Habíamos quedado en la Carrera de San
Jerónimo, frente a la embajada de México, pero cuando llegué allí la zona
estaba acordonada por la policía. Los
encontré más atrás, a unos 400 metros del lugar acordado. Se diferenciaban
claramente entre el gentío. Sus banderas negras y rojas volaban como cuervos
ensangrentados sobre los millares de manifestantes y sus rostros, ocultos bajo
pasamontañas negros, resaltaban entre tanta indignación a cara descubierta. Los
infinitos recortes sociales habían llevado a la población al límite de la
supervivencia y la resignación se había convertido en rabia ciega. La violencia
aún no había aparecido, pero la fiebre hervía en la sangre de todos y todos esperaban
la tormenta, su furor. Era la quinta vez que la ciudadanía intentaba rodear el
Congreso de los Diputados y en todas las veces anteriores hubo conatos de
violencia, mayores y más graves cada vez. Y en esta ocasión la ira podría ser
incontenible.
Baku, el líder del grupo, se acercó a mí. “Esta vez la vamos a liar, venimos más que
preparados”, me dijo e indicó al grupo que nos siguiera. Parecían
escarabajos peloteros, todos vestidos de negro y con el pesado bulto de sus
mochilas sobre las espaldas. Bajamos por Santa Catalina, hacía la calle del Prado. Al pasar frente al “Registro Territorial de la Propiedad
Intelectual de Madrid” Baku me sonrió y me dijo: “En este país eso de la propiedad se va a acabar, ya no encargaremos
nosotros. Aquí nada pertenecerá a nadie porque todo será de todos”, y
seguimos caminando a zancadas presurosas, como si alguien invisible nos
persiguiese. Pensaba en que aquel muchacho debía de tener algunos problemas de
comprensión lectora (había asociado a su manera las palabras “Territorial” y “Propiedad”, pero obvió por completo el concepto de la palabra “Intelectual”, también incluida en la placa de aquel edificio),
cuando doblamos hacia la plaza de Las Cortes y, una vez allí, evitamos la marea
creciente de vehículos policiales subiendo por Marqués de Cubas, hacia la calle
Zorrilla, con la clara intención de abordar el edificio del Congreso por
detrás. “Son demasiados, es una locura buscar la confrontación en
estas circunstancias”, le dije. “No. No
es una locura, es una obligación. El capitalismo nos está masacrando y la
revolución es el único camino. El uso de las armas está justificado cuando es
el Estado el que ordena, con sus políticas neoliberales, la ejecución en masa
de los más desfavorecidos. No podemos seguir muriendo sin hacer nada. Los
ciudadanos necesitan nuevos héroes de la revolución y nosotros estamos
dispuestos a sacrificarnos por ellos”, expresó Baku, con rotunda convicción
e imagino que emulando con los gestos de sus manos a su admirado Bakunin.
¿Habría también un Propot en el grupo?
Fue a la altura del cruce con la calle
Fenanflor donde tuvimos el encuentro frontal con el cordón policial, “los perros esclavos de su amo”, como los
llamaba Baku. Yo me quedé rezagado, observando desde cierta distancia el
proceder de ambos bandos. Cuestión de seguridad, el periódico me paga para
observar y contar, no para jugarme la vida. Los insultos a las fuerzas de
seguridad del Estado comenzaron pronto, enervando la actitud beligerante de
estos. Intentaron aislar e identificar al grupo anarquista, pero estos
opusieron resistencia y retrasaron su posición. Luego, rodilla en tierra,
comenzaron a sacar adoquines de sus mochilas y a lanzarlos contra el furgón
policial. Los antidisturbios subían a toda velocidad por la calle Fernanflor.
En ese momento Baku me agarró del brazo y corrimos hacia la retaguardia,
ocultándonos tras la esquina de Marqués de Cubas. A unos veinte metros de la
esquina Baku se detuvo y me indicó que me alejase de él. Aquel muchacho
anarquista abrió su mochila y sacó de ella una botella. Era un cóctel molotov.
Sacó un mechero de su bolsillo y esperó a que algún antidisturbios apareciese
ante él. Nadie pudo imaginar que una mujer desahuciada, que andaba buscando manjares entre tan distinguidos contenedores de basura, apareciese por allí y, aún menos,
que Baku, cegado por la adrenalina de la batalla, la pudiera confundir con un
fornido policía. Pero lo cierto es que, llegado el momento, todo el sonido de aquella estridente guerra desapareció y solo pude oír, como el eco más terrible del infierno, los
gritos de esa anciana en llamas. Fue Baku el que me zarandeó hasta conseguir despertarme de
aquel horror y, agarrando mi brazo, me arrastró calle abajo, hasta
que logramos mimetizarnos con los ciudadanos que hacían cola en el
Museo del Prado. Allí descansamos, recuperamos el aliento perdido y, por primera vez, pude ver sus ojos verdes, sin las gafas negras
que los ocultaban, ni el pasamontañas que cubría su rostro. “Has matado a una anciana”, le dije. “No creo que haya muerto, solo se ha
chamuscado un poco. Seguro que los perros se habrán ocupado de ella”, me
contestó. “Pero era una mujer inocente”, expuse
con estupor. “En toda revolución caen
víctimas inocentes. Es un daño colateral inevitable. Ellos son los mártires de
nuestra necesaria causa”, me dijo, sin mostrar un ápice de remordimiento. “¿Y su familia?”, le pregunté,
visiblemente azorado. “Nos ocuparemos de
ellos cuando logremos la victoria. Todos los familiares de los mártires serán
héroes admirados en nuestra nueva sociedad”, dijo Baku complaciente. “¿Y ahora, qué pensáis hacer?”, le
pregunté, esperando por respuesta cualquier locura. “Ahora vamos a fabricar bombas que pondremos en iglesias y colegios de
curas. Es la mejor forma de presionar para que liberen a nuestros detenidos.
Todo sea por la verdadera libertad”, me contestó, mirando el vuelo de los
pájaros en el azul infinito del cielo.
Del libro: "Historias de la puta crisis"
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