sábado, 24 de noviembre de 2012

EL FRANCOTIRADOR
(Dedicado a los banqueros) 

   El francotirador nació ya con el ojo del halcón incrustado en sus pupilas. De pequeño sufría la carencia de todo aquello que los otros poseyeran. Racionaba con exactitud el fruto e ideaba pactos con las ilusiones de la cáscara. En cuanto a la diana, según se preparaba puliendo durezas y afilando estiletes, iba siendo más certero, centrándose en el objetivo concreto, ese corazón que palpita como un colibrí y que, desaforado, busca alguna apertura en la jaula de cristal. El primer disparo mortal le produjo cierto ardor en la conciencia, pero activó enseguida sus escudos, echó mano a antídotos y desarrolló aún más la precisión de su armamento.
   El francotirador conoce la importancia del terreno. Dominar la cota más estratégica se convierte en esencial. Ha de poseer el lugar desde el que puede observarlo todo, las costumbres, la rutina de cada una de sus futuras víctimas. Él no habla, no hace ruido, sólo observa en la distancia y dispara. Y, además, calcula el recorrido de la bala, la velocidad del viento, el impacto climatológico, el índice barométrico, pluviométrico y de otras bolsas, el coste de la munición y la rentabilidad y el interés de cada muerte. Algún día disfrutaré de la cosecha de tanto latrocinio y sonreiré bajo el sol de algún Caribe, eyaculando sobre la piel del ébano tropical, dirán, mientras los casquillos de los proyectiles se amontonan a sus pies.
   Según aumenta el número de víctimas se crece en su codicia. Sin embargo, hay sentimientos que él no logra domar. Cuando ve a una madre o a una abuela cubriendo con su cuerpo a sus vástagos. Cuando se enfrenta a ese amor total, incólume y, para él, indescifrable de alguien que, con orgullo, se interpone entre su bala y la víctima. Cuando esa nueva víctima inesperada se entrega consciente de su fatalidad a cambio de nada. Cuando ocurre esto el francotirador acaba confundido. Liquida a ambos objetivos, pero acaba confundido. Y un temblor inesperado comienza a gestarse bajo sus músculos. Él es un cazador solitario, un ermitaño de la intriga, un anacoreta del caos y la destrucción. ¿Cómo soportar las muestras de amor y de amistad? ¿Cómo no quebrarse, tras la lente, al ver un acto de altruismo? Pero él, con rigor y disciplina, rechazará siempre aquello que le convierta en vulnerable.
   El francotirador dispara hoy desde sus despachos financieros, domina desde su cima ciudades y continentes, y sobre la vasta llanura de la mediocridad pastan sus víctimas ciegas, sin saber que les apunta. Cada día caen mortalmente un número ya definido que son devoradas al instante, dejando sólo algunos restos para traidores y cómplices. No existe un sorteo que predetermine quién, sólo un número que puede ser el mío, el tuyo o el de otro. Y el sonido de los disparos es ahogado por la súplica del silencio y los sobornos. Sólo algún grito desesperado o la rabia valerosa de algún suicida zurea bajo un arcoíris de diseño. Todo lo demás es silencio. El impuesto silencio constitucional. Y todos callan. Ninguna pregunta puede soñar con las alas aterciopeladas de las mariposas. Porque hay una al que francotirador teme: ¿Qué ocurrirá cuando acabe con mi última presa y regresen los pájaros airados de los muertos, con sus alas de metal y guillotina, cuando el prado y la llanura se extiendan en un vacío abismal y desde la oscuridad de las cavernas manen dentaduras sedientas de mi sangre?, es la pregunta que palpita, oculta en su silencio.  

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