INVIERNO RUSO
“La sangre sobre
la nieve es más roja”, ese fue el titulo de mi primera novela publicada aquí,
en occidente. Y, desde entonces, la fama y el respeto hacia mí creció en este
lado, tanto como aumentó mi sufrimiento en mi país.
Hoy, tras la
conferencia de agradecimiento en la entrega del premio Nobel que me ha
entregado la academia sueca, una chica me preguntó: ¿Cómo pudo usted sobrevivir
tantos inviernos en los campos de trabajo de Siberia?
No supe qué
contestarle, sólo podía pensar en el invierno de mil novecientos dieciocho.
Aquel invierno fue terrible. La intensa nevada acabó con toda la cosecha. Los
animales murieron congelados y el gélido viento se colaba entre las rendijas de
nuestra desvencijada cabaña. Ya lo habíamos quemado todo y yo arrojaba como un
loco las cuadernillas, escritas a lo largo de tantos años (entonces me creía un
Dostoievski), al exiguo fuego que mantenía caldeada la habitación. María,
tumbada sobre el colchón desnudo, abrazaba a nuestra hija, tratando de
entregarle el calor de su propio cuerpo, para evitar que pudiera congelarse. Ambas
se durmieron, esquivando por unas horas el abismo terrible del hambre. Yo seguí
quemando mis escritos, hasta que no hubo ya nada que quemar y la lumbre fue
apagándose lentamente.
Despertó y desde
el rincón de la habitación la vi llamar, exhausta, a nuestra hija. La vi llorar
desconsolada al comprender que Anita yacía sin vida entre sus brazos. La vi
mirarme como si ella, en realidad, también estuviera muerta. Vi el beso
inundado de ternura que dio a la niña en la mejilla derecha. La vi lamer su
piel y cómo acercó sus labios hasta la oreja, antes de dar la primera
dentellada. Ya está muerta, pensé, comprensivo y roto de dolor.
Luego llegó la
revolución, la euforia, la decepción, la criba stalinista que acabó con la vida
de mi mujer tras cinco inviernos de frío manicomio, los años de gulag siberiano
y, finalmente, poder cruzar la frontera hasta este país, sin temor a ser
ejecutado.
¿Qué cómo
sobreviví? Sobreviví, le contesté, como a cualquier invierno, que no es poco.
Me gustaría darle un
beso, me dijo efusiva, mostrando sus ojos la admiración que por mí sentía.
Se lo permitiré
sólo si es paciente y espera hasta el verano, le dije interesado. Que los
inviernos son crueles con el amor.
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