Fue hace cosa de un mes cuando nos citaron
en el comedor social del “Barrio de los Curritos”, conocido de ese modo por
haber sido construido para trabajadores de los polígonos industriales
adyacentes a mediados del siglo pasado. El comedor estaba gestionado por vecinos
jubilados y voluntarios que trataban de mitigar el hambre creciente, con más
voluntad que recursos. Pero no fueron ellos quienes nos citaron allí, fue el
gabinete del alcalde, su jefe de prensa, quién nos llamó, comunicándonos la visita
solidaria del alcalde, interesado en calmar las aguas de una sociedad que, a
veces, estallaba en su desesperación y sufrimiento, provocando altercados tan
dispersos como preocupantes. La economía estaba hundida, gran parte de los
habitantes del barrio se eternizaban en el paro y el hambre y los desahucios
eran hechos cotidianos en muchísimas familias. Los polígonos, antaño industriales,
se habían convertido en sombras de ceniza, amasijos de hierro que se oxidaban
en la noche, como esqueletos semiderruidos de fantasmas del pasado. Sin
embargo, la intención del alcalde, -nos dijo su asesor-, era transmitir
esperanza e ilusión en el futuro.
La llegada del alcalde fue como todos
esperábamos. De tres Audis oficiales se apearon el alcalde, el teniente
alcalde, sus escoltas y un par de señores, corbata en ristre, con pinta de
ejecutivos y que parecían obsesionados con el estudio de la fachada de aquel
edificio VPO. Uno de ellos portaba una ipod bajo su brazo. María, la jubilada que
gestiona el comedor los recibió con amabilidad. Cedió el paso al excelentísimo
alcalde y comitiva y personal de prensa entramos tras él. El alcalde se dirigió
inmediatamente a una de las mesas, mientras uno de los ejecutivos medía las
paredes del local con la mirada y el otro anotaba números en el ipod, como si éste fuera una calculadora. En la mesa, una mujer con la mirada perdida mojaba
pan en la sopa y un señor de unos cincuenta años, con barba enmarañada y melena
gris, soltaba los cubiertos sobre la mesa ante la llegada del alcalde. “¿Os tratan bien aquí?” les preguntó
éste. “Antes no había buitres, pero
pronto vendrán muchos para sacarnos los ojos y dejarnos ciegos”, respondió
la mujer. El edil se quedó perplejo, sin saber cómo reaccionar. “A perdido la cabeza, señor alcalde, ya ni
los locos tienen manicomios que los acojan. Y sí, aquí nos tratan muy bien. Son
muy buenas personas. Como nosotros”, contestó el barbudo. El alcalde le
miró agradecido, le sonrió y le preguntó afable: “Y dígame, ¿cómo le va a usted?”. “Jodido, señor alcalde, después de
haber conseguido salir de las drogas hace doce años y reordenar mi vida y la de
mi familia, ahora, la crisis y el paro, me han enviado a un infierno aún peor. Pero, para qué le voy a aburrir con mi vida, señor alcalde, si lo único que lograré será que se me enfríe
la sopa”. El alcalde tragó saliva y deó caer su mano sobre el hombro de
aquel hombre. “No te aflijas. Las cosas
mejorarán. Ten fe. Estamos haciendo todo lo posible”, le dijo y se apartó
de él. Luego, desde en centro del local, nos comunicó las buenas noticias: Los
inversores internacionales volvían a interesarse por nuestro país, lo cual,
traería afluencia de capital y, por consiguiente, la apertura de los créditos
bancarios y el relanzamiento del mercado laboral. En concreto, en aquel barrio,
estaban interesados en transformar los polígonos en el mayor emplazamiento de
ocio y juego de toda Europa, generándose decenas de miles de puestos de
trabajo, no sólo en su construcción, sino en los servicios posteriores. “Todos tendremos que resistir un poco más,
pero ya podemos ver la luz al final del
túnel”, fue la frase final de su discurso. Y se marchó hacia el Audi de
nuevo, limpiándose, con un pañuelo, la mano que posó sobre el hombro del
melenudo.
Ya hace un mes de aquello y
hoy, 24 de diciembre, dos noticias, aparentemente inconexas, se enlazan en mi
mente con el recuerdo de aquel día. Los fondos buitres de los inversores
internacionales han llegado por fin al ayuntamiento y la alegría se desborda en
la luminosidad de la ciudad, en los focos de los comercios exclusivos, en el
corazón encendido del centro de la urbe, en los deslumbrantes espejos de los deseos
insatisfechos. Todo ha de tener un puño de ilusión reconcentrada. Todo ha de
tener la estética de la esperanza. Y el árbol de Navidad se alza, reluciente,
hasta el mismo cielo.
La otra noticia afecta a la periferia, al
“Barrio de los Curritos”. La Policía municipal ha clausurado el comedor social,
aduciendo problemas de salubridad. La merluza con patatas se quedará hoy sin
servir. Y los vecinos del edificio en el que se encuentra el comedor han
recibido una oferta de compra obligada de la vivienda que habitan, si no
quieren verse desalojados por los nuevos propietarios: un holding empresarial e
internacional tan opaco y oscuro como las negras e impenetrables alas de los
buitres.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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