Llegué al barrio de La Orden cinco minutos antes de la hora concertada. Había quedado
allí, en el parque Moret, con el
concejal de Salud y Medio ambiente.
En el consistorio estaban de celebración. Hacía poco más de una semana que nos
anunciaron en rueda de prensa el éxito de la operación contra la indigencia en la
zona céntrica de la ciudad. Las campañas turísticas en el exterior habían dado
fruto y la afluencia de guiris multilingües era cada vez mayor. En nuestro
periódico local hablábamos mucho de ello, pero la mendicidad constante de
algunos individuos en las terrazas del corazón de la ciudad daba muy mala
imagen a la misma y era urgente y necesario hacer algo. Nadie desea ir allá
donde le muestran la miseria. Y de la noche a la mañana lo solucionaron. Aún no
sabíamos cómo, pero todos aplaudimos el resultado. Ya podemos pasear con mayor
seguridad por la Gran Vía, sin espejos de
miseria e inmundicia en los que observarnos. Y, ahora, el concejal quería
hablarme de los gatos callejeros
Lo primero que detecté al llegar al parque
fue el aumento de agentes de seguridad. Pregunté acerca de ello. “Bueno, como sabrás en este parque teníamos
un problema. Se ve que hay mucho Diógenes sin control en este barrio. Gente estrafalaria
que no tienen relaciones humanas y vuelcan su absurdo amor en los felinos, a
los que alimentan diariamente. Aquí vienen muchos niños a jugar y las madres se
nos quejaron. La inmensa cantidad de gatos congregados alrededor de la comida
gratuita provocaba un terrible temor en ellas, preocupadas por la salud de sus
hijos. Y llevaban razón. La podredumbre de los cadáveres de ratas y la suciedad
ya eran peligrosas. De modo que nos pusimos manos a la obra. Ahora los
vigilantes se ocupan de localizar a los idiotas que nutren a los gatos y les
sancionan con severidad, lo cual, por qué no decirlo, le viene muy bien a las
arcas vacías del consistorio”, me contestó el concejal con una sonrisa de
presentador televisivo. El parque estaba casi vacío, aún era temprano y la
escarcha comenzaba a derretirse, por efecto del sol, sobre las hojas de los
árboles. Hacía un día precioso, un cielo sin nubes y esplendoroso de pájaros. “Entonces, problema solucionado, ¿no?, si los gatos ya no encuentran alimentos habrán dejado de venir”, aduje con bastante ingenuidad. “No, no es tan
sencillo. Esos bichos están acostumbrados al lugar, son territoriales y piensan que el parque les pertenece. Además, no encuentran alimentos
elaborados, pero siguen cazando ratoncillos y algunas aves despistadas. Pero,
en fin, lo estamos arreglando, aunque no es sencillo erradicarlos” argumentó el concejal.
De repente, vi moverse un matorral y pude
oír con nitidez los últimos lamentos de un gato. El concejal y los vigilantes
ni se inmutaron y seguimos paseando por la vereda. Yo me giré hacia atrás y la
pude ver saliendo de la maleza, con un gato muerto entre sus manos. Era ella,
la chica negra que antes pedía en la Gran
Vía de la ciudad, pero ahora parecía más viva, más en forma y mejor
alimentada. Descalza, sobre los fríos adoquines, solicitaba limosna en silencio,
mostrando las terribles cicatrices de su cuerpo. Nadie conocía las de su alma,
pues jamás pronunció una frase. Pero ahora sus ojos no estaban plenos de tinieblas,
ahora estaban vivos y nos miraba arisca, desconfiada de que le pudiéramos
arrebatar su presa. El concejal la miró y le indicó con un gesto de su mano
que se apartara de nuestra vista. La negrita bajó su mirada y se escabulló
entre las ramas del bosque. “Esa chica
es una de las sin techo que
pululaban por el centro de la ciudad”, afirmé sorprendido. “Si. Y ahora está mucho mejor. Trabaja para el ayuntamiento. La dejamos
dormir, junto a otros, en un almacén municipal, a cambio de que cacen los
gatos del parque”, me confesó, sin pudor, el concejal. “Pero los matan”, le dije escandalizado. “Sí, y hasta pueden comérselos si quieren. Su carne tiene muchas proteínas y
dicen que es tan sabrosa como la de conejo, –me sonrió
con estudiada complicidad. Teníamos dos
problemas, los malnutridos pedigüeños y los gatos callejeros, y ya no tenemos ninguno y con lo que recaudamos en multas pagamos los
gastos. ¡Magnífica gestión la de nuestro gobierno!, ¿no le parece?”, preguntó
inquisitivo, mientras clavaba sus amenazantes ojos en los míos. “Si usted lo dice, así será”, tuve que contestarle y seguí
caminando junto al grupo, sin prestar ya mucha atención a aquel discurso. El sol,
sobre las copas de los pinos, lucía radiante y calentaba nuestros gélidos rostros.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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