Tengo miedo. Me tiembla el fusil en las
manos. No sé qué me espera en mitad de esta oscuridad. Tan sólo Hassam me
acompaña, y el resplandor de los rayos de la luna llena sobre las cuchillas de
la verja. Todo lo demás está en negro, como la boca de una enorme hiena. Pero
espero. Tengo que saber al fin a qué he venido. Y pronto lo sabré, en cuanto
suenen los silbidos. Será entonces cuando debo comenzar a disparar, me ha dicho Hassam.
¿Cómo llegué aquí? No es una
historia sencilla. El recorrido estuvo lleno de sorpresas y opacos vericuetos.
Tuve suerte, o acaso la intuición necesaria para adivinar mis acertados pasos.
Todo comenzó un año atrás, en Abril de 2019. Fue entonces cuando el director de
mi periódico me encargó un artículo sobre los mejores destinos turísticos de
nuestro destrozado país. Todo iba mal, la industria se había desmoronado,
nuestros mejores investigadores se marcharon a tierras más ventajosas, las
empresas agonizaban sin créditos bancarios, el déficit seguía siendo
incontrolable y el paro se acercaba peligrosamente a los siete millones. El
único sector que mejoró fue el turismo, que crecía al mismo ritmo que se hundía
la economía familiar de los españoles. Los destinos de mayor afluencia
turística seguían siendo los mismos desde décadas, pero a mí, tras un estudio
concienzudo de los datos, lo que más me llamó la atención fue que Melilla se
había convertido, desde hacía un año, en el destino más rentable. En los
últimos meses la afluencia de turistas de gran poder adquisitivo había crecido en
esa ciudad de manera exponencial. ¿Por qué? ¿Qué había en esa ciudad para que
fuese tan atrayente para el capital?
Al cabo de un mes indagando por las altas
esferas ministeriales pude informarme de que detrás de la promoción turística
de esa ciudad estaba el lobby de los
cazadores. Lo cuál me sorprendió, ya que la provincia de Melilla carece
totalmente del tipo de fauna que éstos suelen codiciar. Por otro lado, parecía
imposible contactar con ellos para una entrevista, sólo me confesaron que no se
trataba de un destino de caza, sino más bien de un destino paradisíaco para el
descanso de los guerreros. ¡Curioso que usaran esa palabra en vez de la de cazador!
Y lo de paradisíaco, no sé, vale que el recinto amurallado y las edificaciones
modernistas de la ciudad tengan su interés, pero yo, como todos, imagino a
esos poderosos señores en otros paraísos, como Las Seychelles o Hawai. No me lo pensé, me saqué un
billete de avión y viajé a Melilla con la intención de descubrir el enigma. Me
convertí, de repente, en un joven empresario de éxito con innumerables negocios
en China. Fue el director de mi periódico quién me lo sugirió y la empresa
correría con los gastos, siempre que no fueran excesivos.
El casco antiguo de la ciudad parecía un
fuerte anticomanche, con su recinto amurallado y la atalaya luminosa de su
faro. Me alojé en el hotel Rusadir, uno
de los mejores de la ciudad y en el que mi intuición me decía que tendría algún
encuentro fructífero. No me equivoqué. Estaba lleno de turistas de muchos países
que viajaban en grupos concertados por el lobby
de los cazadores. Durante días observé sus llegadas y partidas, pero jamás
vi en sus manos equipaje en el que pudieran trasladar algún tipo de armamento para la caza. Todo
parecía transcurrir en la normalidad, a excepción de las innumerables visitas
de un capitán de los regulares que se reunía con los turistas en un reservado
del salón. Las consignas que allí se daban eran imposibles de conocer y por más
que me interesé por ellas, preguntando a consignados y personal del hotel, siempre hallaba un sombrío silencio por respuesta. Descorazonado por la nulidad
de mis gestiones decidí acometer un encuentro con aquel capitán del ejército
español. Y lo seguí un día al salir del hotel. Entró en una cafetería cercana a la Mezquita Central, y yo entré tras él. Habló durante unos minutos
con un hombre de fisonomía árabe. Parecían confiar el uno en el otro y, antes
de marcharse el moro, el capitán le entregó un sobre. Quizá la clave de todo
esté en el árabe, pensé, y decidí seguirle. Él es el que me ha traído hasta
aquí, el aduanero Hassam. Él es quien me acompaña, sentados ambos sobre el mismo tronco
derribado, en mitad de esta oscuridad impenetrable. Ambos estamos nerviosos, a la espera del sonido que dará la orden de
disparar.
Le seguí hasta la frontera y, gracias a que
llevaba el pasaporte encima, pude cruzar más allá de la linde. Así
fue cómo conseguí saber que Hassan era un policía aduanero del otro lado, del marroquí. Nuestro primer encuentro fue en una tetería de Beni-Ensar. Le dije que era un
empresario que quería invertir en Marruecos y, poco a poco, me gané su confianza
a través de numerosas invitaciones y agasajos. Y cuando consideré que el
terreno estaba lo suficientemente abonado le hablé de mi hobby favorito, el inmenso placer de la caza, sobre todo la mayor. “Yo puedo introducirte en la caza más
asombrosa que hayas vivido”, me contestó. “¿Y las piezas son grandes?”, le pregunté. “Lo suficiente, pero lo mejor de todo es el gran número de ejemplares.
¿Te gustaría participar en una batida? Por
seis mil euros podría introducirte en la siguiente”, me dijo en perfecto
castellano. Por supuesto que acepté
su oferta, era lo que había venido a buscar aquí desde hacía casi un mes y no
me iba a volver con las manos y mi libreta vacía. Le entregué el dinero y sólo
le pregunté una cosa más, si la zona de caza estaba muy alejada de Melilla. “No. Está muy cerca de la verja. Sólo que
está en nuestro lado”, me contestó, con una sonrisa de oreja a oreja.
SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss…….SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss.......SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss...
Esos deben ser los silbidos. Hassam presiona
con su mano sobre mi hombro, avisándome de que ha llegado el momento. El suelo comienza a temblar bajo nuestros pies. Acaso sea el inicio de un terremoto. Pero no. De
repente comienza a salir del bosque una inmensa jauría, tan negra como la
boca de hiena que los contiene. Son miles y corren todos hacia la verja, se
encaraman a ella, tratando de superarla. Puedo oler la sangre desde aquí,
sentir el hielo de las cuchillas cortando la carne. Son seres humanos que
comienzan a caer bajo la luz de los disparos. Nadie hace nada por evitarlo.
Tampoco Hassam que me grita sin parar: “Dispara, dispara”. Pero yo apenas le puedo oír, desde que escuché el sonido de los silbidos estoy petrificado,
observando el horror de un infierno imposible de concebir.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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