A mi padre no le dejaban en
paz. Tampoco a su vecino. Las llamadas telefónicas provenían del mismo banco,
pero eran de una índole muy distinta. Las que recibía mi padre estaban llenas
de dulzura. La que le transmitía esa voz femenina que lo adulaba, ofreciéndole
un crédito de 90.000 euros a un 7% de interés y exento de impuestos los dos
primeros años. Las que recibía su vecino eran duras, con voz de hombre
aguerrido en mil batallas y sabedor del miedo que producían sus amenazantes
palabras. El hijo del vecino de mi padre montó, una década de años atrás, un
negocio de distribución y montaje de aire acondicionado y la crisis se cebó con
él impunemente. Su casa ya se la quitaron, dejándole únicamente un cofre de
madera en el que guarda decenas de impagados pagarés de constructoras. Y, ahora,
el banco amenazaba con desahuciar a su padre, quién lo avaló con su piso al
montar el negocio. Todos irán a la calle, su familia también, ahora alimentada
gracias a la pensión de los abuelos. 40 años llevan siendo vecinos y mi padre
le considera un buen amigo.
Dicen que el grifo del crédito fluye de
nuevo. Y debe ser cierto por las llamadas de mi padre. ¿No sé si otros muchos
reciben ese tipo de llamadas? Quizás lograse un buen artículo si indagara más en
ello. “Ese es el tipo de noticias que
elevan el espíritu de la sociedad -suele decir el director de mi periódico.
España está necesitada de ilusión y ese
tipo de noticias genera esperanza en el futuro”. Claro que el periódico en
el que trabajo es provincial y la influencia del partido que gobierna en la
Diputación es muy fuerte. Mi padre es un antiguo funcionario, es el encargado
de la organización de los eventos deportivos en la provincia y gracias a sus
contactos me ofrecieron trabajo al finalizar mi carrera. En fin, tampoco quiero
desviarme de ese grifo del que comienza a manar dinero. Según el rumor, muchos
altos funcionarios están recibiendo ofertas de créditos, por si quieren invertir en algo: la
compra de una segunda vivienda, la renovación de un automóvil, el pago de un
masters para sus hijos en alguna
universidad privada. Y de este modo pretenden revitalizar la vida económica de
nuestro país, incentivar el consumo interior, poner en circulación sus stocks inmobiliarios, relanzar de nuevo
la agonizante industria y que volvamos a ser de nuevo el país de Pin y Pon, en el que la felicidad nos vuelva a abordar por las esquinas. ¡Qué
maravilla!
Pero esta mañana desahuciaron al vecino de
mi padre. Nada pudieron hacer los ciudadanos frente a la policía judicial. No consiguieron
evitar lo que se venía anunciando desde hacía más de un año. Tampoco fueron
todos los habitantes del barrio a apoyar a la familia, es un barrio de clase
media, en el que la apariencia y las formas públicas de uno mismo importan más
que la solidaridad con los vecinos. Mi padre quiso estar en primera fila, pero
su salud se lo ha impedido, no son convenientes los sobresaltos para su enfermo
corazón. Ahora está mirando por la ventana, viendo cómo los vecinos lloran
desconsolados, sentados en la acera de la calle. “Están
desconcertados –me dice mi padre, no
tienen adónde ir. Le dije a Juan que él y su mujer podían quedarse en casa
mientras encontraban un alquiler apropiado, pero me contestó que no, que
estaría siempre junto a sus nietos”. Yo estoy sentado en el salón, tratando
de calmarle. “Los organismos municipales
atenderán a la familia”, le digo, cuando comienza a sonar el teléfono.
Levanto el auricular y constato que preguntan por mi padre. Se lo comunico y se
acerca hasta mi, aún visiblemente alterado. Se pone el auricular al oído y
escucha pacientemente durante unos minutos. Y, de repente, estalla: “Pero es que no tiene usted vergüenza,
señorita, como puede ofrecerme la compra del piso de mi vecino con el crédito
que desean darme. Ustedes no tienen corazón, son unos cabrones y son los
culpables directos del sufrimiento de muchos españoles. Olvídense de mí, por
favor, y no vuelvan a llamarme. Ese dinero que les sobra estaría en mejores manos
si dispusieran de él los jóvenes
emprendedores y no la carroña abyecta en la que se han convertido todos ustedes”,
gritó. Luego colgó el auricular y volvió a la ventana. Pude ver cómo trataba
de ocultar las dos lágrimas de rabia que caían por su rostro. Ya no pude
decirle nada más. Permanecí en silencio, pensando que la noticia de esa llamada
sí era buena para un artículo, aunque no tuviese demasiado sentido escribirlo,
pues jamás lo aprobaría la línea editorial de mi periódico.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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