Desde que su esposo le dijo “me asfixias” y se largó, no quiso volver a
confiar en los hombres, y se compró un perro al que mimó con desmesura. Lo
alimentaba, lo abrigaba en invierno y lo acariciaba mientras le decía “que
guapo está hoy mi niño” y cosas por el estilo. Cuando lo sacaba a pasear el
perro tiraba de la cadena, no porque estuviera alegre, sino por indicar el
camino a su dueña, no fuera a perderse. Sentía cariño por ella y una honda pena
también. Así la rutina de los días forjaba su vida perruna aliviada si acaso
cuando, tras los cristales de la ventana, veía a los niños del barrio jugando
con otros perros.
Un día su dueña se atrevió a soltarlo de su collar y corrió inquieto
hacia otro perro al que atrajo hacia ella y, mientras esta lo acariciaba, él
desapareció sin mirar atrás.
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