A mediados del siglo
pasado el psicólogo Asch llevó a cabo un experimento con grupos de jóvenes
estudiantes. Cada grupo estaba formado por una decena de individuos a los que
mostraba dos tablas. En la primera aparecía una sola línea vertical, mientras
que en la segunda se podían ver tres líneas, también verticales, pero de
distinta longitud. La pregunta era sencilla: ¿qué línea de la segunda tabla
tenía la misma longitud que la de la primera tabla? En las dos primeras rondas
del experimento todos los individuos del grupo respondieron lo mismo, pero en
la tercera ronda un solo miembro de cada grupo comenzó a dudar y dio una
respuesta distinta. En la siguiente ronda el grado de confusión y nerviosismo
del miembro disidente se hizo palpable e insostenible. Y a partir de la quinta
ronda volvió a confluir su respuesta con los demás miembros de su grupo. Lo que
nunca llegó a saber el proscrito temporal es que Asch, antes del experimento,
había instruido a los demás estudiantes, para que, a partir de un momento
determinado, dieran una misma y falsa respuesta. En realidad, las únicas personas
sometidas a experimentación eran ellos, los disidentes, que ahora se hallaban
insertos en una situación sumamente insólita y perturbadora. O bien contradecir
la opinión despreocupada y unánime de los demás y aparecer, por consiguiente,
ante ellos como defensor de una distorsionada concepción de la realidad, o bien
desconfiar de sus sentidos y su razón. Curiosamente el 40% de los individuos
sometidos al experimento optaron por la segunda opción y se sometieron a la opinión
del grupo, a pesar de considerarla patentemente falsa.
Al finalizar el experimento, un estudiante que formaba parte de la conjura experimental se expresó ingenuamente: “Sería realmente magnífico llegar a descubrir un método para inmunizar para el resto de la vida al mayor número de jóvenes contra todas las formas de propaganda y lavado de cerebro”. Sin embargo, de forma paradójica y a pesar de la positiva necesidad de búsqueda de armonía en el grupo para el desarrollo social, estamos caminando hacia las aciagas palabras que el inquisidor general pronunció en la Edad Media: “La disposición a someterse, a renunciar a la libertad de opinión individual y a la responsabilidad inherente a la misma, por el plato de lentejas de una colectividad que libera de conflictos a ésta, esa es la debilidad humana que lleva al poder a los demagogos y dictadores”
¿Cuántas veces hemos
estado en la inauguración de una exposición, frente a un cuadro abstracto que
nada nos decía, pero ante las muestras de admiración de los otros, hemos
acabado por aceptar como una obra de arte algo, para nosotros, incomprensible?
¿Cuántas veces hemos aceptado como real una realidad distorsionada por la
propaganda? ¿Cuántos españoles siguen convencidos de que en el atentado de
Atocha tuvo algo que ver ETA… y el PSOE… y hasta la misma policía? ¿Cuántos
periódicos verán hoy la luz con la batallita dialéctica sobre el Peñón,
mientras los niños se nos mueren de hambre y los corruptos siguen en libertad? ¿Cuántos
periodistas, bienpagados por el partido que los compró, debatirán hoy en los
programas televisivos que a diario, y sin cesar, nos tragamos?
Tengan en cuenta una
cosa. Si, según el experimento de Asch, de cada diez jóvenes nueve eran
cómplices de la mentira y sólo uno decía la verdad. Y si, además, de esos Unos
el 40% se rinde por el qué dirán. Entonces, ¿qué nos queda? ¿Acaso es que no existe otra posibilidad que la que nos auguró
el inquisidor? Piénselo, tan sólo eso y ya tendremos un principio para la
esperanza. Porque la distorsión y la confusión continua sólo nos puede llevar a la decadencia moral e intelectual y a nuestra propia ruina como especie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario