“Antes
yo era muy católica e iba a misa cada domingo y ahora, ya ves, me es imposible
asistir, porque a esas horas la boca me huele a polla”, le comentaba al
periodista, mientras acercaba a sus labios la taza humeante de café. Ágata es
su nombre desde mediados de 2009. Antes era Josefina, viuda a los 22 años de un
abogado prometedor, y comercial inmobiliaria en la empresa de un amigo de su
padre constructor. “Yo vivía muy bien, a
pesar de mi desgracia, sola y con un niño de pocos meses tras el accidente de
mi marido, pero pronto comencé a trabajar vendiendo inmuebles y a ganar mis
buenas comisiones. Fueron años maravillosos, a pesar del duelo. Me compré el
adosado y viajaba casi todos los años con los compañeros y compañeras de la
cofradía. Y sí, algún amante tuve, pero lo llevaba tan en secreto como lo de
ahora. Había que dar buena imagen, y era más importante darla frente a los
demás que ante Dios. Entre nosotros nada era más importante que saber guardar
las formas. Así pensaba antes y no se imagina lo equivocada que estaba. La
verdad es que lo único que importaba era el grosor de tu cuenta corriente.” “Y
llegó la crisis”, la interrumpió el periodista. “Sí, la maldita crisis. Las ventas se desmoronaron y, muy pronto,
desapareció la liquidez. La empresa quebró dejándome varias comisiones por pagar.
Luego vino el paro, dos años, y las presiones del banco por la hipoteca de la
vivienda. Encontrar un nuevo trabajo en mi ramo fue imposible y la porquería
que cobraba de paro (tenía contrato de media jornada), no daba ni para la
hipoteca. Y, encima, era tan idiota que trataba de seguir manteniendo mi status
ante los demás. Ese fue mi gran error, querer seguir manteniéndolo todo, negar
mi realidad. Cuando quise darme cuenta ya había sido embargada y desahuciada y
todos aquellos falsos amigos de la cofradía de La Santa Cruz habían
desaparecido. Me volví a ver en casa de mis padres, también cargados de deudas
tras la quiebra de la empresa, ya con 30 años y un niño de ocho que necesitaba
de todo.”
El silencio se tensó en sus ojos, como si ambos caminaran sobre un alambre de cristal. Ninguno quiso mirar de frente al fondo del abismo. Él sintió una punzada en el mentón al pensar en el no rotundo de ella a mostrar su rostro en fotografía alguna. Aquellos labios le embelesaban. “Y, en ese momento, fue cuando cambió tu vida”, alcanzó a decir el periodista. “Sí, a veces la circunstancias te llevan a visitar las oscuras caras de una vida que acaso ni imaginarías. Leí un anuncio en el periódico, pedían chicas de alterne en esta ciudad y no lo pensé, aún tengo buen cuerpo y el sueldo estaba muy bien, no tanto como ahora que trabajo por mi cuenta, pero me ayudó a comenzar de nuevo. Ahora, cuando voy a visitar al niño y a mis padres, los amigos de la cofradía me rondan como ratas archiveras, interesándose nuevamente por mí, -dijo Ágata con expresivo sarcasmo-. Ahora mi hijo ha vuelto al colegio de curas y ya nadie se atreve a mirarme por encima del hombro”.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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