Paul Watlawick |
“Alguien
debió calumniar a Joseph K., pues sin haber hecho nada censurable, una mañana
fue detenido”. Así comienza la novela El proceso de Kafka. Sin embargo el proceso nunca tuvo lugar. K. no es
dejado en libertad ni condenado a prisión. El tribunal nunca le dice de qué se
le acusa; debería saberlo por sí mismo, y su ignorancia es una prueba más de su
culpabilidad. Cuando se esfuerza por conseguir que el tribunal tome una
posición clara, se le acusa de impaciencia e impertinencia. Si, por el
contrario, intenta ignorar la autoridad del tribunal o, simplemente, esperar la
siguiente acción judicial, su conducta es tachada de indiferencia y
obstinación. En una de las últimas escenas de la novela habla K., en la
catedral, con el capellán del tribunal e intenta, por enésima vez, clarificar
su destino. El clérigo intenta descifrarle su situación con la siguiente
parábola.
Franz Kafka |
El guardián le proporciona un taburete y le
permite sentarse junto a la puerta. Y allí permanece sentado días, meses y
años. Intenta una y otra vez conseguir permiso para entrar o, al menos, recibir
una respuesta definitiva. Pero lo único que se le dice es que todavía no puede
entrar.
Llega el momento en que la vida le abandona.
Antes de morir sintetiza las experiencias vividas durante aquellos años en una
sola pregunta, que aún no ha hecho al guardián. Le llama por señas, pues ya no
puede enderezar su rígido cuerpo. El guardián tiene que inclinarse ante él,
porque ha variado mucho la diferencia de estatura con los años y ahora el
centinela es mucho más alto. “¿Qué quieres saber ahora?” –le pregunta. “¿Cómo
es que en todos estos años nadie, salvo yo, ha solicitado permiso para entrar?”
El guardián sabe que el hombre está a punto de morir y, para que pueda oírle,
grita: “Aquí nadie podía obtener este permiso, porque esta puerta estaba
reservada para ti. Ahora mismo voy a cerrarla”.
“Entonces,
el guardián engaño a aquel hombre”, replica inmediatamente K., que se había sentido muy atraído por
aquella historia. Pero el capellán le hace ver, a través de una exposición muy
cuidadosa y convincente, que el guardián no cometió ninguna falta y más aún,
que hizo más de lo que el deber le exigía en su deseo de ayudar a aquel hombre.
K. se queda perplejo, pero no puede negar la validez de la interpretación. “Tú conoces la historia mejor que yo y desde
antes”, concede al clérigo. “¿Crees,
pues, que el hombre no fue engañado?”. “No me interpretes mal”, responde el
capellán; y hace ver a K. que existe una segunda interpretación, según la cual
el engañado es precisamente el guardián. También esta segunda hipótesis es tan
convincente que, al final, K. la tiene que reconocer: “Las razones son sólidas y también yo creo que el engañado fue el
guardián” Pero inmediatamente el capellán tiene algo que oponer a esta
concesión de K. Dudar de la honradez del guardián es dudar de la ley misma. “No estoy de acuerdo con esta opinión”,
dice K. moviendo la cabeza, “porque quien
la admite se verá obligado a considerar como verdadero todo lo que el guardián
diga”. “No”, replica el clérigo, “no es preciso considerarlo como verdadero,
sino como necesario”. “Triste opinión”, dice K., “la mentira convertida en orden del mundo”.
K.
y el capellán están hablando de dos órdenes distintos del mundo y, por eso, al
poner fin a su diálogo, sigue flotando aquella misma ambigüedad que subyace en
el fondo de todas las tentativas de K. por conseguir la certeza: Cuando cree
haber descubierto sentido y orden en los sucesos que le rodean, y que le exigen
una adecuada decisión, se le hace ver que este
no es el verdadero sentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario