en el mercado, si hubiera llegado alguna vez al mismo. Un mercado global
y “solidario”, inundado de vacunas contra la malaria, fabricadas en
laboratorios privados, en el que cualquier ciudadano del mundo podrá
adquirirlas al módico precio de 25 dólares.
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