miércoles, 6 de marzo de 2013

INCOMPRENSIÓN

   Todos tenemos altibajos en la vida. Desde el aristócrata millonario hasta el preso por dar sablazos, aunque, en ocasiones, ambos puedan ser el mismo.  Todos hemos tenido momentos de felicidad, de abrazar la vida comiéndonos el mundo a dentelladas, y todos, además, hemos tenido miedo alguna vez, sintiéndonos vulnerables o hundidos en la más triste pesadumbre. Todos hemos sentido o sentiremos el dolor terrible de la muerte de un ser querido o la angustia de la impotencia y también todos hemos vibrado, como el corazón de un colibrí, por la caricia del amor o la mirada frágil de la ternura. Todos, al final de nuestras vidas, habremos tenido las mismas experiencias esenciales si obviamos lo superfluo, lo material sobrante, y nos centramos en la supervivencia y el amor. Entonces… ¿por qué somos incapaces de comprendernos?
   Caminamos por el mundo como tigres de bengala, marcando territorio, aunque algunos se disfracen de sumisos cervatillos y todos nos disputamos el alimento, la supervivencia. Incluso algunos prefieren ahogarse en el olor de la carne podrida antes de compartir su despensa. ¿Por qué? Instinto animal, cosa de la naturaleza, me diréis. Pero eso no es verdad. Existen islas en las que los pájaros han renunciado al milagro de volar por la serena felicidad de un suelo calmo, pleno de frutos y sin depredadores. Islas en las que solo se amaga con disputas a la hora de derrochar amor. ¿Por qué tanta ambición nos ciega? Nunca será tan excitante pisar el acelerador de un Ferrari como lo puede llegar a ser el primer beso de la mujer amada. Jamás el beso de un hijo tendrá menos valor que cualquier sobre o palacete. En eso, creo, estaremos de acuerdo. Entonces… ¿por qué somos incapaces de comprendernos?
   Inútil guerra esta de desenfrenado acopio en la que absurdamente competimos. ¿De qué nos sirve? Todos tenemos altibajos en la vida. Hoy estás en la cúspide y mañana en la miseria, ya sea económica o moral, ya sea emocional o producto de tu desvergüenza. Hoy no ves salida y, de repente, hallas un amanecer lleno de puertas. Hoy consigues ganar una batalla y te enganchas en la lucha y, al final, los huesos se desmoronan y acabas perdiendo la guerra, posiblemente hundido en la soledad, y recordando angustiado cuántos cuellos pisaste en la vida. ¿Para que sirve esta guerra? A nosotros, el pueblo pacífico y sencillo, no nos sirve para nada porque, además, ya nacimos con el estigma de la víctima propicia. Pero, al menos, nos afirma nuestra elección, el beso de nuestra pareja en el lóbulo de la oreja mientras nos susurra un te quiero en el oído, o la mirada de asombro de tu hijo al abrir por primera vez los ojos ante resplandor de la existencia, o el olor a jazmín de un atardecer pletórico de estrellas y sonrisas. La vida merece la pena, es aún más maravillosa que el milagro de volar. La vida es un continuo éxtasis al que ninguno debiéramos renunciar. Es la realidad de un sueño que todos, si quisiéramos, podríamos compartir. Entonces… ¿por qué somos incapaces de comprendernos? En nuestras manos está. En nuestro corazón y en nuestra mente se encuentran el amor  y el entendimiento, esperando su eclosión.

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