sábado, 28 de junio de 2014

UNA HISTORIA LITERARIA

“Al final ¿qué nos queda?,
 un puñado de huesos,
una huella en el agua,
un lugar que no es nuestro.”

    Con estos versos finalizó el autor su intervención. La sala estaba triste, desangelada y fría. Todos esperaban mayor asistencia, sin embargo no pasábamos de la quincena. La única excepción fue el día que invitaron a un autor que colaboraba de forma asidua en un programa rosa de la televisión. Aquel día el local se quedó pequeño; no cómo hoy, tan menguante de expectación. ¿Falta de información? No es el caso, pues recibí, a través de un correo viral, la anunciación del recital poético en la sala principal de nuestra Excelentísima Diputación. El mismo nos presentaba a un insigne catedrático de literatura (así versaba el texto), ganador continuo de certámenes poéticos, presidente de los críticos y ensayista, traductor y traducido, académico y métrico excepcional, junto a algunos poemas de su última obra: “Lánguida bohemia” y de la que aún resuenan sus versos finales en la sala. Podíamos oler la fragancia melosa del alhelí en el ambiente y oír todavía en forma de susurro el canto imperceptible de un celeste ruiseñor. Poesía pura, manantial ígneo del alma como catarsis del dolor inherente a la existencia. Aplaudimos. Éramos unos quince, algunos con la manicura perfecta y un aire impoluto de lánguidos bohemios; por aquí Valle-Inclán, por allá Max Estrella y en las primeras filas el Marqués de Bradomín, sin faltar la niña Chole con su tiburón oculto entre las piernas. Amantes de las letras, lo snob y la apariencia modernista del intelecto. Los demás éramos el presentador, personal del área de cultura de la Diputación, otro periodista y yo. “Al final ¿qué nos queda?”, susurré, sin apercibirme, mientras escribía sus últimos versos en mi libreta. “Un puñado de huesos, una huella en el agua, un lugar que no es nuestro”, repitió el autor y nos miró sonriente y pletórico como si nos hubiese anunciado una incógnita e irrebatible máxima filosófica. “Pues yo el agua ni para beberla… Donde se ponga un buen rioja…”, expuso irónico Max. Todos reían a carcajadas. El Marqués de Bradomín, ansioso por contentar al autor, le miró cómplice y, guiñándole un ojo, le dijo: “Hombre, yo intentaré que la tierra en la que me entierren pertenezca a mis descendientes”. “Amigo, por mucho que hayamos creído conseguir en la vida, materiales, prestigio e, incluso, nuestra propia obra, nada será nuestro cuando ya no estemos”, contestó el autor. Y todos dejaron de reír, atentos a su sentencia. “¿Y el asombro?”, le pregunté. “Perdone, no le entiendo”, me dijo. 

    Afuera, en la calle, un estruendo de voces crecía y se colaba como un rumor molesto por las ventanas. Era un grupo de personas gritando consignas contra la Diputación, y el sonido de las sirenas policiales que los rodeaban en la plaza. Se quejaban ante la institución provincial de no poder pagar los libros y el comedor de sus hijos. Estaba a punto de comenzar el nuevo curso y los recortes económicos en educación como consecuencia de la crisis económica habían cercenado el sistema de becas, dejando desamparados a los hijos de miles de familias que ya carecían de los recursos esenciales.

 “El asombro, esa sensación maravillosa que sentimos al ver por primera vez el mar, al oír estremecerse el paisaje que contemplamos o al percibir el roce de aquellos juveniles labios que, primeros, nos besaron. Eso nos quedará, porque a nadie podrá ser legado, únicamente te pertenecerá a ti, eternamente”, le aclaré. “No parece usted un periodista, ¿acaso es también poeta?”, me preguntó. “No, ¡líbreme Dios!, -le contesté. Lo fui durante un escaso tiempo pero, afortunadamente, recuperé la conciencia. Soy de los que prefieren vivir en paz consigo mismo, sin presiones, compromisos perversos o teniendo que aguantar a burgueses pedantes y endiosados que tratan de alcanzar la gloria poetizando sus vidas anodinas. Ya ve, no todos estamos tan interesados en la acumulación de propiedad mientras estamos vivos, ni en la grandiosidad de su hueco curriculum”. El poeta me miró con esa extrañeza sutil con la que se suele observar a un friki, mezcla paradójica de indiferencia y curiosidad y, volviendo la cabeza hacia el centro de la sala, comentó: “Es duro y doloroso oír hablar así de uno de los oficios más dignos y excelsos desde Virgilio e Ibn Hazm, el canto a la belleza suprema y a la levedad y vulnerabilidad del alma humana ante la inmensidad del universo y la brevedad de la vida. Sin embargo, ya sabemos que todos los poetas tuvieron enemigos y algunos, como Machado, se vieron obligados a morir en el exilio”. “Ya – comenté, mirando fijamente al poeta. Pero los tiempos han cambiado, ¿verdad? Ya los hombres prestigiosos y titulados de este país no se la juegan escribiendo poemas que contengan la verdad, ahora duermen bajo el ala del partido político que los agasaja. Ya no quieren formar parte de esa nómina de huesos de la que, con tanto dolor, nos hablaba Vallejo. Ahora se dejan querer y devuelven el cariño sin demasiadas exigencias. El libro que nos acaba de leer es su segundo poemario, también premiado, como el primero, ambos por jurados formados por compañeros suyos en la asociación de críticos, otros poetas a los que usted también premió anteriormente cuando fue miembro del tribunal de turno. Y tras los premios llegó la publicación del libro a cargo de la institución pertinente y la gira por los distintos edificios oficiales a la estimulante cantidad de 400 euros por una hora de lectura; claro que eso depende del caché, pues en algunas ocasiones el emolumento puede superar con creces las cuatro cifras. ¡Cómo no cantar a la belleza o a esas hadas que tan bien le cuidan! Sería de desagradecidos hablar en sus poemas del fracaso del ser humano, esa masa impotente que ahora grita en las calles o de esos millones de anónimos que se desangran sobre las cuchillas de alguna verja fronteriza, ¿no es así?” El poeta empequeñeció de golpe. Se hizo el silencio durante unos segundos en la sala y, de repente, el Marqués de Bradomín se puso en pie, palmeó sus manos y dijo: “, señores, creo que ya es la hora del aperitivo”. La Delegada de Cultura de la Diputación me miró de forma amenazante, pero contuvo al tiburón que guardaba entre sus piernas y dio por concluido el acto, no sin antes agradecer profundamente la visita de tan ínclito catedrático y poeta. 

   Después salieron todos juntos de la sala, como borreguitos frágiles y sumisos, ignorando mi presencia a su paso. Todos menos Valle Inclán que había salido unos minutos antes con la excusa de fumar un cigarrillo y ya no lo volví a ver. Al salir, pude observar al poeta repartiendo ejemplares de sus libros entre los manifestantes de la calle y escuchar cómo comentaba al oído de la niña Chole: “¡Qué sería del pueblo sin la cultura!”. 

    Finalmente, el grupo se redujo a seis miembros que entraron en el restaurante de moda en la ciudad. Allí, entre taquitos de rape, gambas y jamón de Huelva y excelentes caldos, el autor firmaría el recibo del pago recibido, hablaría, con íntima complicidad, de proyectos y otros libros fútiles en construcción y bostezaría un par de veces antes de marcharse hacia otro lugar que tampoco era suyo, la suite del céntrico hotel reservada por la Excelentísima Diputación. Y, cuando el sueño abrazó por fin al poeta, limpiadores municipales regaban la calle, borrando el agua toda huella de basura.

2 comentarios:

  1. Como dijera Quevedo: "Poderoso caballero es Don Dinero" Sí señor. Excelente relato que nos desnuda la sempiterna hipocresia de la moral burguesa omnipresente. En realidad la poesía, la verdadera, será siempre subversiva o no será, autentica y sufriente.
    El poema sale de lo afásico, de la imposibilidad y aspira a expresar lo inefable. No siempre la perplejidad o el asombro informan la actitud poética pero sin duda es desde estos sentimientos de perplejidad, de asombro, de donde surge el poema, se articula, se transforma en verbo, se confunde con el ser mismo.
    Su relato me ha parecido muy bueno, movilizador, profundo, estimulante. Lo felicito.

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