Hace
algunas madrugadas apareció muerto otro negro. Pero éste no murió de hambre
o frío, éste amaneció con el cuerpo mutilado. El badajo que colgaba entre sus
piernas había desaparecido. Los barrenderos municipales encontraron su cuerpo entre
las basuras de un callejón que daba a la puerta trasera de un club de
intercambio de parejas. Un lugar de esos a los que suelen ir matrimonios ricos
y aburridos en busca de sensaciones nuevas y los chicos y chicas buscavidas que
los acompañan. El cadáver carecía de documentación y lo único que logró deducir
la policía acerca de su personalidad es que fue niño soldado en Sierra Leona,
gracias a la marca de diamante rojo que, a fuego, le habían grabado sus captores en el
hombro. Inmediatamente las investigaciones se centraron en aquel local, pues la
disección y robo del miembro viril sugerían un crimen de índole sexual. Yo,
mientras tanto, imagine la huida de aquel desconocido hacia tierras donde su
futuro no fuese encontrarse con la muerte a los quince años. Según parece,
suelen hacerlo a pie, atravesando ríos, selvas y sabanas, siempre hacia el
norte y durmiendo sobre las copas de los árboles para evitar ser devorados por los leones. Algunos tardan años hasta llegar a las costas de
Marruecos. A partir de ahí ya lo sabemos, saltar la reja o jugarse la vida en
una patera frágil y azotada por las olas.
Dos días después, un amigo de la víctima la
reconoció en la morgue. A pesar de carecer de papeles y de arriesgarse por ello a la
expulsión del país, se atrevió a denunciar la desaparición de su hermano. De esa forma lo
nombraba, pues ambos huyeron juntos de las metralletas y la muerte y ambos
experimentaron juntos todo lo acaecido desde entonces, a excepción de la aventuras
sexuales de Duma (así se llamaba el fallecido), ya que él con la visible cojera que lo deformaba y las múltiples cicatrices que afeaban su rostro no era atractivo para nadie. “Dos veces me salvó la vida”, dijo sollozando
junto al finado. “Él tenía grandes sueños
para los dos –me comentó en la posterior entrevista, ya en mi periódico. Tenía muy claro que lo más importante para
labrarse un futuro en este país era aprender rápidamente el idioma y estudiar,
claro que antes era necesario ganar mucho dinero. Y lo del idioma ya ve usted que lo conseguimos, lo de
los estudios esté año logré por fin matricularme, pero lo del dinero, y menos
ahora con la crisis, se convirtió en un imposible. Estuvimos trabajando en el
campo durante años, recolectamos naranjas, aceitunas, fresas y hasta manzanas en el norte,
siempre sin contrato y con sueldos con los que apenas nos conseguíamos
alimentar. Pasamos mucho frío durmiendo sobre campo abierto o el oscuro
asfalto de las calles, hasta que nuestra suerte cambio. Fue una noche de
primavera, estábamos sentados en un banco, justo al lado de la estación de
autobuses, cuando un hombre de apariencia elegante aparcó el Mercedes junto a
nosotros, bajo la ventanilla y nos mostró un billete de 50 euros, dejando claro
que sólo le requería a él. Más tarde Duma me contó que lo llevó a su casa, un
ático del centro de la ciudad, en el que la esposa del caballero los esperaba vestida únicamente con un camisón transparente. Cuando volvió venía pletórico,
era la primera vez que se había acostado con una blanca y ni siquiera le
importó que su marido los grabara mientras tanto. Cien euros traía de vuelta,
tuvo que dejarla muy satisfecha. Y no cesaba de repetirme que lo volverían a
llamar, pues le habían pedido el número del móvil”.
La investigación policial
parecía ir por buen camino, la motivación de aquel asesinato, sin duda, era sexual y no tardaron en identificar al matrimonio. Eran clientes asiduos de
local de intercambio y, a menudo, acudían a él acompañados por Duma. Según
aquel rico y liberal empresario, Duma se había convertido en el gran reclamo
del local y ya iba él solo cada noche. Desde su primera aparición, hombres y
mujeres se desvivían por la mamba negra que colgaba entre sus piernas,
dispuestos a entregarle el capital necesario a cambio de que complaciera sus
caprichos. Sólo a uno pareció molestarle la nueva situación, al antiguo rey destronado, un chapero argelino cuya
vida había sido muy parecida a la de Duma. Como Duma tuvo que huir de la muerte
antes de ser decapitado por los fanáticos de la yihad y como Duma cruzó en patera el estrecho y sufrió humillaciones y desesperación en la
miseria.
“Busquen
al argelino o cualquiera de los otros. Esos chicos son como animales, sobre
todo cuando los cambias por otro más joven y potente. Parecen no enterarse de
que son totalmente prescindibles. Consoladores vivos fáciles de intercambiar. Busquen
al asesino entre ellos y seguro que acertarán. Entre personas de alcurnia como
nosotros arreglamos las cosas de otra manera, con mayor civismo, aunque siempre
nos acabe costando dinero, no se lo voy a negar. Pero, en fin, afortunadamente
de eso nos sobra, ¿verdad?, aconsejó al comisario aquel caballero de
aspecto elegante y rocín metálico con motor alemán. No se equivocó, en casa del
argelino encontraron las pruebas. Vivía en la periferia, en una chabola de madera
y uralita, rodeada de orines e inmundicia. El ladrido de los perros le alertó
de la llegada de los policías. Pero estaba tranquilo, no tenía nada que temer,
ya había encendido la hoguera y la madurez de sus incipientes canas le ayudaría a
actuar correctamente. La ignorancia nos suele confundir, mostrando como
seguridad en uno mismo lo que no es más que estúpida soberbia. Fue en los restos
de la hoguera apagada por ellos, junto a la casa, donde la policía científica encontró un
cuchillo calcinado y unos pantalones chamuscados con restos de ADN de la
víctima. Las evidencias eran aplastantes y cuando el juez le interrogó sólo
alcanzó a decir: “Lo hice por
supervivencia, señoría, conseguí el dinero necesario para salir de la chabola y alquilar un piso en el centro de la cuidad. Por fin me iba a convertir en un ciudadano normal y respetado y cuando llegó el negro con
su miembro descomunal todos mis planes se fueron al traste. No podía seguir en la chabola. Tiene usted que entenderlo”. El juez lo
miró con frialdad, pero con la
inquietud de ser reconocido como uno de los clientes esporádicos de aquel local.
“Sólo una cosa más antes de enviarle directamente
a la cárcel. ¿Qué hizo con el resto del cuerpo?”, le preguntó el juez. “Se lo eché a los perros, señoría. Ya ni con
su dinero volverá a disfrutarlo su mujer”, contestó el asesino.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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