sábado, 22 de marzo de 2014

UNA HISTORIA MILAGROSA



   “Ya tuvimos otras crisis y de todas logramos salir. Las crisis son, por desgracia, cíclicas, pero todas se superan de la misma forma: con la iniciativa de los buenos de corazón, la providencia divina y la solidaridad entre los humanos como norma y obligación. La de la posguerra fue la más dura, todo era escombros y el hambre una epidemia que no hacía distinciones. Nos alimentábamos de sueños y sacrificios por entonces. Yo era tan pequeño, pero bien que lo recuerdo, mi familia era muy pobre y yo hubiese muerto de hambre a no ser por los padres escolapios que me acogieron en su seno. Luego vino la de la década de los 70, recién muerto el caudillo, en aquellos tiempos de confusión y convulsión. La crisis del petróleo la llamaban, quizás no la recuerde, entonces el pequeño debió de ser usted. Aquella fue tan dura como la actual y también llegamos a índices de paro insoportables, pero además estaba el grave problema de la violencia diaria de grupos radicales como ETA o El Grapo que, en cualquier momento, podían quebrar la cohesión social entre los españoles. Gracias al Señor, nuestro Dios omnipotente y misericordioso, este país abrazó la cordura y entre todos logramos sellar la Constitución de la concordia. Fueron años de una gran labor social en nuestra Iglesia y desde Cáritas y nuestras humildes parroquias procuramos satisfacer todas las apremiantes necesidades de los más desfavorecidos. Desde entonces nos ocupamos del bien social, del auxilio de los más vulnerables del rebaño, y lo seguiremos haciendo en esta crisis y en todas las futuras, sin fatiga y llenos de ilusión. Pero, como le digo, no es suficiente con la iniciativa de la Iglesia y la fuerza bondadosa de Dios. También es necesario contar con la voluntad solidaria de aquellos que viven sin necesidades, aquellos que tienen el privilegio de un trabajo bien remunerado y que no han de cerrar los ojos ante el drama terrible de la pobreza”, dijo está ultima frase con una sonrisa irónica en los labios, mientras señalaba con el dedo índice hacia el cepillo de madera que colgaba de la pared, junto a la puerta de la ermita.

   (La idea de entrevistar al Obispo en aquel lugar fue mía, pero no creo conveniente desvelaros todavía la razón, pues quebraría con ello la estructura del relato. Es bueno mantener la incógnita con el afán de incentivaros a escudriñar bajo la piel de esta imaginaria realidad. Pero centrémonos en la entrevista y desvelemos, poco a poco, todas las capas de apariencia).

“He elegido este lugar para nuestra entrevista por su gran significado y usted estuvo de acuerdo. Fue aquí donde Dios le iluminó en 1979, ¿no es verdad?", le pregunté. Y el Obispo me miró afable, cordial, con una cálida y excesiva cercanía, mientras acariciaba con la yema de sus dedos el inmenso crucifijo de oro que colgaba de su cuello. Me respondió: “Hijo mío, el olor a orín era insoportable en aquel arrabal de miseria que constituía por entonces estas tierras. Desde los años cincuenta los pobres y excluidos de la sociedad venían a este lugar para recoger agua y adecentarse en la orilla del río y, poco a poco, construyeron asentamientos, chabolas de maderas, cartones y chapas de metal, nidos de inmundicia donde compartían con las ratas el calor en invierno. En el año 1979, cuando yo llegué por primera vez al poblado, ya malvivían aquí más de 5.000 personas. No tenían ni templo de Dios donde reunirse. Tuvimos que improvisar una capilla en una chabola que nosotros mismos construimos. Nos mimetizamos todo lo posible con los aldeanos y sus circunstancias, porque si queríamos ayudarles teníamos que conocer a fondo sus problemas y, en buena medida, lo logramos gracias al esfuerzo colectivo de todos, a la concienciación política de las nuevas instituciones democráticas que colaboraron y a la intercesión divina que supo guiarnos en nuestros actos. Aquel poblado de chabolas sin luz eléctrica ni agua corriente ya no existe y todos sus habitantes disponen de viviendas dignas, como la de usted o la mía, un hogar en el que se desarrolle sin temor el futuro de sus hijos”. “Se refiere usted al barrio Utopía, ¿no es así?”, volví a preguntar. “Sí, por supuesto, cerramos el acuerdo con el gobierno provincial y local para financiar la construcción de las viviendas necesarias y acoger  hasta el último de los residentes del poblado. Aquello fue un acto de justicia divino, eran seres humanos y aquí vivían como alimañas”, me contestó orgulloso. “Pero, señor Obispo, supongo que usted será conocedor de que ahora Utopía es el barrio marginal de la ciudad, en el que la delincuencia y el tráfico de drogas imposibilitan una mínima convivencia cívica”, afirmé. “El demonio aparece en todas partes, hijo mío, y seguimos combatiendo contra él. El padre Fabián, párroco del barrio, está ejerciendo una gran labor allí, junto a otros compañeros y los tan necesarios voluntarios que colaboran con ellos. Pero, ¿no cree usted que exagera un poco? La mayoría de habitantes de Utopía son personas honestas y trabajadoras. Sigo conociendo a muchos antiguos habitantes del poblado y le puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que muchos siguen siendo pobres, pero no son delincuentes. Fue el milagro divino de la Virgen el que logró cambiar sus vidas para bien y Ella no suele equivocarse, no ayuda a los malos, créame, señor periodista, pues la experiencia avala mis palabras. El mal de la droga apareció después, mucho después, con la bonanza económica”, argumentó el Obispo, moviéndose inquieto en el banco de la ermita, algo incomodo ante mi atrevimiento. 

   Era el momento esperado por mí, el momento en el que nos hablaría del milagro y, como un torero al final de la faena, anclé con fuerza mis tacones en el suelo y entré a matar, con micrófono en la mano en lugar de espada. “Sí. El Milagro. La primera aparición de nuestra Virgen de la Ribera fue en Abril de 1981, ¿verdad?". Se iluminó, de repente,su rostro y volvió a mostrarme la afabilidad pretendida por mi parte. Frotó sus manos como suelen hacer los banqueros antes de contar billetes y comenzó a relatarme la maravillosa historia del Milagro. “Yo llevaba dos años ejerciendo el evangelio en el poblado, con mucha dedicación pero sin evidentes resultados. Sus habitantes eran reacios a visitar la iglesia. La apertura democrática del país les abrió las puertas de la libertad a los subversivos, pero aún eran perseguidos desde las sombras del poder. Y aquí, en el poblado de chabolas, todos votaban a la izquierda, me comprende, y seguían viendo a la Iglesia como un nido de fascistas y reaccionarios. No entendían que la nueva generación de curas, como la mía, éramos contrarios a la jerarquía superior en cuanto a sus oscuros ideales políticos. Nosotros queríamos cambiar las cosas, convivir con el pueblo en vez de santificar el trono de las élites. Los futuros feligreses desconfiaban y eran pocos los que venían a misa. Sin embargo, el milagro lo cambió todo y el río de acólitos aumentó su caudal de forma sorprendente, hasta los más de seis millones que nos visitaron este último año. Un Milagro, ya ve. Pero centrémonos en lo que a usted le interesa: la aparición. Eran las tres de la tarde de aquel 27 de Abril, tórrido hasta el ahogo. Apenas había llovido aquel invierno y la terrible sequía transformó el río en un hilo de agua. María, aquella buena mujer que se ocupaba de adecentar nuestra capilla chabolera y que llevaba años con su marido e hijo enfermos decidió, desesperada, llevar al pequeño al río para refrescar sus fiebres en el agua. Según nos relató, sumergió al infante en una poza e imploró a Dios por su sanación. Entonces, sintió cómo dos manos se aferraban a las suyas, elevando al niño sobre la superficie del agua. Era la Virgen, nuestra Virgen de la Ribera, que apareció rodeada por un aura de luz ante sus ojos y le dijo que nos trajera al niño para que rociáramos su cabeza con el agua bendita de la pila de la capilla, y sanaría. Así lo hizo María y su hijo sanó. Aquí lo tiene usted, vivito y coleando todavía –llamó al sacristán de la ermita que, en aquel momento, reponía los cirios de San Pascual-. Después de aquello se convirtió en nuestro monaguillo y aún colabora con nosotros, ¿verdad, Cándido?”, le preguntó y éste asistió con la cabeza, sin emitir sonido alguno, con un hilo de baba colgando de la comisura de sus labios y la mirada perdida en algún punto del techo.

   Lo cierto es que aquella historia no tenía nada que ver con la que me fue revelada por María semanas atrás. Aquella mujer era hoy una frágil anciana a la que cuidaban las Esclavas de la Caridad en el convento de la ciudad. Las monjas eran sus cuidadoras, pero también sus carceleras, pues impedían a toda costa que nadie la pudiese entrevistar. Sin embargo, yo aproveché una estancia de la anciana en el hospital para colarme en su habitación y charlar unos minutos con ella, confesándome, desde su confusa senilidad, la verdad: “Mi marido estaba a punto de morir, dejándome únicamente con la desgracia de un niño que nació tonto. Estaba desesperada, no sabía qué hacer, por eso le dije a Cándido que simulase tener fiebres, para que los curas se apiadasen de mí y me ayudaran, pero estos me tenían todo el día limpiando la capilla para luego darme tan sólo unos pocos mendrugos de pan. La situación se hacía cada vez más insoportable y aquella tarde enloquecí. Llevé a mi hijo al río con la intención de ahogarle, esa es la verdad, porque si no lo mataba yo, lo mataría el hambre. Pero no pude hacerlo, rompí a llorar y entre lágrimas se me ocurrió la idea. Conté a todos la falsa aparición de la Virgen y mi hijo pudo dejar de simular tener la misma maldita enfermedad que se llevó a su padre. Dios se vengó de mi llevándose con él a mi marido, pero yo engañé a sus curas. Aunque lo cierto es que a ellos tampoco les ha ido mal. Aquel cura era muy listo y supo ver rápido la afilada punta del negocio”.

   “¿Usted ha visto alguna vez a la Virgen, señor Obispo?”. “No, hijo, no he tenido esa suerte, parece ser que sólo los puros de corazón pueden verla en su aparición anual cada 27 de abril. Yo soy un humilde pecador y aún no he sido bendecido con ese privilegio, pero cada año son más los que tienen la suerte de verla. Ella sigue viniendo a nosotros y realizando más milagros como aquel, de eso no hay duda, pues ya son miles las declaraciones y los misterios recogidos en nuestros archivos. Puede documentarse en ellos cuando quiera, sólo tiene que pedírmelo y le concedo el permiso, señor periodista”. “Y, a partir de ahí, la fe en nuestra virgen prendió como la pólvora, ¿no es así?, se corrió la voz y comenzaron a llegar tantos feligreses que ya se hizo necesaria la construcción de esta ermita, junto al río, muy cerca del lugar de la aparición mariana, y la urbanización de la aldea para el hospedaje y la atención de los romeros. ¿Fue esa la razón por la que el Ayuntamiento y la Diputación Provincial decidieron donarles la titularidad de los terrenos y apostar financieramente por la construcción del barrio Utopía, con el objeto de trasladar allí a todos los habitantes de las chabolas?”.  “Ya veo que está usted bien informado, señor periodista. Así fue, todos hicimos un esfuerzo para construir este sueño. Las instituciones públicas donándonos los terrenos y financiando Utopía. Los constructores levantando nuestra ermita a cambio de dejarles construir también la casa de la hermandades y los hoteles y restaurantes en los que pernoctan y se alimentan los millones de romeros que nos visitan cada año. Y nosotros haciendo lo de siempre, ocupándonos del bienestar del cuerpo y el alma de todos y cada uno de nuestros feligreses”.

   Era el momento de clavar la espada y no lo dude, miré fijamente a los ojos del toro con sotana y alzacuello y le pregunté: “Entonces, ¿me está diciendo usted que la Iglesia no ha sacado ningún beneficio por la venta de los solares a las constructoras?”. El Obispo volvió a removerse inquieto sobre el banco, tragó saliva, inspiró aire profundamente y me contestó: “No le negaré, amigo periodista, que algunos empresarios fueron generosos, pero eso no significa que la Iglesia buscará rentabilidad o negocio, más teniendo en cuenta que todo lo que entra en nuestra caja luego se invierte en la erradicación de la pobreza y la proyección del evangelio. No se deje llevar por las malas ideas que el demonio pueda meterle en la cabeza. Nosotros somos hijos de Dios y acatamos su voluntad. Ésta no es nuestra casa, es la casa de Dios y, por tanto, la del pueblo. Nada nos pertenece a nosotros, los hijos del Señor, sólo la voluntad de velar por las almas de su rebaño”. Fueron sus últimas palabras. Dio, en ese momento, por concluida la entrevista y me animó a acompañarle hasta el Mercedes negro que le esperaba frente a la puerta de la ermita. A la salida, antes de bajar la escalinata, se detuvo en uno de los puestos de ventas de reliquias y souvenirs que la parroquia había instalado allí, cogió una medalla de plata de la Virgen de la Ribera y me la colgó del cuello, luciendo una esplendorosa y afable sonrisa mientras lo hacía. “Le dará suerte, hijo, y dotará a su alma de prudencia y sabiduría en la elección del buen camino”, me susurró al oído. Luego subió al vehículo. El chófer cerró la puerta y él bajó la ventanilla, para que, antes de partir, viésemos su cordial despedida con un leve y aséptico movimiento de su mano, esa misma mano con la que, en otras ocasiones, nos suele bendecir a tanto incrédulo.


Del libro "historias de la puta crisis"

No hay comentarios:

Publicar un comentario