ANCIANOS
SIN ESPERANZA
Antes, cuando todo iba con
viento a toda vela, no eran necesarios. Si acaso aún servían si los niños eran
todavía pequeños y podían ejercer de canguros para poder salir la noche
del sábado con los amigos. Y a nadie critico por ello, pues con el ritmo que
solemos llevar, tan alocado, tan falto siempre de minutos para llegar a todo:
el colegio de los niños, el trabajo, las compras necesarias, los cursos de la
tarde, la gasolina del coche, la preparación de la comida, la limpieza de la
casa, el pago de facturas, las llamadas telefónicas, el médico del niño, los
atascos de las avenidas, el abogado, el semáforo siempre en rojo, la carrera
del tiempo, la asfixia, la angustia, el estrés; es lógico y normal buscar un
escape, una huida o un simple respiro restaurador. Pero en pocos años crecieron
los niños, convirtiéndose en sanos y locos adolescentes y, ellos, ya comenzaban
a estorbar. Ya los niños podían quedarse solos y si existía la posibilidad de
algún viaje, la abuela o el abuelo eran abandonados en residencias, porque la
calle ya era territorio de los perros. Entonces todo esto se veía como algo
normal, con la excusa de que allí siempre los trataban bien. Total, con la
propia paga del anciano se pagaba la estancia y con visitarlos con los nietos
un par de veces al mes se iba
cumpliendo.
Claro que todo esto que os
cuento era antes, cuando crecían los edificios en las ciudades, se abrían las
puertas de nuevos negocios, no faltaba el crédito en los bancos y el dinero
fluía de mano en mano entre los ciudadanos españoles. Ahora se ha transformado
la situación. Los distintos recortes, el aumento del paro, la carencia de
recursos para llegar a fin de mes, la subida de impuestos y de los productos de
primera necesidad y las amenazas de desahucio por no poder afrontar el pago de
la hipoteca está llevando a muchas familias a necesitar la “solidaridad” de
las exiguas pagas de jubilación de los ancianos para lograr sobrevivir. Se
estima que hay cerca de 800.000 hogares en España en el que sobreviven todos
los miembros gracias a la contribución de los jubilados y pensionistas de este
país. Y nadie, mucho menos el inhumano gobierno de España, se preocupa de la
situación en la que viven nuestros ancianos, arrancados de la rutina de las
residencias, en las que los tratarían mejor o peor, pero en las que sí se
supone que son supervisadas por inspectores públicos las condiciones de
habitabilidad y convivencia que los rodeaban. Cosa que, según mi experiencia,
no es posible realizar con efectividad en el ámbito privado de una familia
abocada a la precariedad y la lucha desaforada por los deseos individuales.
Sí, ciertamente he dicho
según mi experiencia, porque conozco un caso de primera mano, mi anterior
vecina Sara, aquella señora simpática que vivía justo arriba de la casa en la
que estuve viviendo de alquiler hasta hace unos meses. Quiero decir que comprendo
que no todos los casos tienen que ser iguales, también habrá muchas familias
que son avenidas, que son solidarias, respetuosas entre sus miembros, rebosantes
de amor fraternal y comprensión hacia el otro, pero me da a mí la impresión que
estás serán muy escasas. Ya se sabe, muchas son las familias de perfil cultural
anémico en esta situación y la ignorancia fomenta la intolerancia y la vehemencia
en los instintos animales del ser humano. Este era evidentemente un caso de
esos. Una mañana el hijo soltero que convivía con ella amaneció muerto de un
infarto al corazón e inmediatamente (aquella misma noche) se instalaron en la
casa su nieto, su compañera y los niños de ambos. Ambos estaban en paro (nunca
consiguieron trabajo ni tampoco lo buscaban) y todos vivían a cargo de la
anciana. Arreglaron subvenciones bajo la ley de la dependencia (aún en vigencia
por entonces) y entre eso, la paguita de la vieja y alguna ayuda que pudieran
arramplar, se montaban juergas nocturnas con los colegas en la casa, mientras
mantenían a la abuela encerrada en una habitación. Había días que amanecía y
todavía se oía taconear en el piso los compases de las canciones de El Barrio, a la vez que el ronroneo de la máquina de coser de la anciana, en la que, poco a poco, iba perdiendo la vista.
Era insoportable vivir allí, no existía la hora en que me fuese posible
descansar. A veces eran más de veinte personas las que se reunían en aquella casa,
alrededor de la mesa, para devorar viandas compradas con dinero de la anciana. En
poco meses, Sara dejó de ser aquella abuela simpática que subía a su ritmo los
cuatro tramos de escalera, mientras charlaba animosamente con aquel que se
encontrara, y se convirtió en un esqueleto zombi que caminaba perdido por la
calle, dando vueltas siempre a la misma manzana y hablando sola.
No sé si aún seguirá viva.
Los vecinos intentamos ayudarla, más de una vez nos la encontramos en el portal,
inundada de lágrimas, pero nada logramos. Ella se negaba a acusar al nieto o a
su mujer y no quería perder el contacto con los chiquillos. Sólo una vez se quejó públicamente
del maltrato recibido, después de haber sido abandonada cinco días largos sola en casa,
mientras el matrimonio y los niños se divertían en la romería del pueblo de la mujer del nieto,
pero ante las amenazas (que todo el barrio pudo oír aquella noche) dejó de
hacerlo y los servicios sociales nos dijeron que nada podían hacer por ella si
no reconocía su situación. Yo lo intenté, incluso llegué a denunciar al nieto,
pero entonces los gitanos (su mujer lo era) comenzaron a rondarme y tomé la
determinación de buscar otro piso de alquiler con menos riesgos. Seguramente no
volveré a aparecer por allí, ni creo que llegue a enterarme de la muerte de la
anciana, si es que aún no la han enterrado.
La crisis nos está afectando
a todos, pero a muchos ancianos los está demoliendo física (copago en recetas,
desatención médica, aumento de impuestos y congelación de la pensiones) y psíquicamente
(hundimiento de la economía familiar, sostenimiento de la cohesión familiar,
cargas de responsabilidad inaceptables frente a las deudas contraídas por
elementos familiares, etc…). Y no olvidemos que sin la felicidad de los
ancianos seremos siempre una sociedad enferma, con nulas posibilidades de futuro.
No podemos tratar así a quienes tanto lucharon, con sudor, lágrimas y hasta
sangre a veces, para que tuviese contenido la palabra más maravillosa que
existe en nuestro universo: ESPERANZA.
Me alegra que alguien dé un grito a favor de quienes han hecho posible que estemos aquí, ahora. No podemos olvidar, que sin ellos, no somos nada.
ResponderEliminarUn saludo.