sábado, 24 de agosto de 2013

TAPAOJOS DE BURRO

   La mayoría de los políticos, periodistas y escritores de prestigio de este país carecen del conocimiento pleno de la realidad social de España. Viven en su mundo particular, con sus tapaojos de burro, en pos del hedonismo y la codicia.

   
En los políticos hemos de entender esto como algo normal, aunque sea amoral, pues a ellos ha elegido el pueblo para mejorar la sociedad democrática en la que vivimos. Pero si analizamos el funcionamiento actual de la política, los múltiples asesores que les dicen qué es lo han de decir o prometer en cada momento para ampliar su índice de votos, sin tener en cuenta si lo prometido será accesible, mintiendo si fuera necesario porque lo que importa es ganar, seguir manteniendo los propios privilegios y, después, ya se verá que se puede hacer, que donde dije digo ahora digo diego. Lo verdaderamente importante para ellos es mantener o ampliar su prestigio y su capacidad de poder. Que las jóvenes becarias te bailen el agua, que el lujo sea entrañable, ya de tan cercano, que los escoltas vigilen tus espaldas, que los secretos inconfesables se petrifiquen en la oscuridad, que las puertas de la pasta gansa se abran a tu paso, que los negocios fructifiquen solos, sin apenas esfuerzo. ¿Acaso creen ustedes que, con tan desenfrenado ritmo de vida, les será posible pensar en los parados? Por las mañanas, mientras cagan en el cuarto de baño, durante una breve ráfaga de vergüenza, como un rayo que les despierta a esa otra realidad de la que han de huir con urgencia.


  En los periodistas es lógico también, aunque, y aún más si cabe por hipócritas, sea jodidamente amoral. Estos van con el cartel de independientes colgado al cuello, cuando, en realidad, la soga y el cartel es el yugo que les obliga a mantener pleitesía ideológica a quien le paga. Haciendo continuos alardes de su código deontológico se nos presentan como dignos descifradores de la verdad, cuando lo cierto es que se dedican a crear confusión, distorsionar realidades, levantar cortinas de humo, generar interesadas corrientes de opinión, falsear datos estadísticos con nuevas estadísticas sesgadas, omitir hechos incómodos, dogmatizar al pueblo en función de los intereses del grupo o partido al que se someten y, con la demagogia mas chabacana posible, hundir y vejar al enemigo de sus amigos. Y todo por la codicia de la pasta, esa que les otorga un nivel de vida imperial, y el prestigio, ese que les coloca a menudo en los debates televisivos en prime time y en los ágapes más exclusivos de la alta sociedad. ¿Acaso piensan ustedes que, tan ahítos de vanidad y adoración a quién le paga, se acuerdan de los dependientes abandonados a una lenta muerte? A media tarde, cuando, al cierre de las rotativas, deciden quitar la noticia del hallazgo de un anciano que llevaba tres días muerto en el interior de su vivienda, para colocar en su lugar un artículo sobre el Peñon de Gibraltar. Un breve amago de expiación al que acabó venciendo el miedo.



  Pero lo de los escritores si que no tiene perdón, por absurdo y sin sentido. Y nos os hablo de los descaradamente sumisos al grupo editorial de tal o cual ideología, como es el caso, por poner dos extremos, de José Manuel de Prada o Benjamín Prado, a esos los incluyo directamente en la inmoral palpable de los periodistas. Os hablo de la gran mayoría (hay excepciones, claro, pero muy pocas). Esos que sólo viven para su mundo ideal, ese en el que la vanidad y hedonismo están por encima de todas las cosas, esos a los que tan sólo les interesan las ventas y la críticas favorables de sus libros, que están todo el día en foros de escritores, leyendo revistas de literatura con la infantil ilusión de ver sus nombres plasmados en las portadas, como héroes inmensos de la notoriedad y la genialidad, en muchos casos, promocionada y marketizada desde la editorial que hace negocio con sus letras. Esos que jamás opinan sobre la actualidad social porque tienen miedo a mojarse, porque ellos se deben a su público y no es cuestión de incomodar a nadie con molestas opiniones sobre desgraciadas injusticias. Estos escritores son peores que los políticos y los periodistas de este país, porque ellos, desde su púlpito intelectual debieran tener la obligación de transmitir lucidez al pueblo y, sin embargo, se olvidan de ello a cambio de la miseria de un soborno velado (la concesión de un premio inmerecido, el marketing medido para colocar sus libros entre los diez más vendidos, la colaboración bien pagada en los medios de comunicación, etc…) y un tronito en el parnaso de las letras. ¿Acaso creen ustedes que, inflados ante el espejo de la más patética vanidad, tienen tiempo de hablar de las víctimas de esta crisis? Pues sí, no se equivoquen, éstos sí. Por las noches, entre copitas y tertulias literarias, con muy estudiadas poses falsas que les doten de un aura de seres humanos comprometidos. Mesiánicos ellos por los cuatro costados. Ya lo expresé en el primer punto del Decálogo del artista moderno: El dinero público ha de ser para el que pase hambre. El que quede después de pagar a aquellos que hablan de los que pasan hambre.

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