Recuerdo que hace unos años nos encontramos
en el mismo bar tres amigos que trataban de dedicarse a esto de las letras. El
bar era el mítico 1900, fuente de la cultura más vanguardista de mi ciudad
desde el inicio de la década de los noventa. Los amigos de entonces éramos,
aparte de mi, U., ahora gestor internacional de eventos culturales, y M., ahora
novelista de incipiente prestigio, poeta de culto y ganador constante de
premios y certámenes literarios, estén dados de antemano o no. Enseguida la
conversación derivó en los proyectos en los que se movía U. (aún no había
cruzado el charco, pero el abrazo con la cultura americana era inminente) y los
viajes de M. (entrega de sus premios, la emisión de su voto como jurado de
cualquier certamen, o la lectura con caché). Y, como no podía ser de otra
manera, la conversación acabó centrándose en los conocidos comunes (de ellos
dos, claro está) y las curiosas anécdotas descubiertas en sus caminos. Llegó un
momento en el que comencé a sentirme invisible, pero no me importó, era
maravilloso poder ver, desde fuera del ring, tan majestuoso combate de templadas
soberbias. Sólo hubo un momento en el que me vi obligado a intervenir. Fue en
el asalto de los sobrinos-nietos, cuando la paradoja evidenció la victoria de
la vanidad y me mostró la gran carencia del contenido de sus paradigmas
sociales.
Resulta que U., en uno de sus viajes había
conocido a un sobrino nieto de Henry Miller que, si no recuerdo mal (a mi edad
ya me falla algo la memoria), se dedicaba a la fotografía. Según U. lo podría
traer a algún encuentro de escritores y comisariar una exposición de su obra en
el mismo. Mientras lo decía yo pensaba: Si
nadie reconoce en sus fotografías el verdadero nombre del artista, sino el nombre famoso de su tío-abuelo, ¿Por qué ha de venir como fotógrafo a un
encuentro de escritores? Sería como colgar en las paredes de la exposición,
para disfrute de los amantes de la alta cuna, a hijos de famosos, desde el hijo
de John Lennon o Jack Kerouac, hasta los hijos de la duquesa de Alba o el
Borjita, el retoño de la baronesa Thyssen. Ante la zurda potente de U, M.
lanzó un gancho ganador desde el centro del cuadrilátero. La semana anterior,
en un viaje literario por Granada, hizo amistad con un sobrino-nieto de García
Lorca, el Federico más universal, y éste le mostró algunas fotografías
familiares inéditas en las que se podía ver al autor de “Yerma” cuando era un adolescente. Y, ahora M., estaba gestionando
la edición de un libro, con fotografías incluidas, con su querido
sobrino-nieto. Para eso hallarás fácilmente
una subvención, le comentó U.
Yo me quedé perplejo y, ante mi inusitada
sorpresa, no pude más que expresar mi decepción. ¡Ah!, eso está muy bien. Sin embargo, después, en nuestras lecturas y
entrevistas públicas, abogamos por una sociedad más justa en la que todos tengamos
las mismas posibilidades. Pero lo cierto es que se nos cae el culo y todos
nuestros principios en cuanto conocemos a un sobrino-nieto con apellido del
famoseo. En los casos de Henry Miller y de Federico García Lorca eran ellos los
inconmensurables escritores, pero… ¿quién coño son sus sobrinos-nietos? ¿Es que
acaso ni nos damos cuenta de que con esa actitud estamos avalando la vil
tradición española de prestigiar con veneración los apellidos de alcurnia? ¿Y
nosotros somos los que aducimos que, a través de la cultura, se puede cambiar
la sociedad? Mejor pidamos otra copa con la que enjugar nuestras celestiales hipocresías,
si es que vais a continuar con vuestro retablo de mitificaciones. Yo sólo me
quedaré con la obra de sus geniales tíos-abuelos. Con eso me sobra, pues rechazo el
tacto de los laureles artificiales.
¿Cómo vamos a cambiar la sociedad si abrimos la puerta mucho antes a un apellido que a la obra de cualquier autor desconocido?