“Debes entenderlo –me dijo
Carlos, y yo le presté atención, no
podemos actuar como nos gustaría. Si los masacramos a palos o les pegamos un
tiro en la calle nos pueden acusar y el resultado sería nefasto para nuestro
glorioso movimiento. El pueblo necesita ser evangelizado de forma sutil. Ese es
nuestro cometido, pero sin que sea necesaria la confrontación, porque la
izquierda demagógica siempre está al acecho y usará cualquier escusa para
enervar los falsos sentimentalismos. No. Nosotros seremos más inteligentes y
actuaremos con discreción absoluta y la mayor de las eficacias”
Ya habían pasado tres años
desde que me rapé al cero y me tatué la cruz gamada en el pecho. Era necesario
mimetizarse si quería infiltrarme con éxito. Lo conseguí, sin que nadie lograse
averiguar mi inquietud periodística. Por entonces el director del periódico era
otro y me sugirió la idea. Yo filtraría lo descubierto y él lo redactaría con
un pseudónimo acordado por los dos. La cosa fue bien durante un año y algunos
de mis compañeros de armas actuales cayeron por las pruebas que logré aportar a
la justicia. Tras ese año cambiaron al director del periódico y ya las pruebas
aportadas nunca eran suficientes y todo aquello de lo que informaba se publicaba
tergiversado, como si todo lo que hiciera el grupo no fueran más que la
gamberrada de un tipo sin control y que nada tenía que ver con banda alguna.
Tuve ganas de dejarlo todo, sin embargo, el nuevo director insistió: “Tu trabajo sigue siendo necesario. Tengo
presiones, lo has de entender, hay cosas que no se pueden publicar sin pruebas
fehacientes. Y esa es tu labor,
encontrar esas pruebas”. Si, pero hallara lo que hallara nunca era
suficiente.
“Lo primero
es identificar a los extranjeros, sobre todo negros, moros y sudacas, como los
culpables de esta crisis. Ellos nos quitan el trabajo, se curan en nuestros
hospitales pagados con nuestros impuestos y están pidiendo continuamente
subvenciones a los gobiernos de izquierdas para mandarles el dinero a sus
familias en el exterior. Y a los españoles que están pasando hambre que los
zurzan. Esto no puede seguir así, tenemos que meterles el miedo en el cuerpo y
que se larguen a sus putos países de mierda. Lo de los españoles para los
españoles –me decía Carlos, el más fanático de todos. Por eso es más importante nuestra labor social que ejercer la violencia
de forma pública contra las cucarachas foráneas. No debes sentirte mal por
tener que ocuparte de alimentar a los españoles que nos llegan solicitando
ayuda, en vez de descargar tu adrenalina cazando indeseables en la noche” Yo
disimulaba ante él mi desazón. Lo cierto es que quería indagar más sobre las
actividades del grupo y desde la cocina de la asociación toda pregunta era
infructuosa y, además, podría resultar sospechosa. Tendría que aguantar más
tiempo así, dedicándome a repartir aquellos polvos blancos que Carlos me traía
entre la cuarta parte de los alimentos que lográbamos recaudar diariamente,
clasificarlos y empaquetarlos de forma diferenciada a los demás y, cuando los
repartía entre los cientos de míseros españoles que venían a buscar alimentos,
dejarles claro que los marcados con la cruz roja no eran aptos para comer, que
estaban en mal estado y les solicitábamos que los tiraran a la basura. “A los contenedores de basura de vuestros
barrios, no en los cercanos a la asociación”, era mi rotunda orden final.
Lo cierto es que aquello siempre me resultó
extraño. ¿Por qué manipular alimentos sanos para acabar tirándolos a la basura?
No tenía sentido. Pero los ciudadanos, orgullosos de su alianza nacional con
nuestra causa, cumplían la orden sin dilación. Y yo seguía ordenando lo mismo
cada día, temeroso de que me pudieran investigar. Las llamadas telefónicas del
director de mi periódico se volvieron más infrecuentes, aunque seguía
recibiendo el pago de la nómina en la cuenta de Miguel Machado, mi verdadero
nombre. Pedro, el personaje que interpreto en la actualidad, sobrevive como
puede de lo que el movimiento le da, entre el miedo terrible a ser descubierto
y la soledad del espejo vacío en el que ya me miro.
“Pero
yo necesito acción, Carlos, partirle la cara a algún negro cabrón” le dije,
tratando de mostrar la actitud de un matón. El sonrió y abrió el ordenador
portátil. Abrió una carpeta que contenía un video y le dio al play. En la pantalla aparecí yo,
repartiendo el polvo blanco en los alimentos. “Esto que haces cada día lo grabamos y guardamos en nuestros archivos
como la prueba de nuestra más gloriosa acción, el genocidio de los superfluos.
¿Por qué piensas que te insistía tanto en que te pusieras guantes al manipular
esos polvos? ¿Acaso aún no has adivinado de qué se trata?”, me preguntó
Carlos socarronamente. “Para nosotros
eres un héroe, chaval”, exclamó, a la vez que me acercaba un ejemplar de mi
periódico en que resaltaba un titular: en dos barrios periféricos de la ciudad
habían sido halladas dos familias muertas por intoxicación alimentaria. Una era de origen
magrebí y la otra senegalesa y, en ambas, el forense había hallado restos de
cianuro.
Del libro "Historias de la puta crisis"
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