El hambre es una muerte que
se hace la olvidada. Decide no existir ya que nadie habla de ella. Sólo quienes
la padecen conocen el fuego negro de sus alas, los mares de sal que vierten sus
heridas, las arañas fieras que corroen las entrañas de la humanidad más desamparada.
Él también era una ser desamparado. Saltaba
a la vista. Sus zapatos raídos, los vaqueros desgastados por el uso forzado, el
pozo sin vida de su mirada esquiva. Era un día tórrido de finales agosto, en el
que el aroma nauseabundo de las basuras acumuladas en la calle, por el efecto
de la huelga, se colaba sin piedad por las ventanas. Se sentó en mi mesa del
periódico, frente a mí y me dijo: “Dirán
que la maté. Ellos viven en la abundancia y jamás llegarán a comprender cuánto
puede llegar a soportar un desesperado. Créame, no existe realidad más infernal
que el juego de la supervivencia”. Le dije que se tranquilizara, viendo el
estado de nerviosismo en el que se encontraba. Sus manos temblaban, como dos
pesadas libélulas que intentaban posarse sobre la mesa. Le pregunté cuál era su
nombre. “Manuel. Manuel García -me
contestó, y he venido a confesarlo todo
antes de entregarme a la policía”. La curiosidad inherente a mi oficio me
obligaba a indagar más y comencé a interrogarle: “A la policía. ¿Por qué? ¿Qué delito ha cometido?” “Ninguno, pensé en
cometer alguno muchas veces, no lo niego, pero siempre me vencía el miedo a ser
detenido y la posibilidad de verme forzado a abandonar a mi familia. Aquí el
único delito es el del silencio, ese que nos mantiene encerrados, a mi familia
y a mí, en el olvido y en la más atroz de las miserias: La desidia silenciosa
de los otros, la soledad brutal en el más absoluto desamparo”, me contestó.
Pero entonces, ¿por qué dirán que usted
mato a quién?, le pregunté directamente. “Antes necesito que usted sí comprenda y sólo entenderá si me acompaña a
casa”, me dijo. “Bien, espere que
busque a un fotógrafo y ambos le acompañaremos”, le dije, pensando más en
mi seguridad que en los hechos misteriosos de un artículo.
Antes de subir al coche, Manuel nos pidió que
le acompañásemos a un cajero automático. Sacó una tarjeta de su desvencijado
pantalón y comenzó a teclear sobre la pantalla. En unos segundos la máquina le
entregó 440 euros e, inmediatamente, el recibo con el saldo restante en la
cuenta: 2,15 euros. Nos mostró el recibo y antes de guardarse el dinero nos
dijo: “La pensión de mi madre. Esto es
todo lo que le quedará a mi familia”. Dos lágrimas de hondo dolor
descendieron por su rostro.
Vivía en la calle amargura, en el segundo
piso de un edificio sin ascensor, ni balcones. Era un barrio construido a
mediados del siglo pasado, pensado para albergar a los trabajadores inmigrantes
de otras regiones españolas, que venían a la capital huyendo de sus tierras
áridas y con la esperanza de lograr un futuro mejor. Gente trabajadora que, a
base de su propio esfuerzo, sacaron adelante a sus hijos para que éstos,
después, acabasen abandonando a sus padres por sueños de estúpidos resorts hipotecados. Los ancianos que morían deshabitaban casas que eran alquiladas a
otros inmigrantes, esos que cruzan el charco, inmenso para los que llegan en
avión y no tanto para quienes lo cruzan en patera. En el trayecto automovilístico,
Manuel, nos contó que él también se largó del barrio, pero que tras los cinco
años de paro que sufría y el desahucio de su vivienda, se vio obligado a volver
a la casa de su madre, ya viuda. Era ingeniero industrial hasta que quebró la
empresa y ya nadie volvió a contratarle. Su mujer trabajaba en la misma empresa
que él, allí fue donde se conocieron hacía 12 años, y sufrió la misma y nefasta
suerte. A ambos se les acabaron las ayudas gubernamentales y si no llegaron a
alimentarse de los cubos de basura fue gracias a su madre, que los acogió en
casa, al matrimonio y a sus dos hijos.
Lo primero que se sobresaltó al abrir Manuel
la puerta fue nuestra pituitaria, el nefando olor de aquella casa era
insoportable. Era un olor diferente al de la basura esparcida por las aceras,
era más dulzón y pegajoso. Se adhería a nuestra piel como una babosa atenazada
de terror. La casa apenas tenía muebles. En las paredes sobresalían cercos cuadriculados,
como los que deja la ausencia repentina de algún cuadro. En la cocina, algunos
platos sucios del desayuno matinal y el vapor de un cocido a medio hacer. En el
comedor, una pequeña televisión analógica sobre un mueble cochambroso, una mesa,
cuatro sillas y un sofá de dos plazas en los que se arremolinaban la esposa de
Manuel y el hijo mayor de nueve años. Ambos se abrazaban como si esperasen,
atemorizados, el final irreversible del mundo. Ninguno de los dos se levantó
ante nuestra presencia. Permanecieron en silencio, aferrados el uno al otro, mientras
Manuel nos mostraba el resto de la casa. Las dos habitaciones eran sobrias, sin
apenas decoración, y en ambas las camas estaban deshechas. En la de matrimonio
nos llamó la atención las bolsas de basuras negras que, por su blandura y
liviano peso, parecían contener prendas de ropa y el candado que cerraba el
armario. Manuel intuyó nuestra curiosidad y abrió el candado, mostrándonos la
despensa familiar. “A los niños les
cuesta entender la necesidad de racionar los alimentos”, nos dijo azorado.
En la habitación de los niños no habitaban juguetes. Desde nuestra entrada a
aquella casa nos acompañó el canto melifluo de una niña, pero ésta no aparecía
por ninguna parte. Hasta que Manuel nos condujo por el oscuro pasillo hacia una
puerta, la del baño, la única estancia que nos quedaba por visitar. En ella
estaba la pequeña Laura, sentada sobre el suelo, una preciosa niña pelirroja de
seis años. Entre sus manos tenía la fría maño de su abuela y le cantaba una
nana, muy bajito, ya que no la quería despertar. La abuela dormía eternamente
en la bañera, encharcada por el agua del deshielo. Su cuerpo era de color
morado, estaba hinchado por la descomposición y, en su interior, era devorada
por gusanos. “Sucedió hace algo más de un
mes e imaginamos que fue un ataque al corazón. ¡Qué podíamos hacer! Sin su
pensión no podemos sobrevivir. Es mi madre y la quiero, pero decidí callarme por
la supervivencia de mis hijos”, nos confesó Manuel. Luego entregó la
pensión de la abuela a su mujer, la besó con desesperación, ignorando cuándo lo
podría hacer de nuevo, y nos miró, diciendo: “Y ahora, si lo desean, pueden acompañarme hasta la comisaría más
cercana”.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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