¿Vemos las cosas tal y como son o, en realidad, vemos lo que deseamos ver? Anoche
compartí momentos maravillosos con mi amigo Fernando D. Rivas y mi amigo
Ernesto, en los que nos dedicamos a fabular historias, basándonos en un hecho
inicial concreto conocido, para derivar en lo que pudo ocurrir después, en las
consecuencias que pudo acarrear tal hecho y que son totalmente desconocidas. Pero
antes presentemos a mis amigos. De Ernesto ya os he hablado en otras ocasiones,
es psicólogo clínico, por tanto es fácil adivinar lo acostumbrado que ha de
estar a los delirios humanos. El otro, Fernando, es un ser mágico, un
surrealista sempiterno y un pintor excepcional, que se dedica a dibujar cabinas
telefónicas en mitad de un erial desértico y cuya sombra sirve de cobijo a un
exhausto borrego, buzones de correos entre las dunas arenosas de la playa,
gallinas picoteando la espuma de las olas o escenas de un circo imposible en el
que los domadores sostienen entre sus brazos a rollizos elefantes. Muy pronto
Fernando comenzó a relatarnos la historia de la volatinera. La descubrió en el
cementerio de su pueblo andevaleño. El nombre que figuraba en la lápida era Niña Anastasina y la fecha del entierro
unos borrosos años 40 del pasado siglo. Según
relataba, la finada fue una volatinera que llegó a la Puebla de Guzmán con un
circo ambulante y que tuvo la mala suerte de sufrir un accidente mortal en
plena actuación, realizándose posteriormente una colecta popular para cubrir
los gastos de las exequias. Lo extraño, decía Fernando, era que al parecer
existen tres pueblos más de la comarca en cuyos cementerios se ubican tres
tumbas con idéntico texto en las lápidas. Bueno, exactamente el mismo texto no,
las fechas del funeral se diferencian en unos cuántos meses.
La desaforada inventiva de Fernando le llevó
a fabular una posible explicación al desenlace. Y su imaginación nos relató la
historia de un circo en el que la estrella principal era una chica, emparentada
en la lejanía con el gran Houdini, y que tenía la facultad de paralizar su pulso
y el latido de su corazón, como las iguanas bajo el mar, de tal forma que engañó al pueblo y sus autoridades. Y tras la recaudación y el velatorio, fue enterrada durante horas, hasta que en la impunidad de la oscura noche, era desenterrada
por sus compañeros de circo y huían todos con el botín. Yo aposté por una
historia más cruel, teniendo en cuenta el contexto histórico que tratábamos, en
plena posguerra, con el hambre desgarrando los estómagos de España y el odio a
flor de piel por las esquinas. Yo imaginé que el circo secuestraba huérfanas de
familias rojas en los pueblos y las obligaban, en otro pueblo distinto, a hacer
filigranas en el trapecio, a sabiendas de que caerían al vacío sin red. Nadie
echaría en falta a esas criaturas y nada haría la guardía civil por ellas en
caso de enterarse. ¿Quién iba a interesarse entonces por la hija de un
comunista? El negocio era redondo para todos, el circo se hacía con el tesoro y
las autoridades se deshacían, sin mancharse las manos, de la escoria roja. Y
finalmente Ernesto, más conocedor de los recovecos perversos de la naturaleza
humana, optó por la historia más lógica. Según él, autoridades del pueblo, es
decir, alcalde, comandante de la guardia civil, cura y médico, eran cómplices de
los cómicos en el montaje del fraude y entre todos se repartían la colecta.
(Parece una historia actual, ¿verdad?)
Tres finales que podemos escoger según
seamos más realistas, más ensoñadores o más catastróficos. Tres visiones de un
final desconocido en una historia sin certezas. Tres formas distintas de fabular
que incidirán tres profundos sentimientos posibles en el oyente o lector. La expectación ante el misterio, el desprecio
a los miserables buscavidas o la indignación suprema de la víctima: el pueblo.
Tres posibles historias distintas en las que en ninguna se muestra la verdad, pero
que, sin pretenderlo, ejercen una manipulación soterrada en su construcción.
Menos mal que ninguno éramos periodistas y reconocemos sin pudor cuánto nos
gusta fabular. Lo malo es que muchos que lo son siguen huyendo de archivos e
indagaciones costosas y prefieren visitar los cementerios e inventarse
historias sobre lápidas a las que algún día pondrán nombre.
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