Alfredo se enamoró de su mujer a los doce
años. Era la hija de la vecina de la calle de enfrente y la veía cada día asomarse
tras la reja de su ventana para observar la caótica carrera de
los grises y los manifestantes. Eran tiempos de lucha libertaria, pero a ellos
sólo les preocupaba el descubrimiento del amor. Cuatro años después, ya en el instituto mixto de secundaria, se dieron
su primer beso mientras Janis Joplin cantaba Summertiems en la radio. Ella era una fogosa gacela y a los veinte años se hinchó su
vientre tanto que no pudieron ocultar la llegada de un hijo en plena adolescencia. El padre de él se las
ingenió, tenía contactos. Alfredo dejó los estudios y comenzó a trabajar en una empresa
de mantenimientos. Fueron felices, precarios pero felices y a ambos les bastaba
con su amor. Se amaban con frescor de primavera, sin miedo, con todo el ímpetu de la irrefrenable vida. Sus miradas, en el aire, se besaban cimbreantes, como pájaros de
luz. Él se esforzó en mantenerle el pulso a la supervivencia y su constancia le otorgó
la victoria. Con el paso de los años llegó otro hijo, hembra en este caso, y la
prosperidad se instaló en el hogar. Disfrutaron de algunas vacaciones y sus
hijos sí tendrían la oportunidad de estudiar. Cambiaron un par de veces de
coche, pagaban, con cierta holgura, la hipoteca de su casa y, a veces, algún domingo, salían a almorzar. Todo iba a mejor. La familia estaba
unida en una cálida pócima de concordia. Hasta que el cuenco se rompió.
Las primeras hojas comenzaron a caer en el otoño de su amor. Claro que había subido el coste de la vida, pero hasta entonces lograron adaptarse con renuncias a deseos personales. En 2010, cuando contaba cincuenta y cuatro
años, ocurrió. Dejó de ser un trabajador con derechos y se convirtió en un ciudadano más
al que exprimir. Le volvieron a reducir el sueldo y unos meses después pasó
a engrosar las listas del paro, tras la quiebra final la empresa. Sus hijos ya lucían títulos académicos y, aunque multiplicaron curriculums, nada encontraron en mercado laboral. Ahora que les tocaba dar el callo a ellos, la negritud del horizonte era abrumadora. De modo que Santa, su
queridísima mujer, se puso a limpiar escaleras. Eso y algunas horas extras en
casas ajenas les daba para alimentarse y pagar los gastos de la casa, porque
con el paro que le quedó a Alfredo apenas pagaban la hipoteca mensual.
Volvieron las estrecheces, pero ellos al mal tiempo siempre
mostraban la más alegre de las caras. Su amor era insondable. Cada uno de
ellos, al despertar por la mañana y ver los ojos del otro, sentía aún ese esplendoroso amanecer recorriendo sus entrañas. Nada les vencería, mientras sus
arrugadas manos se anudasen frente a la adversidad.
Hace unos meses a Alfredo se le acabó el
paró y comenzó a cobrar la ayuda familiar. No, no piensen que se le complicó aún
más la cosa, al menos durante medio año. Tuvo suerte, justo un mes antes pagó
el último recibo hipotecario. Ya la casa es de la familia, ya ningún banco nos la puede quitar, pensó, aliviado ante tsunami de desahucios que anunciaban cada día las noticias. Ya podrían vivir sin las presiones del recibo bancario, ahora el problema eran los hijos, con más de treinta años y sin
futuro que labrar. Y Santa, su exahusta Santa, que llegaba a casa cada día más dolorida, más agotada y con unas inmensas ojeras de túnel de camión. Él le preparaba la cena con cariño cada
noche, pero ella ya apenas lograba cargar tantas desgracias en su espalda. Las
pastillas, las varices, la tensión, el azúcar, los dolores, la visión… Los años que nos van dejando cicatrices a
su paso. Él lo sabe, sabe que ella está a punto de reventar, que su cuerpo ya no puede más, que cualquier día,
al despertar, ella ya no estará, aunque aún pueda tocar su frío cuerpo. Y
piensa que lo único a lo que teme en este mundo es a quedarse solo, sin su
apoyo sentimental, sin su anclaje imprescindible, sin su luz, sin esa mujer maravillosa que lo completó como hombre siempre y a la
que siempre amará.
Ayer encontraron el cadáver de Alfredo. Fue al
amanecer y hacia mucho frío. Santa lo encontró en la bañera, con el pijama
puesto. Se había cortado las venas de ambos antebrazos. La
sangre ya estaba seca, hacía horas que había dejado de fluir. Sobre el lavabo encontraron
una nota dirigida a Santa.
“Querida
Santa. Al fin he comprendido que ya no soy más que un deshecho, un problema que
es necesario solucionar. Creo que a todos os irá mejor sin mí. Tengo entendido
que, como viuda, cobrarás una paga aceptable y creo que con ella, y libres del
engorroso excedente en el que me he convertido, podréis tener un mejor futuro. Arregla los papeles cuanto antes. Quiero
daros esa oportunidad. Y no te enfades conmigo, por favor, esto lo hago por amor. Te quiero,
vida mía. Cuida de nuestros hijos y diles cuánto les quise”
Del libro "Historias de la puta crisis"
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