RUTINA
Hacía un par de horas que los jefes nos habían comunicado el cierre de
la tabacalera. Yo, junto con los demás trabajadores, engrosaríamos las listas
del paro. Quince años entregados a cambio de la seguridad cotidiana que me
proporcionaba la misma empaquetación de cigarrillos hora tras hora, día tras
día y año tras año y ahora ¿qué iba a hacer? El forzoso cambio que me deparaba
el futuro me abrumaba.
En ello pensaba mientras, con un cigarrillo en la mano, conducía camino de casa, absorto en la
carretera siempre recta y la constante línea discontinua que dividía la
calzada, cuando, de repente, la línea dejó de romperse y tuve que girar el
volante ante la inminente curva que trazaba la carretera. El paisaje se volvió
cambiante, pinos y eucaliptus nunca vistos aparecieron ante mis ojos. Aparqué
el coche en el arcén, bajé la ventanilla y, lleno de rabia, lancé el cigarrillo
encendido contra los árboles. Por unos instantes me sentí tan libre como la
ceniza que, empujada por el aire, se desprende al fin del cigarrillo. Tan libre
y tan quemado.
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