Son tres. Portugueses. Superan los cincuenta
años. Y todas las noches duermen en la platea de la plaza. La misma en la que
algunos domingos de sol pletórico toca la banda municipal su ristra de
pasodobles, para que bailen los ancianos enamorados, rodeados de niños que se cuelan
entre sus piernas, persiguiendo a las palomas. Ellos no molestan, no están en esos momentos. A esas
horas del día ya han recogido sus escasos bártulos, algunas mantas y ajados carritos
de la compra rellenos de bolsas y prendas sucias. En las horas diurnas uno se
pinta la cara y simula ser una estatua, otro se coloca en la puerta de la
catedral con su cajita de cartón y el que nos queda se sienta sobre un escalón
del gran supermercado. Y así permanecen, durante horas, hasta que finaliza el
jolgorio. Luego, al caer la tarde, se sientan los tres en el mismo banco y
comparten bocadillos. Es el del supermercado quien más recauda, le ayuda a ello
el andador que le sostiene al caminar y que, posiblemente, algún día fatídico le dieran
en el hospital. Aún así, el capital acumulado cada día, gracias a la
generosidad de algunos ciudadanos, no les llega para más y han de volver cada
noche al frío mármol de la platea. Allí los veré mañana de nuevo, descendiendo
de su trono nocturno, con los huesos entumecidos y el cuerpo dolorido. Tan sólo
en la oscuridad les permitimos ser reyes de sus sueños.
Se han convertido en un fenómeno cotidiano.
Y saben apartarse y volverse invisibles cuando lo requieren las circunstancias.
No molestan, son prescindibles. Lo saben. Y los habitantes del centro de la ciudad
los han asimilado como a cualquier farola o jardinera de la calle. Ya forman
parte del paisaje urbano. Incluso la policía que ronda continuamente la plaza
los deja en paz. No son delincuentes, solo tres hombres pobres que huyeron del
frío y la peligrosidad de Lisboa y se vinieron al Sur de España, donde el sol
calienta más y la crisis, aunque grave, no es tan famélica como en el país
vecino. “En Lisboa ya no se podía vivir –me
dice uno de ellos, los angoleños nos
robaban todas las noches”. “Angoleños, Mozambiqueños, Caboverdianos, la Praça
Liberdade era un inmenso continente negro en el que era imposible encontrar un
rincón de paz para tres viejos europeos. Nos tuvimos que marchar y decidimos que
nada mejor que el calor del sur. Pero la situación económica es tan mala en mi
país que es imposible sobrevivir de las limosnas y cruzamos el Algarve hasta
llegar aquí”, me explicó el hombre del andador. “Aquí, al menos no nos molestan los negros, la policía ronda a menudo
por la plaza y no los dejan quedarse y la gente, sus conciudadanos, se apiadan
de nosotros lo suficiente como para lograr sobrevivir”, me dijo el que
hacía de estatua.
Me quede perplejo ante sus argumentos, nunca
pude imaginar que aquellos tres hombres de apariencia frágil fuesen racistas. Mi
intención era escribir un artículo sobre las necesidades y la situación de los
sin techo de la ciudad y no un alegato xenófobo. Sin embargo, ante la deriva de
la conversación les pregunté directamente: “Entonces,
¿son ustedes racistas?”. “No, en absoluto. Comprendemos a los negros, sabemos
que ellos vienen de un hambre mucho más atroz. Pero nosotros tres somos viejos
y débiles, seres vulnerables, malditas víctimas propicias. Los racistas son
ustedes o, al menos, su policía. Y no sabe usted cuánto se lo agradecemos. No
se confunda por las apariencias, en realidad, sólo buscamos sobrevivir. ¿Usted
nunca ha dormido en la calle, verdad? Vaya usted a dormir una noche sobre los
adoquines de la Praça Liberdade y lo comprenderá. Vaya si lo comprenderá”, me
contestaron.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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