Un trueno terrible y silencioso estalló en la oscuridad del sueño y
desperté, súbito, en el vórtice del dolor. Tuve suerte, llegaron a tiempo con
sus alas de ángeles milagrosos y sus manos de nitroglicerina. Me salvaron la
vida, héroes anónimos, que me llevaron al hospital y se desvanecieron en su
noche de sacrificio sin exigir recompensa o premio alguno. Merecen su historia
propia, está claro, pero no será esta historia. Tampoco será la mía, aunque tal
arranque de víctima lo parezca. Pasé el mal trago y me instalaron, cuidándome
como a un niño de cristal, en una habitación compartida. Sobre él versará esta
historia, mi compañero durante casi una semana, el pensionista payito que sabía escuchar a
los gitanos y los gitanos, por supuesto, son su familia, esposa y 6 churumbeles
perennes, como estatuas milenarias, junto a él. “Opá, chiquillo, te tienes
que cuidá”, le reiteraba incesante la hermana mayor. Y él callaba y asentía
sin dejar de mirar el televisor encendido, en el cual, el presentador de “Sálvame”
narraba las vidas vacías de quién coño sabe a seres vacíos que respiran aún
sin vida. “No puede mover las piernas”, me relataba, compungida, su
esposa, un ovillo de nervios con dos pozos negros en los ojos. “Qué susto,
chiquillo”, suspiraba, mientras Manuel, su marido, caminaba a pasitos
cortos en dirección al aseo, sin levantar jamás la mirada del suelo. Yo
observaba su caminar avergonzado como quien contempla el terror incomprendido
de un ratoncillo asustado e incapaz de razonar.
A partir del segundo día dejó de simular, se
sintió por fin seguro, y comenzó a pasear desaforadamente por el mínimo espacio
libre de terrazo que quedaba en la habitación. Los doctores alucinaban, sin
poder asimilar el desarrollo del milagro. El 1º: “Según todas las pruebas
está perfectamente, Manuel. Ingresó usted sudoroso, con algo de fiebre,
maldiciendo la gripe tan virulenta de este invierno. Por eso le enviaron a mi,
el especialista del aparato respiratorio. Sin embargo, habrá sido un error
porque esos mareos que usted describe y la parálisis en las piernas es cosa del
neurólogo. Ya es tarde, pero mañana le visitará mi compañero”. El 2º, ya en
el tercer día y tras pedir amablemente a la familia que salieran de la
estancia: “Usted no se acuerda, Manuel, pero fue mi paciente hace siete años
y su historial presenta tres incongruencias. Le dije que no fumara y fuma, le
dije que no podía probar el alcohol y reconoce tomarse unas tres copas diarias
y lo más grave, le receté de por vida una pastilla diaria de clopidogrel,
medicamento para evitar el ictus cerebral al que usted es sin duda propenso”.
“No, yo no, eso la doctora del centro de salú, que no me la quiere resetá”, contestó
con un hilo, casi inaudible, de voz y con la mirada perdida en la pantalla del
televisor (programa matinal de cotilleo: gente vacía y sin vida hablando para
zombies inertes).”Mañana mi compañero le dará el alta y hágame caso, que se
está usted jugando la vida. No deje ningún día de tomarse esa pildora”.
Tras la salida del doctor volvieron a entrar, como ñues en plena emigración,
los familiares, ávidos de certezas que diesen cuerpo a la invención. “Que ta
dicho el nurólogo (así, sin la e), Manuel, o opá”, según quién
preguntara. “Que lo que ma dao ha sido un infarto serebrá, pero que ya estoy
bueno y mañana me echa”.
La verdadera historia de su ingreso hospitalario nunca se llegó a
confesar abiertamente. Yo me enteré por casualidad, en los desvelos nocturnos y
tras el velo de susurros familiares en las destempladas tertulias semisecretas
en las que hervían en cuanto apagaban la luz y me creían dormido. La verdadera historia no era más que una
huída o, mejor quizás, el hallazgo de un escondite perfecto. La familia vivía
en un bajo de la periferia, todos apiñados como sardinas enlatadas, y el vecino
del cuarto de aquel viejo edificio sin ascensor se había estrellado con la moto
hacía unas semanas. Parapléjico sin solución quedaría recluido en su piso,
sobre una silla de ruedas inservibles, hasta su muerte, a no ser por la
generosidad y solidaridad de los vecinos. Solución: la comunidad del bloque les
exigía una derrama, como a cada vecino, para pagar la instalación del
montacargas. Y ante todo eso, la gitana no cesaba de reiterar: “A vé, todos tenemos nuestro mal de ojo, ¿no?
Pues cada uno que apechugue con lo suyo. Tú de pagá ná de ná, Manué, que la pastillas también son mu caras
y te tienes que cuidá”.
Del libro "Historias de la puta crisis"