Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subio los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oidos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
En este blog podrás leer artículos de opinión política y social, así como microrelatos Y poemas del autor. También puedes pinchar sobre algunas imágenes para leer libros y revistas escritas o editadas por el autor del blog.
lunes, 4 de agosto de 2014
viernes, 1 de agosto de 2014
ACEITE DE PERRO de Ambrose Bierce
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
sábado, 28 de junio de 2014
UNA HISTORIA DE BARRIO
“Yo fui quien le asesiné”, me
confesó. Su mirada se perdía en la frondosidad del parque adyacente al campus
universitario, mientras la plomiza desolación que exhalaba su cuerpo se hundía
irremisiblemente sobre el césped seco en el que estábamos sentados. Le llamaban
Mikel, aunque en la intimidad prefería que le nombrasen Susi. Era joven, no
había cumplido aún los 19 años, la misma edad de su amigo Damián, el asesinado.
Ambos nacieron en el mismo barrio, en el extrarradio de la ciudad y ambos
estudiaron siempre en los mismos colegios. Desde muy pequeños recorrían juntos
el camino hacia la escuela y la vuelta infernal a casa, en la que Damián, más
fuerte, grande y musculoso le defendía de los chicos que le humillaban por ser
un “mariquita”. “¡Por ahí llega el
bujarrón!”, gritaban todos cuando le veían llegar, preparados ya con las
primeras piedras y palos en las manos. Y si alguna piedra le hería era también
su amigo quien le curaba y calmaba su dolor. “Él no era homosexual, señor periodista, tiene que prometerme que lo
dirá en el artículo. Nunca antes de mi proposición tuvo relaciones con otros
hombres, al contrario, le encantaban las chicas, siempre me decía que no tenía
novia porque escoger a una significaba renunciar a las demás. Así era él, un
toro noble y leal, incapaz de engañar a nadie”. Dos diamantes líquidos,
plenos de sol, comenzaron a descender por su rostro. “¿A qué proposición te refieres?”, le pregunté. “Fue hace unos meses, al principio del curso –me
contestó. Las nuevas tasas universitarias
nos impedían la realización de nuestros sueños. Él quería ser veterinario y yo
siempre quise ser enfermero, pero con nuestras familias en paro y sumidos en la
pobreza quién nos iba a pagar la carrera. Nuestras notas siempre fueron buenas,
pero las becas concedidas no nos alcazaba, aún menos con la nueva merma del
ministerio de educación. O lográbamos dinero por nuestra cuenta o tendríamos
que renunciar a la universidad. E hicimos todo lo posible por encontrar
trabajo, créame, pero con el desempleo actual y sin preparación quién iba a
contratarnos, de modo que localicé una página de contactos por internet y nos
anunciamos como prostitutos, un dúo de activo y pasivo dispuesto a realizar un
trío con cualquiera que acordara pagarnos 100 euros por hora. Yo dejaba seco al
cliente, mientras él se dejaba hacer mamadas o enculaba a quien se lo exigía. Al
principio nos fue bien, la mayoría de los clientes eran viejos pudientes y
discretos, muchos casados, a los que les sobraba el dinero y nos lo entregaban
con facilidad, inconscientes de nuestra necesidad imperiosa. Después,
desprendidos de los nervios y temores iniciales, el sexo secreto se convirtió
en normalidad rutinaria donde todo era sencillo y placentero. Hasta el día que
nos llamó aquel hijo de puta”.
El hijo de puta no resulto
ser un viejo de doble vida, pleno de prejuicios en su cara iluminada al público
e inconfesables perversiones en el lado oscuro de su luna, sino un chico de su
edad y de su mismo barrio. “Le reconocí
enseguida y entonces supe que la cita, en realidad, era una emboscada. Nos
pareció extraño el encuentro, en una nave industrial de las afueras, pero al
teléfono dijeron ser dos cincuentones con ganas de follarse carne fresca y nos
lo creímos. Damián se empeño en acompañarme, a pesar de que decían ser activos
y de asegurarle que yo podría saciar a los dos. Nos abrió la puerta un señor
mayor, entramos en el local y echó el cerrojo e, inmediatamente, bajaron cinco
chicos por una escalera metálica. ¡Por fin llegó la hora de la caza, maricones
de mierda!, gritaban a coro. Se situaron alrededor, rodeándonos en círculo.
Todos eran musculosos, con pintas de enganchados a las inyecciones de
esteroides. Tres de ellos rapados y todos con vestimenta pseudomilitar y botas
de cuero con punta de acero. Él era uno de ellos, Inocencio, el vecino de Damián,
hijo de una familia tan pobre como la nuestra, pero con un padre que, como él,
odiaba a todo el mundo y una madre sumisa que, aún así, nunca pudo evitar los
golpes. Damián se encaró enseguida a Inocencio, no era la primera vez.
Inocencio siempre fue el líder de la manada de lanzadores de piedra y en un par
de ocasiones mi amigo le partió la nariz cuando no éramos más que unos niños.
Luego, durante un par de años desapareció del barrio, hasta aquel fatídico
momento. Estaba hinchado, más grande, pero sus ojos aún mantenían esa mirada de
hiena cobarde y traidora. Los otros cuatro sujetaron a Damián e Inocencio
comenzó a golpearle con una barra de hierro en la cabeza y yo, maldito cobarde,
no supe hacer otra cosa que llorar y suplicarles por su vida. Después me tocó
el turno a mí que, enseguida, perdí el conocimiento, hasta que desperté en un
descampado, malherido y junto al cadáver de mi amigo. ¿Entiende usted ahora porque
digo que lo maté? Damián nunca se hubiera prostituido si no lo hubiese
convencido yo y nunca dejaré de sentirme culpable por ello”. “No debes
castigarte, tu no eres responsable de su muerte”, le consolé, sin saber muy
bien cómo abrazarle sin producir aún más dolor en su frágil cuerpo, todavía
dibujado por múltiples cardenales.
No quise incidir más en la entrevista y dejé
a Mikel sumido en su desolación. Ya tenía su narración de los hechos, con la
que estructuraría la parte inicial de mi artículo y no era necesario provocarle
más dolor. Ahora debía dar forma a la parte final de esta historia y para ello debía
entrevistarme con Inocencio en la cárcel en la que estaba recluido. Y dos días después
las autoridades me concedieron el encuentro. Fue en una amplia sala común, en
la tarde más tórrida de agosto, junto a otros presos que eran visitados por
familiares, amigos o abogados. Inocencio se presentó en camisa de tirantas y
pantalón corto, dejando al descubierto sus antebrazos tatuados. En uno de ellos
resaltaba una cruz gamada de grandes dimensiones y, en el otro, el número 88,
saludo entre los nazis y símil de la doble H (Heil Hitler). “Usted era
vecino de la víctima, ¿no es así?”, le pregunté de sopetón. “Sí, ¿y sabe usted cómo se siente uno
oliendo cada día a maricón? Yo se lo diré: me sentía sucio, como si oliese a
mierda o a algo podrido, un terrible y nauseabundo hedor que se expandía por
todo el puto barrio. Todo el mundo olía en mi la asquerosa mierda de aquel
maricón”, me contestó con tono amenazante. Golpeó con puño cerrado sobre la
mesa, mientras la otra mano se aferraba a su rodilla, preparado para impulsar
su cuerpo sobre mí. “Tranquilícese -le
sugerí. Sólo he venido a hacerle unas
preguntas. Soy periodista y he de escribir sobre los hechos ocurridos. Ya
conozco la versión de Mikel, el chico homosexual, pero me falta la suya. Para
mí es importante lo que me tenga que decir”. Retrocedió y apoyó sus hombros sobre el respaldo de la
silla. Su rictus retador desapareció,
dibujándose una mueca de sonrisa en sus labios. “Sí que tiene aguante el bujarrón, todos pesábamos que estaba muerto.
Pero, dígame, ¿voy a salir de nuevo en los periódicos?”. “Sí, con nombre y
apellidos”. “Pues dispare. ¿Qué quiere saber?”. “Mikel me ha confesado que
durante la niñez siempre fueron enemigos y que no sufrió más palizas suyas
porque su vecino Damián le defendía”. “Sí, mi vecino prefería la compañía de
esa maricona antes que la de los colegas del barrio. No sé que le vería la Vane
a un mierda como ese”. “¿La Vane?”. “La rubia más guapa del barrio y la más
estúpida. Ahora tendrá que buscarse a un hombre de verdad porque del marica ese
tan sólo podrá tocar su lápida”. “¿Ella fue la razón por lo que abandonó el
barrio?”. “Por ella y por salir de toda la porquería que contenía. Me
asfixiaba, ¿comprende?, rodeado de tipos a los que no les importaba humillarse ante
la denigrante autoridad, desgraciados que retozaban en la miseria y refocilaban
sus pasiones con moros y negras y sudacas, esclavos de la ley que les condenaba
a la pobreza. Gente miserable: vagabundos, desempleados, musulmanes del puto
Alá, negros apestosos, maricones y tortilleras, todos parásitos sacacuartos a
los que los españoles tenemos que alimentar cuando no nos roban el trabajo”.
“¿Fue entonces cuando entró a formar parte de la Hermandad?”, le pregunté
sin mostrar acritud. Su semblante se iluminó, como el de un forofo del fútbol
dispuesto a hablar del equipo de su alma. “La
Hermandad fue lo mejor que me ha ocurrido en la vida. Pude alimentar a la
familia gracias a su generosidad. Consiguieron que mi padre dejara de
golpearnos a mi madre y a mí y ahora me respeta y ejecuta cuanto ordeno. Me
educaron en los valores fundamentales de todo español que se precie y me
mostraron el camino ejemplar de todo hombre con orgullo de pertenencia a su
especie. Ellos me dieron la fuerza y la voluntad necesaria para combatir hasta
la muerte a los enemigos de nuestra Patria. Me transformaron en el hombre
heroico que ahora soy. Todo se lo debo a ellos. Y todos estamos unidos en una única
familia que crece sin parar”. No pude contenerme más, aquel criminal se
vanagloriaba de su clan, sin ser consciente aún de que éste le había destrozado
la vida. “Pero ellos son los que te obligaron
a asesinar a un inocente, los que te han traído hasta aquí, donde permanecerás
encerrado 20 años según la condena impuesta por el juez. Ellos son los que te
han desgraciado el futuro y la vida. ¿Tan ciego estás que no lo puedes ver?”, le
espeté, armado de valor. Entonces, despegó su espalda de la silla y se levantó,
mirándome a los ojos fijamente, en clara actitud amenazante, golpeó nuevamente
la mesa y me gritó, mientras acercaba sus puños cerrados a mi cara: “¿Quién es usted, en realidad, otro maldito
maricón, un rojo hijo de puta, un cabrón defensor de negratas y moros de mierda
o un pijo de esos que se llaman a sí mismo progresista?”. Estuve a punto de
caerme de la silla, pero logré recomponerme. Todos en la sala se callaron de
repente y miraron hacia nosotros, esperando el inicio de una pelea que rompería
el agradable ambiente de visitas. Pero permanecí sentado y controlé los nervios
cuanto pude y en un tono conciliador le dije: “Relájese y mire a su alrededor, por favor. ¿Acaso ve a algún enemigo
real del que sea necesario defenderse? Aquí nadie le quiere atacar, aquí reside
la paz y la concordia porque es un día de reencuentro. Aquí todos queremos lo
mismo: tan sólo hablar”. “Tú y yo, hipócrita del carajo, no hablamos el mismo
idioma porque no nacimos en el mismo barrio -me insultó. Por eso concebimos el mundo de forma
distinta. Y en mi mudo, entérese de una puta vez, todo es una selva en la que
el lobo siempre acaba devorando a Bambi”.
UNA HISTORIA LITERARIA
“Al final ¿qué nos queda?,
un puñado de huesos,
una huella en el agua,
un lugar que no es nuestro.”
un puñado de huesos,
una huella en el agua,
un lugar que no es nuestro.”
Con estos versos finalizó el autor su intervención. La sala estaba triste, desangelada y fría. Todos esperaban mayor asistencia, sin embargo no pasábamos de la quincena. La única excepción fue el día que invitaron a un autor que colaboraba de forma asidua en un programa rosa de la televisión. Aquel día el local se quedó pequeño; no cómo hoy, tan menguante de expectación. ¿Falta de información? No es el caso, pues recibí, a través de un correo viral, la anunciación del recital poético en la sala principal de nuestra Excelentísima Diputación. El mismo nos presentaba a un insigne catedrático de literatura (así versaba el texto), ganador continuo de certámenes poéticos, presidente de los críticos y ensayista, traductor y traducido, académico y métrico excepcional, junto a algunos poemas de su última obra: “Lánguida bohemia” y de la que aún resuenan sus versos finales en la sala. Podíamos oler la fragancia melosa del alhelí en el ambiente y oír todavía en forma de susurro el canto imperceptible de un celeste ruiseñor. Poesía pura, manantial ígneo del alma como catarsis del dolor inherente a la existencia. Aplaudimos. Éramos unos quince, algunos con la manicura perfecta y un aire impoluto de lánguidos bohemios; por aquí Valle-Inclán, por allá Max Estrella y en las primeras filas el Marqués de Bradomín, sin faltar la niña Chole con su tiburón oculto entre las piernas. Amantes de las letras, lo snob y la apariencia modernista del intelecto. Los demás éramos el presentador, personal del área de cultura de la Diputación, otro periodista y yo. “Al final ¿qué nos queda?”, susurré, sin apercibirme, mientras escribía sus últimos versos en mi libreta. “Un puñado de huesos, una huella en el agua, un lugar que no es nuestro”, repitió el autor y nos miró sonriente y pletórico como si nos hubiese anunciado una incógnita e irrebatible máxima filosófica. “Pues yo el agua ni para beberla… Donde se ponga un buen rioja…”, expuso irónico Max. Todos reían a carcajadas. El Marqués de Bradomín, ansioso por contentar al autor, le miró cómplice y, guiñándole un ojo, le dijo: “Hombre, yo intentaré que la tierra en la que me entierren pertenezca a mis descendientes”. “Amigo, por mucho que hayamos creído conseguir en la vida, materiales, prestigio e, incluso, nuestra propia obra, nada será nuestro cuando ya no estemos”, contestó el autor. Y todos dejaron de reír, atentos a su sentencia. “¿Y el asombro?”, le pregunté. “Perdone, no le entiendo”, me dijo.
Afuera, en la calle, un estruendo de voces crecía y se colaba como un rumor molesto por las ventanas. Era un grupo de personas gritando consignas contra la Diputación, y el sonido de las sirenas policiales que los rodeaban en la plaza. Se quejaban ante la institución provincial de no poder pagar los libros y el comedor de sus hijos. Estaba a punto de comenzar el nuevo curso y los recortes económicos en educación como consecuencia de la crisis económica habían cercenado el sistema de becas, dejando desamparados a los hijos de miles de familias que ya carecían de los recursos esenciales.
“El asombro, esa sensación maravillosa que sentimos al ver por primera vez el mar, al oír estremecerse el paisaje que contemplamos o al percibir el roce de aquellos juveniles labios que, primeros, nos besaron. Eso nos quedará, porque a nadie podrá ser legado, únicamente te pertenecerá a ti, eternamente”, le aclaré. “No parece usted un periodista, ¿acaso es también poeta?”, me preguntó. “No, ¡líbreme Dios!, -le contesté. Lo fui durante un escaso tiempo pero, afortunadamente, recuperé la conciencia. Soy de los que prefieren vivir en paz consigo mismo, sin presiones, compromisos perversos o teniendo que aguantar a burgueses pedantes y endiosados que tratan de alcanzar la gloria poetizando sus vidas anodinas. Ya ve, no todos estamos tan interesados en la acumulación de propiedad mientras estamos vivos, ni en la grandiosidad de su hueco curriculum”. El poeta me miró con esa extrañeza sutil con la que se suele observar a un friki, mezcla paradójica de indiferencia y curiosidad y, volviendo la cabeza hacia el centro de la sala, comentó: “Es duro y doloroso oír hablar así de uno de los oficios más dignos y excelsos desde Virgilio e Ibn Hazm, el canto a la belleza suprema y a la levedad y vulnerabilidad del alma humana ante la inmensidad del universo y la brevedad de la vida. Sin embargo, ya sabemos que todos los poetas tuvieron enemigos y algunos, como Machado, se vieron obligados a morir en el exilio”. “Ya – comenté, mirando fijamente al poeta. Pero los tiempos han cambiado, ¿verdad? Ya los hombres prestigiosos y titulados de este país no se la juegan escribiendo poemas que contengan la verdad, ahora duermen bajo el ala del partido político que los agasaja. Ya no quieren formar parte de esa nómina de huesos de la que, con tanto dolor, nos hablaba Vallejo. Ahora se dejan querer y devuelven el cariño sin demasiadas exigencias. El libro que nos acaba de leer es su segundo poemario, también premiado, como el primero, ambos por jurados formados por compañeros suyos en la asociación de críticos, otros poetas a los que usted también premió anteriormente cuando fue miembro del tribunal de turno. Y tras los premios llegó la publicación del libro a cargo de la institución pertinente y la gira por los distintos edificios oficiales a la estimulante cantidad de 400 euros por una hora de lectura; claro que eso depende del caché, pues en algunas ocasiones el emolumento puede superar con creces las cuatro cifras. ¡Cómo no cantar a la belleza o a esas hadas que tan bien le cuidan! Sería de desagradecidos hablar en sus poemas del fracaso del ser humano, esa masa impotente que ahora grita en las calles o de esos millones de anónimos que se desangran sobre las cuchillas de alguna verja fronteriza, ¿no es así?”
El poeta empequeñeció de golpe. Se hizo el silencio durante unos segundos en la sala y, de repente, el Marqués de Bradomín se puso en pie, palmeó sus manos y dijo: “, señores, creo que ya es la hora del aperitivo”. La Delegada de Cultura de la Diputación me miró de forma amenazante, pero contuvo al tiburón que guardaba entre sus piernas y dio por concluido el acto, no sin antes agradecer profundamente la visita de tan ínclito catedrático y poeta.
Después salieron todos juntos de la sala, como borreguitos frágiles y sumisos, ignorando mi presencia a su paso. Todos menos Valle Inclán que había salido unos minutos antes con la excusa de fumar un cigarrillo y ya no lo volví a ver. Al salir, pude observar al poeta repartiendo ejemplares de sus libros entre los manifestantes de la calle y escuchar cómo comentaba al oído de la niña Chole: “¡Qué sería del pueblo sin la cultura!”.
Finalmente, el grupo se redujo a seis miembros que entraron en el restaurante de moda en la ciudad. Allí, entre taquitos de rape, gambas y jamón de Huelva y excelentes caldos, el autor firmaría el recibo del pago recibido, hablaría, con íntima complicidad, de proyectos y otros libros fútiles en construcción y bostezaría un par de veces antes de marcharse hacia otro lugar que tampoco era suyo, la suite del céntrico hotel reservada por la Excelentísima Diputación. Y, cuando el sueño abrazó por fin al poeta, limpiadores municipales regaban la calle, borrando el agua toda huella de basura.
martes, 6 de mayo de 2014
lunes, 28 de abril de 2014
EN TORNO A LA EDUCACIÓN
Ayer la conversación derivó en torno al mundo educativo, sobre un informe recién salido de no sé donde que viene a decir que el nivel académico de los españoles no se ahoga de milagro. Lo cierto es que la redicha estirada que sacó la conversación quería hablar, en realidad, de una compañera y folladora promiscua (según ella misma criticó), a la que envidiaba a rabiar por su excepcional facilidad para encontrar trabajo, ya fuese de modelo, camarera nocturna, periodista y, ahora, profesora de primaria en un colegio de monjas. Precisamente la especialidad de esa estirada comida ya por las telarañas del paro. ¡Qué jodida es la envidia! “La chica es mona y no se le conoce compromiso –le dije. ¿Qué hay de malo en que se dedique a repartir alegrías?” “¿Alegrías? ….Con esa nariz de águila carroñera”, me contestó, imitando con la mano el golpeteo de una tarjeta sobre la mesa, y luego pasó a relatarnos la verdaderas razones de su desagrado. Al parecer, promiscua y estirada compartían la misma carrera académica: Magisterio. Ambas eran maestras de profesión y mientras una se lo había pasado pipa a lo largo de estos años, con trabajos y juergas a raudales, la otra tenía callos en los codos de los años que le costó doblegar al fin los cursos, para acabar en breves sustituciones o en eternas esperas en el paro. Y, ahora, ese coño disoluto y procaz se encargaba de la educación de los niños pijas en un colegio católico y, encima, se jactaba en su página de facebook de la facilidad de la carrera de magisterio, en la que, según sus mismas palabras: ni tan siquiera era necesario estudiar. “¿Qué nivel educativo vamos a tener en este país si cualquiera que se abra de piernas puede lograr un título académico sin estudiar ni esforzarse e, inmediatamente, impartir clases?” – me preguntó. “Pues sí que tiene que ser cachonda la tipa esa. O sea, que no hace ascos ni a carne ni a pescado y hasta consigue follarse a monjas. ¡Eso sí que es tener arte!” -le contesté. Me incorporé en el asiento, la miré a los ojos y le dije: “Mira, mi querida estirada, el problema del nivel educativo existente en España comienza en los claustros iniciales del curso, cuando la primera y más urgente preocupación de los profesores es la de conseguir los mejores horarios”. Ella también se incorporó, alargando aún más su cuerpo de garza, y me dijo: “Como se nota que nunca has estado en un claustro y no sabes de lo que hablas, además no todos los profesores viven a la misma distancia de la escuela”. “Ni todos los coños se liberan de las excusas, ¿verdad?”, le contesté.
martes, 22 de abril de 2014
MAGIA Y FE
Se
marcha ya, entre sombras, esta larga Semana Santa y son tantas las cosas que
quisiera quemar: los costaleros subnormales inyectados de esteroides, los
tambores que llaman a la muerte, la del mago García Márquez, ese olor a
incienso, perenne, que te aleja de tu olor humano, inmundo y humano, y mortal,
como las llamas de los cirios alumbrando tan solo oscuridad o esa lluvia de
cristales que no cesa, sotanas sin alas
revoloteando en la noche como avispas y la masa obnubilada por tan sutiles
espejismos, la ropa de domingo cada tarde, los muñequitos enjoyados, la calle
abarrotada, y tú en medio, como una cárcel de ciegas esperanzas, los niños del
botafumeiro, alzando el humo al cielo, los de la bola de cera y capirote , bien
encerados por la pátina eclesial, la sangre en las manos de los tamborileros,
la fiesta, el jolgorio, de todos menos del muerto, y el silencio inmenso, esa
terrible estridencia. Son tantas las cosas que quisiera quemar que se me
chamusca el corazón tan sólo de pensarlo.
Se
marcha ya, entre sombras, esta larga Semana Santa y de nuevo amanecerá la luz
de la ilustración. ¡Mejor estar atento al alumbramiento del asombro que perder
el tiempo prendiendo hogueras! Estar atento, esperar. Esperar el parto
milagroso y eterno de las mariposas amarillas, el deshielo de la sangre, el
manantial incesante que mana en los ojos de los niños, el despertar de los
sentidos, el hambre placentera, ese pálpito antes inconfesable de la hembra, la
carne erizada a flor de piel, la llamarada de sonrisas que nos marcan las
estrellas, la incógnita y su desvelo, el mágico desciframiento del misterio, la
luz regalándonos los ojos (regalo que perdemos si dejamos de creer). ¿De qué
sirve odiar, quemarte las manos y la mente y hasta el corazón prendiendo
hogueras? Lo mágico, lo extraordinario, ocurre a cada instante y la ceguera del
odio nos impide verlo. La ira nos ciega, nos vuelve huraños, nos convierte en
erizos espalda contra espalda, luchando por tan exigua madriguera, palacios de
mísera tristeza. ¿Qué sentido tiene? Cuando el mundo abre sus alas amarillas
como una liviana mariposa cada día, frente a nosotros.
Pronto
los tamborileros de la alegría se impondrán. Ayer sonaba la flauta del tamboril
en mi calle. El sol ya restalla en los cristales y las terrazas erupcionan su
volcán de insectos. Pero la luz también puede cegarnos si mantenemos fija la
mirada demasiado tiempo. Somos insectos vapuleados por el viento, por la
corriente que más tira, con más fuerza o mejor maña. En tan sólo semanas
tomarán las calles los caballos y las mariposas revolotearán alrededor de sus
boñigas. Un arcoíris de color eclosionará en nuestra retina, renacerá la vida,
volverá el maravilloso espectáculo de la existencia. Mujeres convertidas en
claveles nos regalarán su aroma y los hombres querrán ser todos señoritos
elegidos bajo el calor de los sueños más primaverales. Se impondrán las ganas
de aventuras, la de recorrer caminos en romería, de abrazar el árbol antes de
que ellos vengan a decirnos que sobre ese tronco tuvo lugar la aparición y nos traigan
a otra Virgen y luego el Cristo y finalmente la crucifixión, el instrumento de
tortura, el temor.
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