El hombre ha ido acumulando columnas
en sus casas,
temeroso de que el cielo se desplome
sobre él, requiere
la seguridad de impenetrables
fortalezas, el escudo
pedregoso que defienda su débil carne,
pero la columna
es cautiva del techo que sostiene,
está anclada al suelo
como un árbol de piedra y sus
marmóreas cicatrices
evidencian el holgado hastío de una
muerte milenaria.
¿Para qué vivir?, dirá, si aquello que
sostengo me niega
las estrellas y en la rendijas de mi
piel la brisa no es más
que aullido lastimero, si ya no
recuerdo el tacto lacrimoso
de la lluvia, ni la frescura del rocío
cuando fui alma de montaña.
El hombre almacena muros en sus casas,
tabiques
que separan las estancias, ama los
espacios reducidos,
sospecha de los ojos extranjeros, de
la luz que muestra
su dolor y su fortuna, por eso abraza
a las sombras
que lo acechan y en ellas guarda el
brillo de su erario.
Pero sus muros y tabiques le impiden
ver la vida
que, bajo el sol, florece en tierras
ajenas a su hogar,
le imposibilitan oír el mensaje de esa
lengua que serpentea
montaña abajo y se aquieta dócil sobre
el vientre azul del valle,
frenan la ruta del aire, la caricia
candorosa que el rostro
humano espera de sus dedos, anhelo
efímero, breve parpadeo.
El hombre hará acopio de metales y
extravíos, forjará cerrojos
que guarden su caudal y limiten el
paso a fieras y desesperados,
rejas y cancelas que encierren
diccionarios y su verbo compartir,
candados y cofres en los que guardar
conceptos despojados:
rebeldía, justicia, verdad,
honestidad, vida. Modelará joyas
que lo ensalcen y armas que lo
defiendan de la envidia de los otros,
aquellos que atentan día a día contra
su legítima ambición. Pero
el tiempo pasa y en cada batalla sus
ojos niegan el asombro
de
la existencia, la piedra abriéndose y exhalando un manantial,
la sonrisa del recién
nacido al descubrir la luz, la misma que a él
le muestran sin pudor
la ruina y el derrumbe de sus pobres ilusiones.
Tiraremos las llaves,
amor, al fuego de las bandejas de bienvenida,
derruiremos los muros
y las paredes, nos sentaremos
sobre los escombros y
observaremos la amplitud del universo,
hasta que los
párpados caigan, lentamente, seducidos por el sueño.
Y convertiremos las
columnas en mástiles de velas inflamadas,
surcaremos los
océanos sobre la frágil estructura de un bajel
de aire, abriremos la
ventanas a la vida con la misma fuerza
de la corriente de un
río subterráneo al horadar la superficie
de la tierra, nos
agarraremos al amor con la indómita naturaleza
con la que la cría se
aferra a los brazos de su madre y seremos
uno en la distancia de los otros, ajenos a su
cómoda esclavitud.
Del libro Renacimiento (inédito)
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