martes, 13 de noviembre de 2012

HIPOTECANDO HIPOCRESÍAS

   Estoy tan harto de lo políticamente correcto, tan profundamente decepcionado con la implícita hipocresía en casi todas las acciones de los individuos o colectivos de este país. Deberíamos ser todos mucho más provocativos, sin perder un ápice de respeto y tolerancia hacia los otros. Pero este descafeinado y artero proceder resulta patético, ridículo, esperpéntico. La última está siendo de circo. Sólo ha sido necesario que algunos desesperados hayan tomado una pavorosa decisión en serio para que diese comienzo la función. Antes de que se abriese el telón uno se colgó de la tramoya y otra se lanzó desde la cúpula del teatro, cayendo sobre la platea con un sonido estruendoso, a pesar de silencio abisal de su acción, y reventando su cuerpo, sus huesos, sus frágiles músculos, su piel y esparciendo su sangre sobre los rostros de los espectadores atónitos. ¿Quién podía imaginar un inicio tan dramático? ¡Serán hipócritas! Como si no hubiesen existido señales de alarma antes de tan trágico suceso. Y ahora todos hacen cola en los lavabos ansiosos por borrar de sus rostros la más pequeña y delatora mancha de sangre, toda muestra aparente de inculpación. Pero, ¿les acusará el espejo cuando se miren a los ojos?
   Los primeros en entornar la mirada fueron los jueces. Enarbolaron la bandera humanitaria y proclamaron su defensa de los débiles. Ellos han de aplicar las leyes, pero las leyes se pueden cambiar, reclamaron al poder legislativo, y nuestra ley hipotecaria, señores, ya tiene más de cien años, exclamaron, como si se acabasen de enterar de tal negligencia. La ley actual deja indefensos a los deudores ante las entidades financieras, expusieron sin pudor, olvidándose -¡vaya desliz!- de cuántos poderosos financieros estafadores quedan impunes tras la ejecución de sus sentencias. Pensándolo bien creo que ese paso adelante tiene mucho más que ver con los recortes en los juzgados y el malestar que crece inexorable en la judicatura hacia la soberbia, corrupta e inepta clase política de este país. No obstante, bienvenido sea el posicionamiento, a ver si de ésta surge de una puñetera vez una real y efectiva separación de poderes.
   Los segundos en cubrir sus vergüenzas han sido los políticos. Ellos saben que cuando aparecen los cadáveres el río se enturbia y se disloca y encabrita la corriente de tal manera que será capaz de derribar montañas con el fin de abrirse paso. Ahora nos dicen que ellos no son ajenos al drama social. Todos tenemos un vecino o un familiar en situación dramática, a todos nos toca el corazón, es una situación compleja, pero hablaremos y trataremos de encontrar una solución urgente. Vamos, como si vivieran en el barrio más marginal y pobre de cualquier ciudad y contemplaran la parafernalia de los desahucios de forma cotidiana, ellos, con sus mullidas hipotecas y sus blindados sueldos; y como si no estuvieran la mayoría de sus familiares colocados a dedo en alguna institución o empresa favorecida, cobrando sueldos de la hostia. Ellos se enteran, claro que se enteran, pero la tienen de cemento armado y la soberbia desbordante de sus bolsillos les anula cualquier sentimiento sincero. Son depredadores carnívoros con armarios repletos de disfraces de cándidos rumiantes. No, ellos no pueden dejar que los jueces propongan, no vaya a ser que lo hagan demasiado bien y sus amiguetes, los banqueros, se mosqueen y les corten el grifo de la financiación electoral. Qué poco me fio yo de estos señores de la élite política. Volverán a lo de siempre, recurrir a la buena voluntad de los benditos banqueros. A éstos, mientras sigan rodeados de lujo y ostentación, mientras sigan manteniendo intactos sus privilegios, les importamos un pimiento.
   Y por último, los benditos banqueros. A éstos se les ha helado el alma, si es que la tienen, claro, pero no por el contacto viscoso de la sangre de sus víctimas, esa sangre ya apenas les conmueve, sino por el temor de ver correr la suya. El trending topic de las pintadas sobre fachadas ha sido este fin de semana “BANQUEROS ASESINOS”, sobre todo en el País Vasco, la tierra de la última condenada a suicididarse. Las roturas de cristales, la quema de cajeros, la ira incontenible de un pueblo humillado que ya ha llegado al límite de lo soportable y se levanta furioso contra el torturador. No importaría si todo fuese como hasta ahora, con torturas individuales en el secretismo de un despacho, pero a campo abierto y con la masa unida más vale retroceder, no vaya a ser que nos derriben el palacio, dirán en sus cenáculos secretos, y puestos a dar este obligado paso, hagámoslo con celeridad, mostrando comprensiva benevolencia e indicado el camino a seguir a esos tontos que creen compartir con nosotros el poder. Empecemos con una moratoria de dos años por conceptos confusamente ambiguos y fáciles de defender en los tribunales. Y, con el tiempo, todo volverá a su cauce, los jueces con sus informaciones privilegiadas sobre el mercado de las subastas inmobiliarias y los políticos con su ambición desmedida y su necesidad de financiación para lograr sus objetivos.
   Pero todos ellos han de saber que llegará el día en que se miren al espejo y no puedan soportarse la mirada. Que ese día sus hijos se avergonzarán de ellos porque oirán los gritos de los muertos cada vez que nombren a sus padres y sentirán una extraña viscosidad sobre su piel, una viscosidad húmeda, pegajosa y caliente, como una babosa pútrida. La sangre vertida por los genocidas siempre acaba anegando las vidas de sus vástagos, la historia de su estirpe. Todo esto ocurrirá cuando finalice esta obra de teatro y la vida real se imponga, con la cruda realidad de la venganza. Ojalá me equivoque, pero es que estas alturas ya me parece irremediable. Ya es insostenible este edificio construido a base de vigas de hipocresía, columnas de máscaras  que pretenden ocultar tanto egocentrismo y cimientos de falsedades tan políticamente correctas. Ya ese olor a muerte tan cercano será imposible de mitigar. Ya es imposible borrar su rastro inculpatorio.

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