lunes, 15 de julio de 2013

LA NIÑA ANASTASINA

   ¿Vemos las cosas tal y como son o, en  realidad, vemos lo que deseamos ver? Anoche compartí momentos maravillosos con mi amigo Fernando D. Rivas y mi amigo Ernesto, en los que nos dedicamos a fabular historias, basándonos en un hecho inicial concreto conocido, para derivar en lo que pudo ocurrir después, en las consecuencias que pudo acarrear tal hecho y que son totalmente desconocidas. Pero antes presentemos a mis amigos. De Ernesto ya os he hablado en otras ocasiones, es psicólogo clínico, por tanto es fácil adivinar lo acostumbrado que ha de estar a los delirios humanos. El otro, Fernando, es un ser mágico, un surrealista sempiterno y un pintor excepcional, que se dedica a dibujar cabinas telefónicas en mitad de un erial desértico y cuya sombra sirve de cobijo a un exhausto borrego, buzones de correos entre las dunas arenosas de la playa, gallinas picoteando la espuma de las olas o escenas de un circo imposible en el que los domadores sostienen entre sus brazos a rollizos elefantes. Muy pronto Fernando comenzó a relatarnos la historia de la volatinera. La descubrió en el cementerio de su pueblo andevaleño. El nombre que figuraba en la lápida era Niña Anastasina y la fecha del entierro unos borrosos años 40 del pasado siglo. Según relataba, la finada fue una volatinera que llegó a la Puebla de Guzmán con un circo ambulante y que tuvo la mala suerte de sufrir un accidente mortal en plena actuación, realizándose posteriormente una colecta popular para cubrir los gastos de las exequias. Lo extraño, decía Fernando, era que al parecer existen tres pueblos más de la comarca en cuyos cementerios se ubican tres tumbas con idéntico texto en las lápidas. Bueno, exactamente el mismo texto no, las fechas del funeral se diferencian en unos cuántos meses.

   La desaforada inventiva de Fernando le llevó a fabular una posible explicación al desenlace. Y su imaginación nos relató la historia de un circo en el que la estrella principal era una chica, emparentada en la lejanía con el gran Houdini, y que tenía la facultad de paralizar su pulso y el latido de su corazón, como las iguanas bajo el mar, de tal forma que engañó al pueblo y sus autoridades. Y tras la recaudación y el velatorio, fue enterrada durante horas, hasta que en la impunidad de la oscura noche, era desenterrada por sus compañeros de circo y huían todos con el botín. Yo aposté por una historia más cruel, teniendo en cuenta el contexto histórico que tratábamos, en plena posguerra, con el hambre desgarrando los estómagos de España y el odio a flor de piel por las esquinas. Yo imaginé que el circo secuestraba huérfanas de familias rojas en los pueblos y las obligaban, en otro pueblo distinto, a hacer filigranas en el trapecio, a sabiendas de que caerían al vacío sin red. Nadie echaría en falta a esas criaturas y nada haría la guardía civil por ellas en caso de enterarse. ¿Quién iba a interesarse entonces por la hija de un comunista? El negocio era redondo para todos, el circo se hacía con el tesoro y las autoridades se deshacían, sin mancharse las manos, de la escoria roja. Y finalmente Ernesto, más conocedor de los recovecos perversos de la naturaleza humana, optó por la historia más lógica. Según él, autoridades del pueblo, es decir, alcalde, comandante de la guardia civil, cura y médico, eran cómplices de los cómicos en el montaje del fraude y entre todos se repartían la colecta. (Parece una historia actual, ¿verdad?)


   Tres finales que podemos escoger según seamos más realistas, más ensoñadores o más catastróficos. Tres visiones de un final desconocido en una historia sin certezas. Tres formas distintas de fabular que incidirán tres profundos sentimientos posibles en el oyente o lector.  La expectación ante el misterio, el desprecio a los miserables buscavidas o la indignación suprema de la víctima: el pueblo. Tres posibles historias distintas en las que en ninguna se muestra la verdad, pero que, sin pretenderlo, ejercen una manipulación soterrada en su construcción. Menos mal que ninguno éramos periodistas y reconocemos sin pudor cuánto nos gusta fabular. Lo malo es que muchos que lo son siguen huyendo de archivos e indagaciones costosas y prefieren visitar los cementerios e inventarse historias sobre lápidas a las que algún día pondrán nombre.  

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