Hay silencios como alaridos.
¿Estará la rabia aletargada o constatamos, sin saberlo, nuestra invisible
impotencia, la plomiza derrota de todos aquellos que ni acaso lo intentaron?
Nadie oye los gritos. Ni el canto último del cisne. La muerte se expande exponencialmente
en los hospitales, mientras la guerra de audiencias persiste en los talk-shows de la política teledirigida.
Hablan del sinsentido, de la complaciente crueldad de los legisladores,
mientras escrutan la incertidumbre de sus bolsillos. Unos excusan la carencia
de tesoro, otros no entienden, pero tragan. Nadie dice la verdad: Sí hay
motivo: Los muertos no cobran su pensión. Y ya sabemos que el ciprés es el
árbol del olvido.
Matar merma el prestigio, dejar
morir ya es otra cosa, es más aséptico, sobre todo, si el puchero hierve en
sábanas anónimas, en las sombras más fugaces de esta esplendorosa sociedad. Nadie
oye los gritos. Nadie oye el alarido, como un trueno, en la soledad de los
glaciares. Pero bajo nuestros pies la roca, como la democracia, se quiebra por el ímpetu
gravitatorio. Somos muchos los crónicos de este país. Posiblemente tú también
lo seas mañana. No será una huella fácil de ocultar. Las fosas comunes producen
un morbo inicial, pero acaban manchando cualquier programa y bajo la manta ya
hemos guardado demasiado. Solo oímos el sonido de la máquina, la incesante
producción de sueños efímeros, los deseos inoculados desde las pantallas, los
escaparates a rebosar, mientras nos roban las alas de la creación y la vida.
Estamos sordos. Impenetrablemente sordos. Y no me preguntes por los ojos,
chaval de veintitantos años. ¿Acaso no has visto la decrepitud en tus padres,
la podredumbre del cáncer? Tranquilo, lo verás, sin prisas, y te dolerá como un
hierro candente en las entrañas. Ahora no puedes ver nada, volando a mil por
hora sobre el bólido soñado.
Parece no haber límite. La eutanasia inactiva campa a sus anchas en los prados cristianos, esos que defienden la vida del neonato y la dignidad de los enfermos terminales. La hipocresía es vital para sobrevivir en esta jungla. No puedes quitarte la vida pero dejarte morir nos resultará hasta entrañable, mientras nos aseguren por ello la paga. Observar tu rostro sollozante será para nosotros un ejercicio de compasión. ¡Qué pena!, dirán y sentirán un hondo alivio de expiación. Sí, ya se que detectáis la incongruencia de los sujetos. Lo que no llegarnos jamás a comprender es que todos somos uno, el mismo, verdugo, víctima o indiferente, Todos emitimos o emitiremos alaridos, pero nadie puede oír nada entre tanto silencio consciente. Mientras tanto, nuestros legisladores, cual avezados exploradores suicidas, seguirán traspasando todos los límites, liberados de la conciencia y los asfixiantes valores de la bondad. La codicia se impone como única verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario