JAULAS Y PÁJAROS
Se ganaba la vida como vendedor ambulante.
Treinta años recorriendo ciudades, pueblos y recónditas aldeas, cargado con su
catálogo de jaulas para pájaros. Le iba bien. Sus jaulas eran las mejores,
decía, sobre todas las suizas, con sus resortes impecables y precisos. Ningún pájaro huyo de ellas jamás. Un par de
años más recorriendo las autopistas, pensaba, y descansaría con una cómoda
jubilación en el huerto cordobés de su yerno. Ya va siendo hora de disfrutar la
vida en la libre plenitud de la naturaleza, se decía, hastiado ya de recorrer
el mundo, preso de sus ventas y sus jaulas.
Él no lo sabía, pero en las copas de los
frutales de aquel huerto lo esperaban unos pájaros del gélido norte y cuyo nombre soy incapaz de pronunciar: los utzru-utzru, esas aves negras dotadas de poderes
adivinatorios, paciencia infinita y el más estricto sentido de brazo vengador.
Allá donde sus plumas negras brillaban, como el filo de una guadaña, bajo el
sol, siempre aparecía un cadáver. Pero aquel día emigraron, abandonaron la copa
del más hermoso y florido almendro y volaron durante kilómetros hasta un cruce
de carretera en la provincia de Navarra, el mismo en el que un camión cargado
de ganado, arrollará, en un instante mortal, el frágil vehículo de un cansado
vendedor de jaulas.
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