A veces, llevados por el
digno ímpetu de denunciar las injusticias, acabamos cegándonos y, sin darnos
cuenta, podemos llegar a cometer actos aún más denigrantes que aquel que
criticamos. Por mi propia experiencia lo sé.
La semana pasada
tuve que ir al centro de salud porque el cardiólogo me ha mandado un nuevo
medicamento (y ya son 17 las pastillas que he de digerir cada día) y mi doctora
de cabecera me lo tenía que incluir en la tarjeta sanitaria. Cuando llegué a la
sala de espera pregunté a los demás sobre el horario de la cita. La chica (de
unos 35 años aproximadamente) tenía la cita a las 17,46 y el padre e hijo, de
clara fisonomía indiana, a las 17,40. A ambos les tocaba antes que a mí. Entonces ellos entran antes y yo voy después
de ti, le comenté a la chica. Ella no asintió, ni me miró siquiera,
aparentemente imbuida en la pantalla de su móvil. Sin embargo, en cuanto se
abrió la puerta de la consulta, ella salió disparada hacia su interior, mirando
con expresivo desprecio a los “sudacas” mientras
caminaba. Yo me quedé perplejo y dudé
durante un par de minutos sobre qué debía hacer. En mi mente, una voz me decía
que no podía permitir aquello, que no podía quedarme sin hacer nada, que era
necesario avergonzar públicamente a quien había llevado a cabo tan vil y
evidente acto de racismo. La racista encima iba a ser recompensada, ya que
sería atendida por la doctora antes que el padre y el hijo inmigrantes. Había
que evitarlo pues, en defensa de la justicia y los más básicos derechos
humanos. Y actué. Golpeé aquella puerta con los nudillos, suavemente, la abrí y
pude ver como paciente y doctora charlaban amigablemente. Me excusé con
educación ante la doctora, mire a su paciente a los ojos y le espeté: ¿Por qué te has colado y, además, mirándolos
de esa manera, porque son inmigrantes? ¿Y no se te cae la cara de vergüenza,
asquerosa racist…? No pude terminar
la frase, la doctora se levantó y, entre gritos, me cerró la puerta en las
narices. Hube de esperar a que muchos minutos después la racista saliera de la
consulta para seguir expresándole mi indignación. Al salir la tipa en cuestión
ni me miró, escapando con urgencia del edificio y con una sonrisa de sarcasmo
en los labios. Quizá temiera que la basura indiana le contagiará algún virus.
Seguro que, después
de haber leído lo anterior, todos pensaréis que actué de forma correcta en base
a la defensa de la dignidad humana. Pero no fue así. Nos equivocaríamos si lo
pensáramos. Los hechos que os acabo de narrar me otorgan una falsa apariencia
de héroe social y, en realidad, no fui más que en estúpido irreflexivo que,
llevado por la ceguera de mis principios humanitarios en el momento de defender
a los inmigrantes vejados, cometí otro atentado contra los derechos humanos de
otra persona que, como tal, también los merece, aunque ésta no sea más que una
abyecta racista. Nunca debí abrir la puerta de la consulta, rompiendo la
intimidad sagrada de la misma. Podía haberse dado el caso de que la doctora la
estuviera auscultando y que, para ello, la racista se hubiese desprendido de
sus ropas. No fue el caso, es verdad, pero hubiera sido perfectamente posible
y, en ese caso, yo habría cometido un terrible agravio contra los derechos
humanos de esa individua.
A veces, llevados por el
digno ímpetu de denunciar las injusticias, acabamos cegándonos y, sin darnos
cuenta, podemos llegar a cometer actos aún más denigrantes que aquel que
criticamos. Confiemos en aprender de nuestros errores y en comprender que no es
bueno abrazar la irracionalidad mesiánica de los falsos héroes. Menos mal que siempre
nos quedará la capacidad y la voluntad reflexiva, aunque en mi caso, si no he
aprendido ya con mi edad a controlar mis impulsos espontáneos, lo tengo
complicado y seguro que volveré a cometer un nuevo error. Ojalá logre evitarlo.
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