Nos
creemos civilizados, pero la barbarie se está apoderando interiormente de
nosotros con el egoísmo, la envidia, el resentimiento, el desprecio, la ira y
el odio. Nuestras vidas están degradadas por la ruindad de las relaciones entre
individuos, sexos, clases y pueblos. La ceguera frente a uno mismo y a los
demás es un fenómeno cotidiano. La incomprensión, tanto de lo próximo como de
lo lejano, es evidente y no le damos importancia. El culto a la posesión y los
celos carcomen a las parejas y a las familias. ¡Cuántos infiernos domésticos y
cuántos, aún peores, en el trabajo y la vida social! Vivimos cargando con el
veneno de la muerte en nuestro interior y tan mala vida tendrá el odiado como
el odiador. El aspecto civilizado de las sociedades occidentales es
aparentemente sano, pero en su corazón oculto late la barbarie, sin que el
mensaje de fraternidad, compasión y perdón de las grandes religiones, ni la
doctrina humanista de la laicidad, hallan hecho mecha en él.
Hoy,
todo lo que carezca de precio deja de tener valor. Nuestras vidas se arrastran
por la miseria moral, intoxicadas por compulsiones de posesión, de consumo y de
destrucción, que disfrazan nuestras verdaderas aspiraciones o problemas. La
obsesión por el éxito, el prestigio, el resultado final, la rentabilidad y la
eficacia, hipertrofia el carácter egocéntrico de los individuos y esclaviza a
gran parte de la humanidad, sometida a crecientes exigencias. El vacío interior
de las personas se expande, dejando huecos en el alma para que aniden nuevos
malestares. Las relaciones humanas se difuminan en el anonimato de las
ciudades, los vecinos de un mismo edificio ya no se saludan, el discapacitado o
el anciano no existe para los transeúntes y el indigente es invisible, mientras
la guerra automovilística se recrudece, embriagados los contendientes por la
energía desaforada de una mínima presión del pie. La celeridad en todos los
ámbitos oculta en el ser humano una preocupante falta de sentido y dirección.
No sólo perdemos el hilo de nuestro tiempo, también perdemos tiempo de nuestra
vida en el cronometraje absurdo de nuestra existencia.
El
deterioro de nuestras vidas cotidianas es algo invisible porque cada individuo
lo percibe únicamente desde su perspectiva subjetiva y decide tratar su malestar
(depresión, desmoralización, ansiedad) de forma privada y oculta, recurriendo a
antidepresivos. La sociedad capitalista que prometió la felicidad y el
bienestar ha procurado malestar, a pesar de la acumulación de propiedades.
Desde 1970 se ha multiplicado por diez el consumo de depresivos y euforizantes
en las sociedades del bienestar y, en muchos países con alto PIB, el suicidio
es ya una de las primeras causas de mortalidad. Olvidamos que el bienestar y la
ausencia de enfermedades pueden ser compatibles con el malestar y la depresión.
La tristeza, el abandono y la soledad son pandemias que buscan consuelo en la
compra y el consumo. El consumo de productos que supuestamente aportan belleza,
juventud, delgadez y seducción, se ha convertido en una nueva adicción que
enmascara nuestra realidad. Tenemos atrofiado el concepto de diversión,
olvidando que debe ser algo que nos dé placer y, aceptándolo como un sucedáneo
que sólo nos distrae de nuestros problemas más importantes, entre ellos el
hallazgo del sentido cierto de nuestras vidas.
Por
todo ello, la reforma de nuestro modelo de vida y de nuestra conciencia social es
imperativo y debe ir encaminado hacia la reconquista del arte de vivir. Cuanto
más carecemos de una dimensión interior, más nos invade y nos oprime la lógica
irracional de la maquinaria artificial y más se convierte en necesidad aquello
que nos falta: la paz del alma, la serenidad, la reflexión sosegada, la
búsqueda de otra vida que dé respuesta a nuestras aspiraciones verdaderas. La
buena vida debería alejarse del espíritu del éxito, de la competitividad y sus
resultados, del poder del dinero y del afán de lucro. La verdadera buena vida
debería radicar en lo que todos sabemos en nuestro fuero interno, que nuestro
interés primordial debiera ser la realización de nuestras potencialidades
creativas. En nuestro concepto de bienestar o de “buena vida”, la calidad debe
ser más importante que la cantidad, el ser ha de ser más importante que el
tener, las necesidades de autonomía y de comunidad deben ir asociadas, el
milagro poético de la existencia, con el amor como base fundamental, deberían
ser nuestra verdad suprema. Liberados de los condicionantes y las obligaciones
impuestas desde el exterior y de la intoxicación nociva de la codicia del
capitalismo, las virtudes inherentes al ser humano conquistarían la conciencia
dormida de la humanidad. Prisas, derrumbamientos personales, resentimientos,
miedos y odios entre clases sociales, quedarían olvidados en esta carrera sin
sentido ni lógica alguna y volveríamos a recuperar nuestros ritmos vitales
ancestrales. Iríamos mucho más despacio, pero seguro que llegaríamos muchísimo
más lejos y sin pérdidas irremediables.
Texto inspirado en la obra “La vía” de Edgar Morín.
No hay comentarios:
Publicar un comentario